Me acuerdo de mi padre.

Me acuerdo de mi padre.


El primer recuerdo que tengo de mi padre es su pie golpeando mis narices cuando tenía tres años, le estaba buscando por el hueco bajo las puertas de las duchas de las piscinas municipales. Creo que ese acto de rechazo a mi conducta con violencia marcó nuestra relación durante un par de décadas. Durante aquellos años cada recuerdo que conservo de él está marcado por golpes y gritos o por la tensión previa y el miedo a que se desatara el caos. Podría ser el olor a vinagre, en un torpe intento mío de evitar contagiarme de los piojos en el colegio –mi padre odiaba el vinagre-, o el descalabro progresivo de mis notas o sus problemas en el trabajo… Aunque mis actos no fueran los responsables del estallido, yo padecía sus consecuencias, y no sólo yo; mis hermanos y mi madre también. Ahora pienso que él mismo también sufría con aquellos arrebatos. Al crecer en ese entrono fuimos desarrollando una coraza tan gruesa y dura como el trato al que éramos sometidos. De manera que, hoy, veo aquellos años como una lucha de espejos empañados de diferentes tamaños donde tan sólo la determinación por sobrevivir era relevante, a pesar de las grietas.

Me acuerdo que la última vez que mi padre quiso corregir mi comportamiento con un bofetón que le devolví. Me estaba peleando con mi hermano. Tenía catorce años. Los tres nos quedamos helados, de eso me acuerdo muy bien, todo había cambiado. La violencia física había pasado del refuerzo negativo en mi aprendizaje a ser un medio resolutivo de los conflictos. El  horror en la cara de mi padre después de recibir el golpe me impresionó. Tanto, que decidí en ese momento abandonar el vil acto de ejercer daño físico a otra persona. De lo contrario me convertiría en el monstruo que vio mi padre ese día. Para mí el monstruo era él y no quería parecerme.

Recuerdo que a mi padre no le gustaba que diera golpecitos con los pies a la parte de atrás del asiento del conductor, le molestaba mucho y me lo hacía saber dando manotazos al aire hasta que daba con mi piel. El resto de imágenes que conservo de él durante mi niñez son; leyendo un libro o el periódico, escuchando las noticias o viendo una película. Hueco. Lo prefería así. Una vez le pedí a mi madre que se divorciara de él y más tarde intenté divorciarme yo de ellos. Me escapé de casa. Me fui a la estación y me subí al primer talgo que me llevara a Madrid. No sé por qué llevaba encima bastante dinero aquel día. El caso es que mi aventura apenas duró una semana, durante la cual lo más notable fue la ausencia de oscuridad, nada más. Cuando regresé me contaron que mi padre dejaba la luz del salón encendida durante la noche, para que todos supieran que me estaba esperando con los brazos abiertos. Cuando lo tuve delante y me abrazó llorando no me lo creí, mis brazos se quedaron pegados a mis mulsos y mis ojos cerrados, al contrario que mis párpados. La bombilla del salón se quedó encendida hasta que se fundió.

Recuerdo que pensaba que mi padre tenía una amante y pinché con un alfiler uno de sus condones. Cuando una empleada soltera del negocio familiar se quedó embarazada, no relacioné ambos hechos. Un día  una extraña llamó a casa para decirle a mi madre que el hijo que esperaba la empleada era de mi padre. No recuerdo nada que le doliera más a mi madre.

A los dieciséis años me tuvo que emancipar legalmente, no para que yo me pudiera independizar sino para poner a mi nombre el inmueble donde estaba situado el negocio familiar, declarado suspensión de pagos, y así continuar la actividad con otro nombre social. Si alguien me hubiera contado entonces las consecuencias le habría dicho “no” a mi padre. Así manteníamos un status quo donde ninguno quería ceder ni arriesgar lo ganado. No había peleas, ni disputas, pero su sombra era tan grande que nos enfriaba el corazón.

Llegó el servicio militar, para mí un alivio. Se abrió un paréntesis para los dos. Nueve meses que volaron. Quizá durante ese tiempo perdí el miedo que me quedaba y fui más desafiante. A mi vuelta, antes de una semana, le hice estallar, pero para sorpresa de todos se tragó el veneno y sólo me dijo que le decepcionaba comprobar que no había madurado. Tardé tres años más en poder salir de su casa y emprender mi propio camino. La relación entre nosotros mejoró por el hecho de no tenerla. Novecientos kilómetros de por medio ayudaron al principio, al cabo de un año todo era sosiego. A partir de entonces empecé a contar los años buenos con mi padre y, al final, resultaron ser pocos.

Tuvo un ictus y se jubiló, mis visitas desde Madrid, donde vivía en aquel momento, empezaron a ser más frecuentes. Conversábamos y le pedía consejo. Me acuerdo de una vez que hablando con él, sin interrumpirme, me sorprendí pensando que no parecía el mismo de años atrás, que me lo habían cambiado por otra persona. Y si así hubiera sido no me habría importado, porque ese sí era mi padre y yo quería ser su hijo. Y que él se sintiera orgulloso de mí y yo no le causara vergüenza o pena.

Recuerdo que era mucho mejor abuelo que padre, yo admiraba el cariño que destilaba en cada gesto con mis sobrinos. Ahí empezó a gastar la paciencia. Ellos sólo tienen buenos recuerdos de mi padre y eso me gusta.

Cinco años después volví a instalarme en el pueblo donde me crié y me alegro de haber ido a casa a comer casi todos los días y disfrutar de su compañía. Nunca olvidaré la cara de orgullo de mi padre al sacar a pasear a mi perro, un aterrador mastín de color negro y mirada enrojecida que le adoraba. Cuando los que le conocían le paraban y preguntaban por el perrazo él respondía orgulloso que era de su hijo pequeño y que era muy bueno y obediente, y todos sabían que se refería al perro. Fueron los mejores momentos que recuerdo con mi padre.

Siempre me decía que tenía que venir más, que le encendía el día a mi madre como nadie. A él también, pero no lo decía. No hacía falta.

Era mi mano la que sujetaba la suya cuando le dijeron que tenía cáncer. Siempre fui yo su elección para llevarle y traerle del tratamiento envenado que nada pudo hacer por él. Fue a mí a quien dijo qué foto que quería tener en su lápida. Mi perro se murió dos días antes que él para ser su lazarillo. Fui yo quien cantó su canción favorita durante su entierro mientras los demás rezaban. De eso me acordaré mientras yo sea yo.

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