Desde que alcanzo a conocer el significado de las cosas, mis brazos siempre han sido desiguales. Y no me refiero a distintos por ser simétricos, qué va. Mis brazos se parecen tan poco, que bien pudieran pertenecer a cuerpos diferentes. Ni siquiera nacieron el mismo día. Son dos extraños, que solo tienen en común el motor que los mueve. Uno grande y fuerte, el líder, el ejecutor de órdenes. El otro más pequeño, débil , sin fuerza, el superviviente de un holocausto nuclear.

De no ser porque no hay señales de cirugía que evidencien un trasplante, nadie podría creer que nacieron en un mismo seno materno y que abrazaron la vida bajo un solo latido, como miembros de un todo.

No alcanzo a pensar que alguna vez hayan podido ser de otra manera. El largo rastro de cicatrices que recorren mi cuello hasta la palma de la mano derecha me recuerda, aunque yo no lo haga, que al principio todo fue distinto.

Me cuesta imaginar que mi brazo derecho fue elegido por nacimiento para ser el miembro superior dominante. Qué terrible tuvo que ser lo ocurrido para que todo cambiara tanto.

No recuerdo el momento en el que sobrevino el cambio. El elegido para ser líder y ejecutar las órdenes que llegaran de arriba estaba en el inicio de su aprendizaje. Agarrar a mamá fuertemente, juguetear con los pies en la cuna, comer con la cuchara, sujetar el vaso para beber y pintar borratajos.

Mientras, el otro era su fiel escudero, el que estaba siempre en segundo plano, listo para evitar grandes catástrofes. Se llevaban bien, era el equipo perfecto, los hemisferios de su cerebro daban las instrucciones y ellos las ejecutaban cada vez con más seguridad y pericia.

Nunca pensaron que todo cambiaría tan rápidamente. De la noche a la mañana, como si hubieran dado al botón de apagado, mi brazo derecho se sumió en la oscuridad, en la devastación más absoluta.

Era mi segunda navidad. En las radios, se oían los repiqueteos de las bolas saliendo del bombo de las ilusiones. Ese día, mi bola salió premiada. Ese día, nació mi nuevo brazo.

—No tenías nada. Te pusieron la vacuna de la viruela y al día siguiente, al bañarte vi un pequeño bultito en tu cuello, del tamaño de un garbanzo. Los médicos se asustaron y empezaron a hacerte pruebas.

No era el tiempo de pedir explicaciones, tampoco supieron darlas, al menos algo que resultara convincente pues no era fácil de entender lo que pudo provocar aquella hecatombe.

Quién sabe si sucediera porque, en un laboratorio de anatomía patológica, alguien se dejara una ventana abierta y un brusco portazo desordenara el papeleo de la mesa de muestras y lo esparciera por el suelo. Que un despistado auxiliar los recompusiera apresuradamente para evitar la bronca del patólogo y que equivocara las etiquetas de aquellas biopsias.

O Fue tal vez la mano de un cirujano pasado de guardias, la que introdujera la muestra en el frasco equivocado, o su nervioso ayudante novato quizá.

Ese sí fue todo un sorteo, el que decide quién vive y quién muere. El agraciado con el inofensivo lipoma y el que se lleva el terrorífico linfoblastoma. Aunque en este caso murió el designado a vivir y al que le dieron tres meses de vida ha vivido ya más de seiscientos.

Imagino que fueron días de tensa espera. Mis padres siempre confiaron en los buenos resultados ya que mi aspecto saludable no denotaba signos de enfermedad.

Mi vida de aquellos dos primeros años, casi tres, me ha sido relatada una y otra vez por escenas o cuentos cortos. A la mayoría de los niños de esa edad les cuentan historias de dragones y princesas, a mí me contaban cuentos de hospital.

Visualizo a mis padres sentados en una sala de espera nerviosos al ver pasar al experimentado doctor con su viejo maletín de cuero y un abrigo cheviot de paño grueso.

Imagino el peso de los minutos de espera hasta pasar a su consulta, el titubeo de sus pies para elegir la silla en la que sentarse y el rostro de aquel hombre de mediana edad ensombrecido por tener que dar tan mala noticia.

—Cantabas mientras te ponían las sesiones radioterapia que no sirvieron para otra cosa que hacerlo crecer. Yo lloraba y tú cantabas.

Mis padres suplicaron que me operaran cuanto antes, pero los cirujanos descartaron la intervención, por considerarlo una batalla perdida. Al no resignarse, el siguiente paso tras la radio era tratarme con bomba de cobalto.

—Si fuera mi hija no lo haría —Les confesó la persona que debía darme aquellas sesiones.

—Llévensela a casa y cuando se agrave mucho su estado, si quieren la operamos.

Estoy convencida que por mucho que intente imaginar las escenas de mi vida relatada, no podré ponderar el sufrimiento de unos padres que esperan ver morir a un hijo.

Aquellos días, que se convirtieron en meses, esculpieron cada una de las arrugas y triste mirada que veo hoy en el rostro de mi madre. Por qué me la diste, si me la pensabas quitar tan pronto, era el reclamo de una madre ante una imagen a la que no rezaba, le pedía explicaciones y hacía ruegos desesperados. Déjala manca si quieres, pero no te la lleves. ¿Ironías del destino o deseo concedido?

Tampoco había que ser tan literal, digo yo. Pero bueno, nunca se lo he reprochado, no lo voy a hacer ahora.

La quemadura que las sesiones de radioterapia habían arrasado mi cuello, iba sanando y como no me moría, pensaron que esa pudiera ser la señal de la esperanza. Esto ya no es lo que pensábamos, fue la frase que les devolvió la vida.

El destino quiso que me alargaran la condena y aún hubo que esperar unos meses más que se convirtieron en un año por una serie de inoportunas enfermedades infantiles confabuladas en mi contra.

Las nuevas pruebas aclararon el error, pero aquel buen doctor arrepentido por no arriesgarse a intervenir tras el primer diagnóstico, aun temía un fatal desenlace al desconocer la ruta que habían tomado las raíces de aquella masa alojada en mi cuello, que ya tenía el tamaño de una naranja.

Hasta que llegó el día de la operación, entre prueba y prueba, me convertí en el juguete del hospital. En aquella época, los centros sanitarios tenían ascensoristas uniformados con largas guerreras grises cuajadas de botones dorados. El señor Fermín, me sentaba en un pequeño banco de madera y me ponía su gorra de plato. Juntos recorríamos todas las plantas de aquel edificio. Mi madre tenía que preguntar por mí porque no paraba quieta. Si no iba en el ascensor, me estaban paseando por la planta en el carro de la comida.

Bajo la sábana que me cubría en la camilla al traerme del quirófano, mi brazo derecho se había esfumado. Mi madre gritó al notar su ausencia. Pero mi brazo estaba allí, agonizante.

La única explicación que les dieron es que habían tenido que hacer una limpieza exhaustiva y cortar tendones sin remedio.

                                                                                        

Por culpa de mi nuevo brazo, mi madre y yo nos tuvimos que ir de casa durante doce años. Había que intentar revivirlo y eso debía ser lejos.

Aquella mujer de metro y medio, que apenas había salido de su entorno, me llevó en brazos por los andenes arrastrando su pena y una gran maleta marrón preparada para largas temporadas.

—Como no podía con la maleta y contigo a la vez, te llevaba en brazos unos metros hasta un banco. Luego iba a por la maleta, así hasta que llegábamos a la parada de taxi.

Mi brazo fue el responsable de que mi familia se desmembrara y todos tomamos rumbos distintos. Los tratamientos eran caros y mi padre se fue a Alemania. A mi hermano lo internaron en un seminario donde pasó frío y hambre. 

La familia es lo único que no se escoge y he de decir que en ese sorteo si que gané. Siento enormemente haber sido la responsable de que mi hermano haya crecido sin madre o que mis padres no se pudieran apoyar el uno en el otro, pero ellos se han encargado de hacerme sentir en todo momento que yo no fui la culpable de nada. Hicieron lo que hicieron sin dudarlo un segundo y jamás he oído un solo reproche por boca de mi hermano.

Con tres años comenzó el proceso de transformación y cambio de roles de mis brazos, aunque mi madre no se resignaba y pretendía que yo utilizara aquel brazo dormido.

Un doctor fue el que le dijo que se olvidara de tal misión­, a partir de ahora, su brazo derecho será el izquierdo. Y llegó el relevo, el nombramiento oficial.

Al cesar en sus funciones el brazo dominante, mi brazo izquierdo fue ascendido en el cargo, pero recibía órdenes confusas de su hemisferio, así que todo era un desastre. A penas conseguía llevar alimento a mi boca. Purés y papillas se apeaban en marcha de la cuchara aterrizando en los lugares más insospechados.

Lo peor fue aprender a escribir. Mi inexperta mano iba de derecha a izquierda y comenzaba las letras por su final.

En la capital, nos hospedábamos en pensiones de un barrio cercano al hospital. Pisos viejos y descuidados donde madres con niños se alojaban temporadas mientras mejoraban sus problemas de salud. Habitaciones con derecho a cocina donde pasaban el tiempo lejos de casa.

Recorrimos un sinfín de habitaciones oscuras y pequeñas con una sola cama de somier chirriante, donde nos sentábamos a escuchar los seriales radiofónicos mientras mi madre hacía labores de ganchillo.

Con el tiempo, nos hicimos veteranas y nos quedábamos en la pensión del señor Martín que nos guardaba la habitación del balcón, un lujo. Dos camas, una mesa camilla con dos sillas y otra auxiliar para poner una tele que mi madre alquilaba por meses. Pero lo mejor era el balcón, donde yo salía a jugar con mis recortables. Deslizaba la persiana enrollable por la barandilla a modo de toldo y bajo su sombra creaba mi universo.

Pasábamos las mañanas en el hospital. Hasta que construyeron la pasarela, mi madre saltaba los quitamiedos de la autovía conmigo en brazos y aquel horrible aparato ortopédico que tenía que llevar día y noche. Un conjunto de chapas y cinchas rodeaban mi cuerpo que sostenía el brazo en alto y el codo flexionado para terminar en una férula rígida que mantenía mi mano abierta. Uno a uno, los cruzábamos todos mientras repasábamos la tabla de multiplicar.

Al igual que los de Christy Brown, los nervios de mi brazo estaban tan retorcidos que lo habían vuelto del revés y cerrado la mano en forma de garra. Había prisa para que todo aquel amasijo no se atrofiara y le dieron mucha, mucha caña. Se puede decir que recibí todas las terapias rehabilitadoras posibles de aquel hospital, intercalados con alguna que otra intervención quirúrgica.

De aquellas maratonianas sesiones, mi brazo salía tan dolorido, que no dejaba que nadie se me acercara por ese lado. Incluso el roce de la ropa y el agua del baño me molestaban.

Recuerdo a la señorita Maricarmen, mi primera terapeuta ocupacional, que ponía un lazo en mi pelo cada vez que conseguía hacer una lazada.

Fisioterapeutas tuve un montón durante todo aquel tiempo. Mi madre me acompañaba hasta la puerta del gimnasio. A todos le hacía gracia verme entrar con las mudas de perlé y calcetines con borlas que llevaba, arropada con un pico de ganchillo con aplicaciones de colores rematado en blanco y flecos hecho por ella.

Fueron muchas horas de sala de espera con otras madres que también esperaban y compartían muestras de labores. Allí aprendió a hacer punto y ganchillo, de ahí mis modelitos. Lo malo que aquello duró bastante y pasado un tiempo no me hacía gracia entrar al gimnasio en bragas.

Mucho tiempo y muchas manos pasaron por mi brazo. Manos cariñosas, manos de invidente que no se percataba de mi cara afligida por el dolor y hasta las manos de un borrachín un poco sobón. Pero las que más importancia tuvieron en mi proceso fueron las manos de la señorita Bibiana. De las más veteranas y experimentadas a la que encomendaron mi mano cerrada. Yo la temía porque era muy severa y me llevé algún que otro cachete por vaguear, pero consiguió abrir dos dedos de mi mano en un mes. Los rehabilitadores vieron potencial y me hicieron una cirugía que abrió el resto de la mano y dio esperanzas a mis padres.

Era necesario que no olvidara ser niña y mi madre me dejaba bajar un rato por las tardes a una plazoleta que había detrás de nuestro edificio a jugar con los niños del barrio, aunque costó mucho que nos aceptaran. Éramos los niños del hospital. Nos veían como usurpadores invadiendo sus columpios y plazas donde jugar a la pelota.

Ahora entiendo que nos miraran como a extraterrestres que habían aterrizado en aquella plazoleta. Llegamos con nuestros brazos de plástico, pinzas retráctiles, cabezas grandes y lenguajes extraños. Vaya equipo el nuestro, la liga de los seres extraordinarios.

Que hicieran equipo para jugar al fútbol, balón prisionero o la vaca plantada con semejantes candidatos era toda una osadía, pero poco a poco empezamos a tener aliados.

Se corrió la voz de que mi madre había sido peluquera y no tardó alguna vecina en entablar amistad para que le pusiera los rulos. A cambio, la vecina del segundo animó a sus hijos a que se acercaran a mí.

Supongo que no les haría gracia el encargo, sobre todo por la reacción del resto, pero con el paso del tiempo se convirtieron en mis amigos. 

Bajar a jugar con el aparato me resultaba insoportable. Cuántas llantinas tuvo que aguantar mi madre que no accedía a quitármelo.

Al año de llevarlo, podía estar libre de él unas horas, justo el tiempo de bajar a jugar, aunque la férula se mantenía. Me venía bien, pues si era necesario podía utilizarla como defensa. Nadie se atrevería con la niña Puño de hierro. El primero en probarlo fue el hijo del panadero por llamarme manirrota. La costumbre se le pasó pronto.

Durante aquellos años, estuve alejada de todo lo que hace un niño a mi edad. Colegios, familia, comunión, Navidad. Mi madre fue mi maestra, catequista e instructora de la vida.

Aprendí a leer en la calle. Tenía mucha prisa por saber lo que decían los personajes de los tebeos que me fascinaban. Hacía repetirle a mi madre una y otra vez lo que ponía en los letreros de los comercios para buscar otro donde pusiera lo mismo. Aquella actividad la convertimos en un juego.

Me enseñó también a hacer cuentas y el catecismo. Sin resignarse a que hiciera cosas con la mano mala. Con mucho esfuerzo y tiempo, consiguió que escribiera con ambas manos. 

Me dejaban descansar en verano y tenía que ir a clases particulares para no perder los cursos, aunque la primaria me la dieron de paso por compasión.

Tras la operación, estuve dos años sin crecer. Transcurrido ese tiempo y de forma súbita, los centímetros se agolpaban en mi cuerpo de forma alocada y sin control.

Los dos lados de mi cuerpo crecían descompasados y como en el juego del sogatira, libraron una batalla de fuerza, que convirtió mi recta columna en un escuadrón de vértebras borrachas en forma de ese.

El hombro comenzó a luxar y la escápula se desencajó. Esperaron lo que pudieron para que terminara el crecimiento, pero mi cuerpo se desmangaba. Entonces vino la tercera intervención y once meses de ininterrumpido tratamiento rehabilitador para recolocar todo el desbarajuste, que dio al traste con séptimo de E.G.B.

Me fijaron el hombro y tuve que renunciar a bailar jotas y hacerme moños; a deslizar mis brazos alrededor del cuello de algún chico o agarrarme a la barra superior del autobús. Mi brazo bajó de un vuelo que no volvió a que remontar.

A veces pienso, cada vez menos, la verdad, en cómo hubiese sido mi vida si mi brazo derecho no hubiera caído en tanta desgracia. Una chica normal haciendo cosas normales. El caso es que yo siempre me he considerado normal, aunque haya habido alguna que otra piedra en mi zapato.

Porque entre, trae que lo hago yo y  tú puedes, erradica la diferencia que hará que tu destino sea uno u otro.

Lo que tengo claro, clarísimo, es que mi yo interior, el de las vivencias, el que marca el carácter, hubiera sido muy diferente. No sé cómo, nunca lo sabremos, pero que hubiera sido otra persona haciendo otras cosas, es seguro.

Como suelo decir algunas veces, demasiado bien he salido

Me hicieron algún retoque más seguido de la consiguiente rehabilitación, pero pasaban los años y lo único que deseaba era poder hacer un curso completo e ir a la piscina con mis amigas en verano. Que estaba hasta las narices vaya.

A partir de octavo, me derivaron a los servicios de rehabilitación de mi provincia. Podía ir al colegio en mi pueblo y coger un tren a diario para ir al gimnasio.

Llegó el instituto, esa era otra liga. No estaba acostumbrada a tal nivel de exigencia y menos alternarlo con operaciones y tratamientos. Aún hubo una intervención más en la mano que llevó todo el curso rehabilitar. No me daba tiempo a coger el transporte escolar, así que me quedaba en casa de un familiar.

Ahí me planté. Quería estudiar, quería bailar, quería enamorarme y desenamorarme también, todo el paquete completo.

Mi brazo había llegado a su meta, me proponían arreglos más estéticos que prácticos y no estaba dispuesta a perder más tiempo. El mundo me esperaba. Así cerramos ese capítulo y mi maltrecho brazo pudo descansar.

Y llegó el momento de formalizar el asunto y ponerle nombre oficial a mi brazo.

Además del D.N.I.  me dieron un documento para identificar mi brazo. Este papel lo debes llevar siempre, te puede facilitar las cosas y evitar que tengas problemas. MINUSVALÍA era la nueva palabra. 

No entendí bien qué problemas podía tener yo distintos a los de los demás, pero no tardó la sociedad en hacerme ver a qué se refería.

Desde muy pequeña quise ser maestra, me gustaba mucho jugar a las maestras con las muñecas. Fueron los mismos  que me dieron el papel con el nuevo nombre de mi brazo, los que me advirtieron que hacer magisterio podría darme problemas para ejercer pues debía pasar un tribunal que decidía si era apta o no para hacerlo.

Recuerdo aquel momento, como uno de los más duros, al menos de aquella primera etapa de mi vida. Derramé muchas lágrimas, muchísimas, que me sirvieron para reafirmarme y cambiar el rumbo.

Sabía que nunca sería azafata de vuelo, malabarista o cirujana. A esa lista añadí una nueva profesión, la de maestra y nunca más volví a pensar en ello.

Las mismas personas que me valoraron el brazo, me orientaron hacia una nueva profesión. Una profesión que sí podía ejercer. Fue lo que estudié y a lo que me dedico desde hace treinta y tres años. Adoro mi profesión.

Desde que terminó el proceso rehabilitador mi brazo derecho ha vivido en la reserva, como una turista viendo pasar la vida sin dar un palo al agua. Ha sido el brazo izquierdo quien se ha encargado de todo, todo,todo y todo, y el que se ha llevado las tendinitis y sobrecargas musculares.

Mi brazo izquierdo comienza a dar muestras de enfermedad. Las falanges de mis dedos están mutando a causa de una artritis dolorosa e inoportuna. Noto que me falta fuerza en la mano cuando tengo tanto dolor y la mano derecha aunque quiera la pobre, a penas puede ayudarme.

Pero aquí estamos las dos, unidas en la lucha, hasta que el cuerpo aguante.

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