La cortina de macarrones de plástico se abre con ruido de cañas rotas y deja entrar una lengua de luz caliente a la tibia penumbra del bar.

—A las buenas, don Francisco —dice el camarero, dejando el cigarro a medio fumar en el borde del fregadero—. Vaya fuego que entra de la calle, ¿qué le pongo?

—Pon un café bombón.

—¿Se lo llevo a una mesa?

—Sí, llévalo donde está Antonio que tengo que hablar con él.

Don Francisco, vestido con su sariana blanca, se dirige hacia la mesa. Tendrá unos cincuenta años, buen color, pelo abundante y una mirada viva que le anima la cara.

El ventilador del techo gira despacio amasando el aire caliente de la taberna con el humo del tabaco; las moscas vuelan lentas y algunas se dejan tentar por la luz azul del aparato desde el que caen al suelo con un chispazo.

Mientras saca un Ducados del paquete arrugado, Antonio mira distraído a la televisión donde un joven Felipe González despacha por primera vez con el rey en Marivent. Su blusón de huertano tiene el color pardo que dan muchas jornadas en el campo. No llegará a los treinta, aunque ya hay arrugas alrededor de sus ojos. Sus manos recias parecen echar de menos el mango de una azada.

—Hola, Antonio, ¿de recogida?

—Ya es hora, don Francisco, que llevo en pie desde las seis y con este bochorno…

—¿Me puedo sentar?

—Pues claro. No hace falta que me pida usted permiso. ¿Un cigarro?

—No gracias, que acaba de caer un Montecristo. ¿Y tu padre? —pregunta el hombre arrastrando una silla.

—Sigue en la huerta. No encuentra el momento de dejar la faena. Cuando no son los tomates son las lechugas y si no a cavar el bancal de naranjas.

—Pues ya va teniendo edad de descansar más y trabajar menos, ¿no te parece?

—Me tiene harto. Quiere que yo haga lo mismo, no lo aguanto. Solo es feliz en la huerta.

—De eso quería hablarte. Sabes que sois los últimos, ¿verdad?

—Sí. Ya no queda nadie. No hago más que decírselo.

Don Francisco mira alrededor y baja la voz.

—Aquí no es sitio. Vente a comer a Casa Jorge el miércoles y hablamos tranquilos. Yo invito.

—¿A Casa Jorge? No sé si yo… Es mucho sitio para mí.

—Antonio no discutas. Está hecho. Vente y verás lo que es bueno. Y, casi mejor, no le digas nada a tu padre. Lo mismo se molesta.

—Descuide, lo tenía claro.

—¿A las dos?

—Allí estaré.

   

Vestido con la camisa blanca de los domingos y los pantalones negros recién planchados, Antonio se acerca cohibido a la entrada del restaurante. Es el mejor del pueblo y se dice que, además de a comer, la gente de dinero va allí a más cosas. Antes de subir las escaleras de mármol blanco flanqueadas por estatuas, no puede evitar pararse delante del Mercedes 500 descapotable, aparcado a la sombra. Es blanco y con la tapicería roja. Acaricia el tirador de la puerta y mira la velocidad máxima que marca el cuentakilómetros. Doscientos ochenta. Su 4L solo llega a ciento veinte. Ha visto a don Francisco conducirlo por el pueblo y se ha dado cuenta de las miradas de respeto y envidia de los vecinos al verlo pasar.

Al empujar la puerta, entra en un salón con moqueta oscura, iluminado con una luz suave. Un par de enormes jarrones chinos, colocados encima de unas peanas lacadas en rojo, enmarcan una pared repleta de trofeos de caza. Cuernas de ciervos, rebecos y cabras rodean la cabeza disecada de un jabalí que preside el conjunto.

Un escalofrío recorre su espalda. El ambiente cálido y húmedo de la calle contrasta con el frescor del aire acondicionado de dentro, es como si hubiese entrado en otro mundo.

El metre se le acerca mirándole de arriba abajo sin perder su sonrisa artificial.

—Buenas tardes. ¿Busca la mesa de don Francisco? Es usted Antonio, ¿verdad?

—Sí.

—Sígame, por favor.

El metre abandona la sala principal y enfila por un discreto pasillo que sale de uno de los laterales.

Al llegar a la puerta de un reservado se detiene, llama muy suave con los nudillos y espera unos segundos antes de abrir y cederle, ceremoniosamente, el paso.

Don Francisco se levanta y se acerca a saludarle muy efusivo.

—Antonio, me alegra que hayas venido. No las tenía todas conmigo —le dice estrechándole la mano con mucho aspaviento—. Deja que te presente.

Llevándole del hombro, se acerca a la mesa donde otros dos hombres, vestidos con traje y corbata, se han levantado.

—Fernando, el arquitecto municipal y Arturo, mi administrador.

—Encantado.

La manaza trabajada de Antonio contrasta con las manos finas y cuidadas de los otros dos.

—Siéntate y toma algo —sigue don Francisco—. ¿Cerveza, vino, vermut? Prueba esta mojama, está buenísima.

El camarero sirve las bebidas y se ofrecen tabaco. Comentan el tremendo bochorno de la noche anterior y lo difícil que ha sido dormir.

Él casi no habla. Ha dormido bien, su habitación da al patio, aunque es un horno. «Cuando has pasado todo el día trabajando en la huerta, solo sientes el cansancio», piensa, aunque no lo dice por no quedar como un paleto.

Al poco, otro camarero entra empujando un carrito. Una enorme langosta sobresale de la bandeja. Un ayudante va extendiendo sobre la mesa platos de gamba roja a la plancha y jamón.

—¿Qué, te gusta la langosta? —pregunta don Francisco.

—No lo sé. Nunca la he comido.

—Pruébala, verás lo rica que está.

—Paco, ¿le contamos a Antonio nuestro proyecto? —pregunta el arquitecto.

—¿Tienes prisa? No seas impaciente, Fernando. Deja que el muchacho disfrute de la comida —responde cortante don Francisco.

Al cabo de un rato, llega una gran lubina al horno. Los camareros se retiran en cuanto la han servido. Ahora es Arturo el que saca el tema, después de cruzar un par de miradas con su jefe.

—Ya habrás oído que vamos a construir tres bloques al lado de la desembocadura…

—Y el puerto deportivo —interrumpe Fernando.

—Y el puerto —concede Arturo—. Total, más de doscientas viviendas entre pisos y apartamentos.

—No se habla de otra cosa. ¿Para qué tanto piso si en el pueblo sobran casas?

—Hay que ver estos huertanos… No veis más que cebollas y pimientos. Los bloques son para los madrileños —dice don Francisco palmeando la mesa—. Vamos a dejar chicos a Santa Pola y Torrevieja. Espera a que empiecen a llegar. En tres años a este pueblo no lo va a conocer ni su madre.

—¿Y el agua? —pregunta Antonio—. Aquí no hay turismo porque no tenemos agua ni para regar las cuatro huertas que quedan.

—Eso déjalo de nuestra mano —dice Fernando—. La traída está muy avanzada…

—Vosotros sois los únicos que no habéis vendido la tierra —interrumpe don Francisco—. Mira que nos conocemos de siempre, pero tu padre no quiere ni hablar conmigo. Tienes que convencerlo. Estáis dejando pasar la oportunidad para salir de pobres. Delante de estos dos, me comprometo a cambiaros la huerta por tres pisos de la urbanización nueva y, además, pongo un millón de mi bolsillo para que no haya discusión. Con eso que compre tu padre otra tierra por Rojales y que siga dejándose los riñones con la azada, si es lo que quiere. O tú un Mercedes, que me han dicho que te gustan los buenos coches. Eso es cosa vuestra.

Antonio no sabe qué decir. Le están ofreciendo mucho más de lo que ha imaginado nunca. Necesita tiempo para convencer a su padre.

—A mí me parece bien. Deme unos días y venderemos.

—Corre prisa. Tienes hasta San Jaime, no puedo esperar un día más. Si no, tendré que buscar otra solución.

—De acuerdo. Hablaré con él y lo convenceré.

—Muy bien. Todo resuelto —dice don Francisco estrechándole la mano—. Que nos traigan el postre.

—Gracias. Yo no quiero postre. Estoy hasta arriba.

—Verás como de esto sí quieres.

—Avísalas —dice don Francisco dirigiéndose al camarero.

A los pocos minutos cuatro chicas muy jóvenes entran en el reservado entre risas y empujones.

Antonio no puede dejar de mirar sus cuerpos que casi no tapan los cortos vestidos.

—Vamos, elige tú, que para eso eres el invitado. No me lo vas a despreciar, ¿verdad?

Se levanta decidido y se acerca al grupito que le mira entre risas y codazos. Los otros tres se hacen señas divertidos, viendo cómo actúa Antonio.

Coge de la mano a una rubia con los ojos muy claros. Antes de que se dé cuenta, la tiene sentada sobre su regazo y abrazada a su cuello.

Las demás muchachas se acercan contoneándose a los hombres que siguen sentados.

Ante la cercanía de la chica, Antonio no puede evitar excitarse. Ella lo nota y con una sonrisa traviesa le acaricia por encima del pantalón.

—Pareces sueca. ¿De dónde eres? —dice con la voz ronca, intentando aparentar tranquilidad.

—Soy de Jaén, pero si tú quieres te hablo con acento sueco—ríe la chica muy cerca de su oído—. Vente conmigo.

Antonio se levanta y se deja llevar.

 

En julio las noches son cortas y el ambiente casi no se refresca. Es temprano, sigue la calima y no se para de sudar.

Cuando conduce la vieja 4L por el polvoriento camino de tierra, no se le va de la cabeza la piel suave de la chica con la que estuvo en el restaurante. Sus piernas largas, sus pechos, su voz pidiéndole más… Se acuerda de los mecheros de oro y el tabaco rubio y de lo buena que estaba la langosta. Se imagina conduciendo un coche como el de don Francisco por la carretera de la playa, con la muchacha recostada en su hombro.

«Eso es vivir, y no deslomarse en la huerta. No puedo dejar que este viejo idiota me amargue la vida. Él ya ha elegido la suya, que siga madrugando para ir a dejarse la espalda. Yo no quiero esto. Quiero pasta. Es mi oportunidad y voy a aprovecharla», piensa entre traqueteos.

—Te digo que no. Ni una palabra más de eso.

—Hay que aprovechar el momento. Todos han vendido. El pueblo entero se va a reír de nosotros.

El viejo deja la faena y agarra a Antonio por el brazo. Acerca su cara roja a la de su hijo.

—Eso que te ha contao el Paco, que ahora mucho don Francisco, pero esos han pasao mucha hambre, es todo mentira. Mira ese pozo. Si no hubiese sido por el pozo… Aquí no hay más agua que la que hay. No va a venir nadie, ni va a haber pisos, ni madrileños, ni na de na.

—¡No te enteras! Te crees que sabes mucho, pero no te enteras. Te estoy diciendo que van a traer el agua ya. Que se le escapó al del Ayuntamiento. En cuanto terminen la traída, esto cambia radical. La huerta está en medio del terreno que quieren.

—Pues si hay más agua, más naranjas recogeremos. De esta tierra comió mi abuelo, mi padre y nosotros. Nunca nos ha faltao. Te digo que no la vendo y no la vendo. Y ándate con ojo con ese tío. Muchas risitas, muchos abrazos, pero ten cuidao. Ya he oído que os vieron salir juntos de Casa Jorge. Ni es tu sitio, ni son tu gente. Por muy hombre que te creas, no eres más que un niñato.

Antonio da un tirón y se suelta de su padre.

—Déjame en paz. Se te están secando los sesos de tanto sol en la cabeza. ¡No soy ningún niñato! Esto va a acabar mal, padre. Te lo aviso.

Tira lejos el azadón y se marcha sin volverse.

 

El día del patrón el tiempo no da respiro. Bochorno húmedo bajo el cielo plomizo. A las once no se puede dar un paso en la plaza Mayor. Todos se han puesto sus mejores galas para asistir a la misa. Las mujeres, con tacones altos, tropiezan en los adoquines de la plaza al ir tras los niños, que se persiguen nerviosos entre brillos de charol y enaguas blancas. Los hombres forman corrillos y fuman ajenos al ajetreo de sus mujeres. Echan miradas disimuladas a las faldas cortas de las jóvenes, que no hacen más que darse tirones en un falso intento de estirarlas.

Los adornos dorados en los trajes de las tropas moras relucen recién bruñidos. Enfrente, los cristianos agitan sus capas blancas y dejan ver sus cotas de malla y la empuñadura de sus espadas.

El obispo de Orihuela habla con el alcalde y don Francisco. Como capitanes de las fuerzas moras y cristianas, seguirán la misa desde el estrado, en los asientos laterales de preferencia.

—Entonces, Paco, ¿cuándo me llamas para poner la primera piedra?

—Está a punto, Ilustrísima, falta rematar un par de flecos y lanzamos el proyecto —dice don Francisco, dando vueltas al sello de oro que lleva en la mano izquierda.

—Ya sabes que por nuestra parte, tienes todo el apoyo —tercia el alcalde.

—Mi dinero me cuesta —contesta don Francisco con una sonrisa cínica.

—Bueno, bueno. Yo no he oído nada. Empecemos la misa que se nos van a impacientar los fieles —media el obispo.

En la explanada de la plaza, las tropas moras y cristianas están formadas a los lados. Entre los dos bandos, el resto del pueblo se empuja para coger el mejor sitio. Las mujeres ocupan las primeras filas con los niños de la mano. Los hombres quedan atrás, por si toca escaparse cuando se alargue el sermón.

Desde arriba, don Francisco piensa en cuántos de estos serán capaces de comprarle un piso en la urbanización. Sabe que casi ninguno. Esas casas no son para esta gente.

Busca a Antonio entre las filas moras. Aún no tiene noticias suyas. No le gusta.

Acabada la misa, los capitanes bajan a ponerse al frente de sus ejércitos. Las cornetas de las bandas arrancan a tocar una marcha militar y empieza el desfile.

Las salvas de los trabucos llenan la calle de ruido y humo; por encima, la música se hace oír para marcar el paso.

Al levantar la mano, saludando a derecha e izquierda, don Francisco se siente orgulloso. Su padre era un muerto de hambre y él es el capitán cristiano. El puesto que más cuesta. Por el que muy pocos pueden pujar.

 

La noche huele a pólvora y fritanga. Los disparos de los arcabuces atruenan las calles y, en los cuartelillos cristianos y las kábilas moras, la gente bebe y baila.

Antonio vuelve a casa temprano. No tiene ganas de fiesta. Ayer fue el día del santo y no ha conseguido que su padre se mueva ni un palmo de su decisión sobre la huerta. Ya ha cumplido el plazo que le dio don Francisco y cada día ve más difícil salir del aprieto.

Al lado del cuartelillo de San Andrés, le cierran el paso dos cristianos que, entre risas, echan mano a sus espadas.

—Alto ahí, en nombre de San Jaime.

—Dejadme pasar que no está la noche para bromas. Tengo prisa. Id a beber otro cubata.

—Párate, moro, si no quieres probar nuestro acero.

Nota un empujón brutal. No se ha dado cuenta de que ha aparecido un tercer hombre que se ha colocado a su espalda. Cae al suelo gritando para que le dejen en paz y acaben la broma. No puede ver al que le ha derribado. Le sujeta los brazos por detrás. Los otros dos se acercan.

—Vaya, vaya, Antoñito, ¿sabes qué día fue ayer? Veinticinco de julio. ¿No tenías que haber hecho algo? Habías dado tu palabra a alguien, ¿no?

—Lo he intentado —jadea Antonio desde el suelo—. Decid a don Francisco que hago todo lo que puedo, pero necesito un poco más de tiempo.

—Los tratos son los tratos. Hay que pensarlos antes de aceptar.

—Solo un par de días más. Un par de días.

Nota cerca de su cara el aliento caliente del hombre que lo sujeta. Un dolor insoportable le hace gritar. El bestia que tiene encima le ha mordido la oreja. Un reguero de sangre le resbala por la cara. Casi se desmaya cuando el otro escupe el trozo arrancado cerca de su cabeza.

—Esos dos días te han costado un cacho de oreja. No te retrases más. Imagina qué puede ocurrir la próxima vez. Vámonos —ordena el único de los tres que ha hablado.

Queda tendido en la calle apretándose la oreja herida con la mano. Pasa un buen rato hasta que es capaz de levantarse. Dando tumbos, camina hasta su casa.

 

Llega tarde a la faena. El sol está alto y su padre lo mira con mala cara.

No ha dormido en toda la noche. Viene decidido a todo.

—¿Qué te ha pasao en la cabeza?

—Poca cosa. Ayer me caí cuando volvía a casa.

—Claro, irías borracho. No piensas más que en la fiesta.

—No, no iba borracho, pero da igual. Tenemos que hablar, padre.

—¿Cómo va a dar igual? Si vas borracho, te caes. ¿De qué? ¿De qué quieres que hablemos? ¿Otra vez de la huerta? Me tienes harto.

Escupe y se da la vuelta. Agarra una soga y se acerca al pozo, soltando maldiciones.

Antonio no aguanta más. La cabeza le revienta de dolor. Se le nubla la vista y las cosas se vuelven rojas. Por un instante, le viene el olor a cuero de tapicería y a tabaco rubio, al cuerpo de la mujer, todo lo que se le escapa. Empuja a su padre con todas sus fuerzas. El viejo cae en el agujero.

—No soy ningún niñato. ¿Te has enterado? No soy ningún niñato —grita.

Pisotea los calabacines y destroza como un loco las tomateras de la huerta. 

  

A la puerta de la cafetería, subido a la acera, hay un Mercedes descapotable sucio y lleno de arañazos. En la televisión Aznar habla con acento tejano de armas de destrucción masiva.

«No hacía tanto calor desde que vendí la huerta», piensa Antonio. Con el pelo hacia atrás, engominado y ensortijado por el cuello, vestido con un polo y pantalones cortos, juega dando vueltas a un mechero de oro.

Se fija en el camarero. El muchacho, agobiado, trata de atender a dos grupos de veraneantes que le reclaman cañas, cafés, coca colas y quieren pagar en cuanto les sirve.

Se vuelve hacia el hombre mayor, vestido con sariana, que está sentado a su lado, junto al ventanal.

Don Francisco mira a través de los cristales.

—Hay que ver, Antonio, llevas el coche hecho una mierda. Con lo que te gustaba presumir delante de las chicas. No dejabas de pasearlas y de pasarlo bien con ellas.

—¿Sabes, Paco? Ya no me interesan los coches. Cualquier día lo vendo y me compro una motillo. Y las chicas… Antes no podía pasar la noche solo. Salía de fiesta y siempre dormía acompañado. Ahora me aburro. En cuanto terminamos, me estorban. Y eso, los pocos días que me apetece jarana.

Antonio saca un cigarrillo del paquete de Winston y lo enciende, aburrido, volviéndose hacia el camarero.

—Llevo un rato mirando a ese pobre chico. Yo a su edad no tenía ni para tabaco y lo único que hacía era entrecavar la huerta y recoger lo que me decía mi padre Y eso que…

—¿Qué me vas a contar? Tu padre era un huertano auténtico. De esos que se pasaron toda la vida de culo al mar, trabajando de sol a sol sin ver el negocio que tenían delante de las narices. Y, si no hubiese sido por su accidente, tú hubieses seguido su mismo camino.

—Tienes razón, Paco. Cuantas veces me acuerdo de cuando me dijiste que a este pueblo no lo iba a conocer ni su madre. Lo que han cambiado las cosas en veinte años. Ahora todo son bares, inmobiliarias y tiendas de chorradas para la playa. Ni una huerta ha quedado. ¿Qué hemos hecho, Paco?

—Nos hemos forrado. ¿Te parece poco?

—No sé. Al principio disfrutaba, comprando y vendiendo. Engañando a viejos que me recordaban al imbécil de mi padre y a madrileños que solo querían ver el mar desde la terraza, pero ahora… ¿Tú sigues divirtiéndote, Paco?

—Como el primer día. Cada peseta, bueno, cada euro que gano, me alegra como lo primero que cobré. Tú no sabes lo que es pasar hambre de crío. Estar hambriento de verdad y no tener qué comer. A mí nunca me parece suficiente.

—A mí me está sobrando, Paco. Más de una noche me bajo a dormir donde mis viejos. Me acuesto en mi antigua cama, en la habitación que da al patio. Aunque hace un calor de la leche, es donde mejor duermo.

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