El timbre sonó a las ocho de la tarde, según habían acordado. El hombre abrió la puerta e invitó a la desconocida a entrar. La condujo al dormitorio, donde ambos se desvistieron. Fue ella la primera en ceder al rubor del cuerpo desnudo. Se deshizo de la ropa que la cubría con cadencia lenta, como quien es consciente de estar siendo descifrada y se regodea en el gozo de causar deseo. Él la miraba y ella se esforzaba por huir del requerimiento de sus ojos. Después lo hizo él, con la mirada rendida a la imposibilidad de encontrarla. Una vez hubo finalizado, alzó la vista y advirtió que la desconocida aún no levantaba la suya del suelo. Le sujetó el rostro y lo forzó de tal manera que sus miradas se encontraron. La mujer comprendió que era el momento. Asintió con la cabeza. Él extendió un brazo y, al igual que ella un instante antes, dudó. La miró con clemencia. Ella sintió un escalofrío, tragó saliva, fue consciente de que la respiración se le descompasaba y asintió de nuevo. El hombre incorporó ambos brazos y rodeó el cuello de la mujer con las manos. Primero lo acarició con los dedos y resonaron los lamentos de la ninfa adornada con el collar de falanges. Después aplicó presión y suspiraron los gemidos de la náyade de gargantilla ceñida. Seguido apretó la laringe con los dedos pulgares y la estancia se ahogó entre los agónicos espasmos de aquella Perséfone sin voz. Por último liberó las manos del cuello y el cuerpo desnudo descansó, inerte, a sus pies.

   El hombre, movido por el fervor de la cercanía del triunfo, abrió el cajón de la cómoda y extrajo de él herramientas que le permitieran trazar líneas sobre el tejido epitelial y practicar incisiones en el mismo. Tendió el cuerpo en la cama y comenzó su detenido estudio. Dibujó marcas en el vientre y, tras juzgarlas suficientes, practicó varias incisiones a través de las cuales se desvelaba la roja viscosidad de la existencia. Al cabo de unos minutos de laborioso esmero en la tarea, la parte frontal del cuerpo era poco más que una purulenta gruta inexplorada. El hombre cesó en su proceso de desfiguración del cuerpo e introdujo la cabeza en la apertura recién abierta, contuvo la respiración y salió de aquella profundidad purificado por la sangre que le libraba de toda culpa.

   El procedimiento estaba resultando exitoso, pero era necesario ir más allá si quería lograr aquello que se había propuesto: adentrarse en el cuerpo de la mujer. ¿Cuándo había sentido por vez primera el deseo que lo obligaba a la atrocidad? No era capaz de recordarlo. Quizá no quería hacerlo. ¿Qué entretenimiento encontraba en ello? ¿Qué propósito encerraba aquel macabro ritual? No lo sabía y no deseaba saberlo. Tan solo le recorría el pensamiento la necesidad de reducir el tamaño de su propio cuerpo. Debía librarlo de lo innecesario, y todo lo que no estuviese encaminado a permitirle entrar en aquella cavidad lo era. Lo eran tanto aquellas preguntas que habían dejado de hostigarlo hacía demasiado tiempo como las extremidades de las que se debía desprender. Los razonamientos de la mente asediada por aquella idea lo movieron a emplear una herramienta cortante para acometer su propósito. Con cada ir y venir de la mano que la asía, comprobó cómo el brazo que se proponía seccionar perdía la sujeción con el tronco. Al fin cayó al suelo y regó con su sangre los tejidos de la ropa tirada en el parqué.

   El frenesí con el que se entregaba a la tarea de liberación del cuerpo lo había convencido ya de que no le sería costoso hacer lo propio con el resto de extremidades. El sudor vertido en el esfuerzo y los alaridos desgarrados del empeño concentrado en conseguir la meta fueron el preámbulo de su éxito: se alejó del filo cortante de la puerta al que había tenido que recurrir para privar al torso de lo redundante, se arrastró por el suelo, balanceó el tronco para subir a la cama y se adentró, como un gusano que regresa a la madriguera de la cual nunca debió haber salido, en el cuerpo de la mujer. La sangre femenina confluía con la que emanaba de los cuatro surtidores que, perdido todo vínculo con la opresión del hueso y de la carne, ofrecían su incontenible caudal. El cuerpo sin vida parecía, en ciertas ocasiones en las que elevaba la cabeza, nutrirse de la existencia de aquel ser a quien acogía en su interior; pero no eran sino convulsiones involuntarias para las que la medicina ha de tener una explicación satisfactoria. La estancia se había convertido en una grotesca desmesura de alaridos y efluvios corporales.

   El espectáculo parecía próximo a su estremecedor apogeo cuando, de modo súbito, como la sinfonía que pone fin al allegro del primer movimiento, cesó. Se apagaron los sonidos y se agotaron las sacudidas de los arcos que frotan las cuerdas vocales hasta arrancarles el grave lamento. El caudal de las barreras privadas de carne y hueso puso fin a sus emanaciones y los sonidos abisales dieron paso a un silencio ininterrumpido. En aquella breve calma, el cuerpo desfigurado de la bestia que en otro tiempo fuera hombre cayó al suelo y descansó en el punto central de la agónica estancia. La bestia comenzó entonces a retorcerse al compás que regían los espasmos musculares. Las facciones del rostro estaban descontroladas y rendidas a los monstruosos movimientos que les imponían los órganos faciales. Los músculos cigomáticos se tensaban y destensaban y lo llevaban en un viaje que comenzaba en la tristeza y terminaba en el miedo. En esta última parada el impulso orbicular mostró el terror en sus ojos y, al fin, lloró. Era el suyo un gemido primitivo, un gemido pionero, un gemido descubridor de la novedad del mundo. La bestia lloraba y no había quien pudiera escuchar su lamento. Lloraba lágrimas de sangre. Lloraba lágrimas sin dueño. La bestia lloraba y no hubo nadie con quien compartir la cadencia descendente de su desconsuelo.

   Y al fin la criatura recobró el movimiento voluntario. Ayudado por las contracciones que era capaz de inducir en los bultos informes que habían servido de asidero para las extremidades, comenzó a reptar por la habitación al tiempo que profería alaridos que parecían lamentarse por las atrocidades de la humanidad. Con el esfuerzo por aferrarse a la vida de las primeras horas de la existencia, reptó por el dormitorio hasta llegar al pasillo y, una vez allí, lo atravesó y alcanzó la puerta de salida de la casa, donde cruzó la trampilla inferior para salir a la oscuridad del mundo. Recorrió las calles, alumbrado por farolas que se horrorizaban ante la visión de aquel ser, visitó las plazas sin alma de la noche, acompañado por roedores milenarios que sintieron la vida amenazada por su presencia, transitó las interminables avenidas, llorando la sangre vertida de los inocentes, deambuló junto al río por los dominios de las aves agoreras que maldijeron cada uno de sus pasos, vagó por las arterias del mundo dormido que despertó sobresaltado por la aberración de su existencia. Y en el rincón más remoto de la callejuela más apartada la encontró. Una mujer de aspecto compasivo, desnuda, con el vientre zurcido, se detuvo ante la bestia. La tomó en brazos y se dijo que cuidaría de ella durante el resto de sus días, como si hubiese nacido de sus entrañas.

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