Prostitutas

Tenía sólo veinticinco años y le parecía que hacía un siglo que había llegado a España.

En un pequeño pueblo de Sudamérica de no más de una veintena de casas y con menos de cien habitantes había dejado: una hija con tres años y que ahora tendría seis, a un hermano de veinticinco, que no era normal –le faltaba una “mareílla”- decía ella, una madre de sesenta y siete, a un padre que nunca conoció y a un amor que se marchó en cuanto supo que estaba embarazada.

Los primeros cinco meses de su estancia en España los pasó en una empresa dedicada a la pastelería, trabajaba muchas horas y cobraba poco, pero, aun así, podía mandarle dinero a su madre. La empresa cerró, alguien se había llevado el capital y la producción de dulces, según le contaron. No pudo apuntarse al paro por falta de cotizaciones y buscó empleo durante bastantes días. Encontró uno, por horas, en un bar de copas. Nunca había trabajado de camarera pero su buen físico y su inquebrantable sonrisa le sirvió para que la contrataran, es más, en un par de meses le llegó una propuesta de un cliente para trabajar en otro establecimiento, con mejor sueldo y dedicación plena. Era un establecimiento de bastante buena prestancia y anexo a un hotel de cinco estrellas. La fortuna parecía sonreírle, pero se equivocaba y no tardó en descubrirlo.

Hacía más de tres meses que no enviaba dinero a su casa y estaba preocupada. El nuevo empleo le devolvió la esperanza, ya que a parte del sueldo fijo, le habían prometido buenas propinas y alojamiento. El alojamiento consistía en un mínimo apartamento dentro del hotel anexo. El primer día de trabajo le abrió los ojos aunque nadie le dijera nada. Comprobó cómo compañeras suyas alternaban con la clientela, clientela que era mayoritaria de hombres. Pasó la prueba procurando comportarse lo más diligente y agradable posible, pero rehusando las copas y las consumiciones a las que, alguno de los clientes, pretendían invitarla. El segundo día continuó con la misma tónica, aunque pudo observar como algunas de sus compañeras desaparecían del local por la portezuela que comunicaba con el hotel en compañía de conocidos o de clientes.

Al llegar el día de cobro, les pagaban por semana, comprendió lo comprometido de su situación. No sólo no le pagaron el sueldo sino que salía con una deuda en su contra de bastante dinero: alojamiento en apartahotel de cinco estrellas de una semana con pensión completa, casi el quíntuple del sueldo acordado. Se desesperó. Fue al cuartelillo de la Guardia Civil donde la atendieron pero había un problema en sus papeles de inmigración, ya que superaba la estancia de los seis meses y no disponía de contrato laboral en vigor. Volvió al hotel y pidió una entrevista con la dirección. La atendió una señora mayor, de rostro agresivo y pronunciación afrancesada que le aclaró su contrato: Estaba tres meses de prueba y las propinas a las que se hacía referencia era por lograr las invitaciones de los clientes, invitaciones que podían llegar al punto de recibirlos en su propia habitación, en donde se le cobraría por una botella de champagne francés o por consumiciones especiales. –Vamos, ¡que estoy de puta! – Dijo saliendo dando un portazo.

Desde aquella entrevista comenzó a aceptar alguna de las consumiciones de la clientela y a mostrarse más habladora con los clientes que, en su mayoría y enseguida, intentaban sobrepasarse sin conseguirlo. –Ella resistiría, se decía a sí misma.

La cuenta seguía engrosando en su contra a pesar de las “propinas” que continuaban siendo insuficientes.

Fue en una de esas charlas con un cliente, cuando decidió su futuro: se haría prostituta. Sí, se haría prostituta pero independiente. Y una mañana, con la excusa de ir a la farmacia, salió del hotel y no regresó.

Ejercía la prostitución en un polígono industrial de las afueras de la ciudad. Su lugar de encuentro lo realizaba en una de las calles centrales y junto a dos compañeras que se habían hecho inseparables. Ocupaban la manzana completa y no dejaban que las invadiese la competencia. Eran una piña contra cualquier otra prostituta que se acercase y contra cualquier chulo que les quisiera hacer el control.

Una de las compañeras era acondroplásica (enana), rubia, con labios siempre pintados de carmín intenso y ojos brillantes azules. La otra era morena (negra de Nigeria), medía más de uno ochenta y tenía los pechos exuberantes y un trasero prominente y respingón.

Hacían sus contactos en la calle, en una esquina de un taller de coches que tenía un acogedor poyete en el que solían sentarse, y el servicio al cliente en el coche o vehículo del interesado o en un pequeño hostal, a la entrada del polígono, que disponía de habitaciones por horas. Y era allí donde se reunían al finalizar la jornada, sobre las dos de la madrugada, para tomar la copa de despedida en el bar del hostal y repartirse los dineros. Cada una ponía lo conseguido y la rubia (la enana) lo repartía a partes iguales. No era mucho lo que sacaba, pero suficiente para pagarse la pensión, sus pocos gastos y volver a mandar algo de dinero a su madre.

Llevaba más de un año en ésta situación y aquella tarde sentía un frío especial e insoportable. Tenía sensación de fiebre con unos escalofríos que le recorrían todo el cuerpo. Se acurrucó en el soportal de Hortalizas Fernández, frente al citado taller y vio a través de una neblina celeste como la acondroplásica se introducía en el coche de unos jóvenes alborotadores, casi adolescentes y salió al poco rato. A ella le temblaba el cuerpo y del bolso sacó un gorrito de lana que le cubría las orejas. La negra charlaba con un asiduo cliente que era el conductor de la furgoneta Hortalizas F.

De entre la oscuridad vio aparecer una camioneta. A pesar de la luz de los faros que la deslumbraron, pudo distinguir la silueta de dos hombres en su interior. El que conducía, parecía mayor y tenía una poblada barba blanca. El más joven le hizo señas para que se acercase, pero ella con un gesto de la cabeza les dijo que no. La noche caía de prisa en aquella época del año y ella sentía frío y una tremenda tristeza. Observó como el más joven descendía del vehículo y se dirigía hacia ella cojeando. Desde la distancia les dijo que se fueran, que no les iba a hacer ningún tipo de servicio, que se encontraba mal… pero el cojo continuaba avanzando hacia ella hasta pararse a escasos centímetros y entonces pudo verle el rostro, un rostro que le resultó familiar y tranquilizador; no obstante volvió a decirle que no se encontraba bien y que era mejor que acudieran a alguna de sus compañeras. Sin mediar palabra el hombre extendió su mano con un sobre doblado por la mitad. Sorprendida cogió el sobre y pudo ver como el cojo retrocedía y se introducía de nuevo en la camioneta que, sin haber parado el motor, volvió a ponerse en marcha alejándose en la oscuridad.

Abrió el sobre y gritó con fuerzas. Sus compañeras acudieron presurosas al escuchar el grito y la vieron a ella, que se había sentado en el suelo, con el sobre abierto en las manos. La rubia cogió el sobre y con los ojos azules espantados pudo ver en su interior dinero, mucho dinero y un billete de avión que ponía viaje de ida a Colombia.

Cuando al día siguiente cogió el avión, seguía como en una especie de resaca que no se le disipó hasta, que por la ventanilla, pudo ver como España se perdía haciéndose un punto pequeño en un océano azul, inmenso.

FIN

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS