ÉXODOS. (Qué diría Shepard) ·

ÉXODOS. (Qué diría Shepard) ·

 

 

 

Hay una mariposa Monarca muerta en la acera de Ozona. La brisa se la lleva de allá para acá. Durante todo el día han estado estrellándose contra mi parabrisas, dejando salpicaduras rosadas y doradas en el cristal. He visto a una de ellas que caía a plomo desde el cielo y chocaba contra el asfalto de la Highway 10 East. Debe de ser la época en la que tienen que morir.                                                                                                                       (Crónicas de motel. Sam Shepard)

                                                        I

—Se lo dejaré limpio por diez dólares –dice el tipo del túnel de lavado.

— Bien, tomaré algo mientras termina –le digo yo

Me apeo mientras él enjabona el parabrisas, haciendo espirales de espuma.

—Dejan tantas manchas que ensombrecen el cristal. Ahora, el señor, podrá manejar mejor.

Entro, con la urna debajo del brazo, en la cafetería del motel. En el centro de la sala, hay una camarera que lleva un delantal negro sobre un vestido color naranja.

–Sí va a comer algo, siéntese allí –me dice, y señala la mesa del fondo, debajo de un televisor que retransmite un noticiario, al que nadie presta atención.

Le pido un sándwich mexicano y una cerveza. La observo y me parece que revolotea con la bandeja en la mano izquierda, sirviendo a los clientes hamburguesas y huevos con beicon.

Se queda mirando la urna, al posar mi comida, sobre la mesa.

Dicen que en días muy calurosos la mayonesa podría matarte –le digo yo.

–Sí. Pero, ésta no. Coma tranquilo -dice mientras se aleja

Me gusta la gente amable que se preocupa por los demás. Imagino qué comentario habrías hecho de estar aquí, mamá, qué mujer tan agradable, seguro que está lejos de su hogar. ¿Te imaginas que tuvieras que abandonar tu país, tu casa, tu familia y tus amigos para poder sobrevivir? Y también lo que habría dicho Mick, bueno mamá, vienen porque quieren, siempre preocupada por los problemas de los demás. Tú arrugarías el ceño y al rato, volverías a llamar nuestra atención sobre cualquier otro acontecimiento humanitario. A Mick le gustaba llevarte la contraria. A ti no te gustaba discutir con Mick. Él nunca te perdonó.

Reanudamos el camino a casa por la Highway 10 East. En la radio suena I Cant Get no Satisfaction  y canto acompañando a los Rolling Stones.                                                                                        

                                                          II

Recuerdo aquella excursión que hicimos todos a Chapultepec, al mariposario de Ciudad de México. En aquella época las mariposas Monarcas ya estaban en peligro de extinción. Papá conducía, y tú esparcías semillas de algodoncillo por la ventanilla, con la esperanza de que germinaran, y las Monarcas tuvieran algo que comer, a su paso por allí. Nos contabas que muchas morían tratando de atravesar la autopista.

También sembrabas tréboles y pensamientos en el jardín. Para las mariposas. Y nos recriminabas que hurgáramos en los hormigueros. Insistías, hasta aburrirnos, que era necesario proteger a los animales. Nos gustaba jugar a perseguir a las lagartijas que tomaban el sol sobre las piedras y corrían a esconderse en cuanto percibían nuestra presencia. Algunas perdían su cola cuando tratábamos de retenerlas. ¿A que a vosotros no os gustaría que viniera un gigante y os arrancara un dedito? nos decías, y Mick y yo mirábamos, entre culpables y fascinados, aquella sección de carne que se retorcía detrás del cuerpo mutilado. Llegamos a sentir celos de aquellos bichos.

La primera vez que me escapé del colegio tenía diez años. Un otoño después de la muerte de papá, nos dejaste en el internado. Tengo que ayudar a otras personas en la frontera, me necesitan. Eso fue lo que nos dijiste. Era lo que querías que creyéramos. Pero yo sabía por qué te fuiste y adonde. Tardaste cuatro años en volver y para entonces ya nos habíamos metido en bastantes problemas. Los centros de desintoxicación tienen algún parecido con los centros de detención de la frontera. Supongo que pensaste que te costaría menos tiempo recuperarte. Ni te imaginas lo que nos costó a nosotros. Ningún castigo nos dolió más que tu abandono. Ya no me acuerdo de la cara de mamá, me dijo Mick una noche antes de quedarnos dormidos. Yo traté de recordarte y tu cara se borró como un dibujo de ceniza tras un soplo. Esa noche tuve una pesadilla. Soñé con mariposas medio muertas esparcidas por el suelo, que era inevitable pisar para poder salir de allí. Como esta mañana en Ozona.

Escapamos mientras todos dormían, saltando por la ventana descolgándonos por las sábanas anudadas a la pata de la cama. Primero él y luego yo. Corrimos hasta desfallecer entre los maizales. Cuando desperté, Mick estaba pegado a mí, con su cabeza en mi hombro, temblando. Caminamos durante dos días por el arcén  y nos escondíamos si pasaba algún coche. La policía nos detuvo cuando intentábamos abrir la puerta de nuestra casa.

A tu regreso no diste ninguna explicación ni hiciste ninguna pregunta. Volvimos a casa, cerrada durante todo ese tiempo. El jardín lleno de hojas secas y podridas. La puerta de madera se había hinchado y costó abrirla. Nada era lo que fue. Y tú parecías no darte cuenta. Ahora pienso que disimulabas, quizá creíste que era la mejor forma de protegernos. Pobre mamá. Te dedicaste a plantar pensamientos en el jardín. Pensamientos que Mick pisoteaba con rabia, y volvías a plantar. Para las mariposas.

Y ahora que comienza a oscurecer me asalta otro recuerdo. Tu voz al teléfono, aquella noche, diciéndome, Mick ya no está, se fue… está aquí sobre su cama… pero se ha ido. ¡Dios, nos dejó! Quizá Mick se cansó de esperar. Quizá huyó. Esta vez solo.

Mientras avanzo, los árboles de oyamel se quedan atrás y las ruedas se tragan el asfalto. Las mariposas Monarcas siguen estrellándose contra mi parabrisas, como si quisieran hacerme participe del final de su trayecto, y quizá también responsable. Algunas de sus alas acaban desprendiéndose, iniciando un vuelo muerto, empujadas por un viento insensible.                            

                                                              III

He aparcado en la avenida, al lado de la puerta. Aún quedan tréboles y pensamientos en el jardín. Algunas mariposas salen a mi paso y con un vuelo corto, desconfiadas, vuelven a esconderse cuando me alejo. Me agrada sentir la brisa y ver las estrellas. Debería arreglar esta puerta. Cuando papá vivía todo funcionaba bien en esta casa.

Dejo la urna con tus cenizas junto a las de papá, sobre la chimenea

La llegada de papá era una fiesta, que aquel accidente en la Highway 10 East, interrumpió para siempre. Le esperábamos en el porche con el balón, mientras tú preparabas la cena y te asomabas a la ventana, impaciente. Me sorprende la nostalgia que siento por épocas que apenas si recuerdo haber vivido. Nunca más volviste a preparar la cena. Mick se sentaba, con el balón entre las piernas, en la puerta del jardín. Miraba pasar los coches durante horas mientras tú apurabas un Johnnie Walker en la cocina.

Subo las escaleras y entro en la habitación de Mick. Siempre lo hago cuando vuelvo. Falta oxígeno aquí. Las cortinas se elevan por efecto del aire que entra cuando abro la ventana. Hay una mariposa muerta en el alfeizar. La brisa la empuja hacia adentro. Tiene las alas casi desechas. No quiero tocarla. Temo que se me deshaga en las manos.

Todo está como él lo dejó, sólo faltan la cucharilla y el mechero de alcohol, que tiramos a la basura. En ese mismo lugar colocamos sus cenizas.

El polvo cubre los muebles. Los discos amontonados en el estante. Las fotografías en el corcho de la pared sujetas con chinchetas, dobladas y resecas. Mick fumando, Mick sobre la moto. Mick en un concierto de J.J. Cale. Mick tocando la guitarra. Mick y yo con nuestros bates de beisbol. Mick subido en los hombros de papá tratando de encestar una canasta.

Me sentaba en la escalera, desde aquí podía ver la puerta entreabierta de la habitación de Mick, y el sillón del salón en el que bebías un whisky tras otro. Pensaba que debía hacer algo, pero no sabía qué. Hasta que tomé la decisión de marcharme. Hice autostop una mañana sin saber adónde dirigirme. Recorrí toda la costa oeste de motel en motel, haciendo trabajos esporádicos. Conseguí hacerme con una furgoneta. Me detuvieron por exceso de velocidad. La necesidad de huir te hace pisar el acelerador, me dijo el psicólogo de la prisión.

Cada uno escapa como puede. Tú perdiste la cabeza. No te acordabas ni de tu nombre. Quizá lo olvidaste porque nadie te nombraba en aquella residencia de dementes. No me reconociste ni te interesó el ramo de pensamientos que te regalé la última vez que fui a visitarte. Sólo volví para recoger tus cenizas.

                                                                              IV

Desperté temprano. Hice un hoyo en el jardín y amontoné la tierra sobre las cenizas de los tres. Los primeros rayos de sol empezaron a iluminar los escasos pétalos de los pensamientos que replanté sobre ellos. Cerré las ventanas y la puerta y me dirigí hacia la autopista.

Quiero ir por la carretera sin pensar en nada. Sólo una vez.

Aparco entre dos camiones después de llenar el tanque de gasolina y entro en la cafetería. Me dirijo a la barra y pido un café bien cargado a la camarera. Su sonrisa me anima.

Me siento en un taburete alto, apoyo los codos en la barra. Desde detrás del mostrador, ella se vuelve y mientras rellena la taza dice:

—¡Un día duro, eh!

—¿Qué tal el tuyo? –le digo yo.

—Bueno, normal. Y hace el gesto de acercar los hombros a las orejas

—¿Cómo te llamas? –me atrevo a preguntar.

Me sonríe de nuevo y se aleja, sin responder. Y yo la sigo con la mirada. Va al otro extremo de la barra. Coloca en la bandeja un burrito y una jarra de cerveza. Habla en castellano con alguien de la cocina. Creo entender que se llama Juanita. De nuevo está detrás de la barra. Se apoya en ella y me mira.

—¿Juanita? ….. Yo me llamo  John –le digo.

—Veo que le sentó bien la mayonesa –dice ella– ¿Esparció las cenizas?

—Las enterré. ¿De dónde eres Juanita?

—De Tijuana –contesta.

—Yo soy de San Antonio. Voy a California. Volveré. ¿Seguirás por aquí?

—Depende de lo que tarde en volver. No quiero vivir siempre en un motel. –dice mientras coloca los vasos en el lavavajillas–Algún día, tendré una casa, con jardín.

—¿Y .. no quieres volver a tu país?

—No, creo que no. En el lugar del que vengo la vida no es fácil para algunas mujeres.

Las llaves de la casa de mamá están en mi bolsillo; paso los dedos por sus dientes metálicos. Miro sus ojos color avellana. En una servilleta escribo la dirección y pongo sobre ella las llaves.

—Es tuya – le digo-– Cuida los pensamientos, no dejes que se mueran.

Me despido y salgo del bar. Tras la puerta de cristal, Juanita está mirándome; es posible que piense, «este tipo está completamente loco»

Hay una mariposa en el parabrisas de mi coche que bate las alas. Me acerco a mirarla y echa a volar. Hace cabriolas en el aire durante un rato, luego se aleja y la pierdo de vista. Me subo y arranco.

La autopista está despejada. El sol hace resaltar los rojizos de las montañas desnudas y el aire hace bailar a los secos arbustos con el polvo en la planicie. Voy despacio. Contemplo el paisaje que me parece nuevo, casi desconocido. Observo matices en los que antes no había reparado, a pesar de haber recorrido esta misma carretera decenas de veces. La ventanilla bajada y mi mano acariciando la brisa, venciendo la resistencia, el viento entre mis dedos. No tengo prisa. Subo el volumen de la radio. Suena Bob Dylan. Blowin in the wind.

Las frases en cursiva son de Sam Sephard en Crónicas de Motel. Editorial Anagrama.

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