Fue una despedida muy rara. En el mosaico digital podía ver algunas caras conocidas; pero muchas otras que no me sonaban de nada. Me emocioné al escuchar la música que abría un acto cuyo epicentro estaba tan lejos de mi país, y en el que no participaba otro español más que yo. Se trataba de “Si la muerte pisa mi huerto” de Joan Manuel Serrat. Supe después que hacía ya bastante tiempo, mucho antes de que esto se nos echara encima, mi amigo Samuel, tan previsor como excesivamente meticuloso y teatral, había dejado organizada de principio a fin la ceremonia de su despedida de este valle de lágrimas, incluida la banda sonora. Tan solo se le había escapado el detalle de la puñetera pantallita que, siguiendo las normas de las autoridades competentes, tendría que sustituir al bullicioso y abigarrado cortejo que le habría acompañado en una ceremonia de las que marca la tradición más clásica en estos confines centroeuropeos. Con un rabino oficiando el acto, discursos de sus amigos socialistas y de los miembros de su logia que glosaban su espíritu ecuménico; su optimismo; su don de gentes; y su capacidad de hacer amigos en el infierno, y hasta algunos, aunque los menos, en el cielo.

Pero como no estaba el horno para esos bollos, ni el cementerio para entierros multitudinarios, todos estábamos conectados remotamente desde nuestras casas, y mezclábamos vía zum la tristeza de esa muerte tan inesperada con la sonrisa, incluso la abierta carcajada, ante las anécdotas de este personaje que los sucesivos cuadritos parlantes nos iban relatando. Que había vivido tanto y disfrutado con tanta intensidad, que había viajado por todo el mundo, que contaba entre sus amigos a ministros de varios gobiernos, comisarios europeos, grandes pensadores, brillantes escritores. Y, pensé, también gente tan plana e irrelevante como yo mismo. Me atreví a aportar, en mi mal francés, que nuestro amigo había vivido tan deprisa que a veces se había zancadilleado a sí mismo. Como la primera vez que le vi, cuando daba una conferencia en Madrid que abrió con unas palabras en un aceptable catalán -era políglota. Dijo haber disfrutado de nuestra maravillosa ciudad con un paseo matutino por Las Ramblas y un bañito en La Barceloneta; y que, tras una buena siesta en el hotel, se sentía ahora como Dios.

Y nos quedamos sin poder desfilar ante su féretro en la sepultura aún abierta, sin poder elegir entre echarle encima una paletada de tierra, como manda la ceremonia más tradicional, o un puñado de pétalos de rosa, a la manera más moderna y elegante. Y al final, tras un allegro vivace que no conocía, apretamos todos el botón de “salir de la reunión”. Y no llegamos a decir esa frase tan manida de que a ver si nos vemos otra vez en una ocasión más alegre, porque ya estábamos desconectados. Pero, sobre todo, porque dudábamos de vernos alguna vez en un trance que no fuera otra fría despedida más a través de la fibra óptica que, dicho sea de paso, tan bien estaba aguantando la presión de tanto deseo de comunicar que había poseído a todos los humanos.

Y me tuve que ir corriendo a la siguiente reunión – corriendo es un decir: seguí sentado en la misma silla, en la misma habitación de mi casa, y mirando al mismo ordenador. En el mosaico aparecían ahora japoneses, coreanos, europeos del norte y del sur, australianos, norteamericanos y mejicanos. Hablábamos de cómo adaptar la estrategia de nuestra multinacional a estos nuevos tiempos de los que no teníamos la más remota idea unas semanas antes. Y, como nadie sabía qué decir, la conversación osciló entre tendencias diametralmente opuestas: los buenos deseos de que ojalá todo se arregle por arte de magia; el optimismo desbordante de que todo va a ser mejor con las oportunidades de negocio que se abren; la prudencia activa de que habría que hacer algo; el pavor pasivo de que esto no remonta ni de coña; y la sensación apocalíptica de que cerraremos en pocos meses y sálvese quien pueda. Tendencias que fuimos sucesivamente consensuando y abandonando hasta que llegó el momento en que nuestros desfases horarios no fueron ya capaces de alinearse y desconectamos con incoherentes y desordenadas palabras de ánimo, augurios de buena salud para todos y exhortaciones a cuidarse. Pero sin saber qué demonios habíamos concluido. Tanto podía ser la necesidad de hacer contrataciones masivas, para responder a la explosión de demanda que se avecinaba; como la de programar un plan sistemático de despidos, para afrontar con finanzas sostenibles el marasmo de consumo en el que estaríamos sumidos durante muchos años.

Y cada uno volvió a su realidad, mucho más cercana en el tiempo y el espacio que aquella estrategia que, una vez fuera de la línea, se nos aparecía remota, sin sentido ni futuro. Unos debieron sacar al perro a pasear (ya se había visto uno en la pantalla detrás del dueño, preparado, con la correa en la boca, gimiendo y moviendo ansioso la cola); otros a revisar los deberes de los hijos. Y yo a preparar el guiso que comeré, como uno más de tantos días idénticos, con mi mujer que teletrabaja en la habitación de al lado.

Mientras comemos con los ojos fijos en la pantalla, el tipo desaliñado, con unos pelos rubios alborotados, un aspecto enfermizo muy al caso y voz ronca, nos habla una vez más de que vamos a mejor. Que las medidas están empezando a funcionar gracias al ejemplar esfuerzo colectivo y nos da la enhorabuena. Presenta cifras hoy menos comprensibles que las de ayer, pero sospecho que más que las de mañana. Muestra gráficas que se disparan apocalípticas hacia arriba, aunque es luego capaz de suavizarlas metiendo logaritmos – al parecer no son estos unos tipos de vacuna o eficaces antivirales, sino simples artificios numéricos sobre los datos, que para nada cambian la realidad, pero la muestran diferente, con mucha mejor pinta. Y nos anuncia triunfal que estamos doblegando la curva, se conoce que alguna de las varias que nos ha ido enseñando.

Por la tarde, tengo mi habitual reunión de huevex con la panda de colegas con los que en tiempos normales tomaba una cerveza en el bar que hay -o había- al final de la calle de la oficina. En estos momentos nuevo-normales esa caña se ha convertido en virtual. Por eso algunos hasta muestran el vaso largo con el líquido rubio en su cuadradito de la pantalla, y echan un trago de vez en cuando para crear la ilusión de que seguimos como si nada hubiera cambiado. Yo no lo he vuelto a hacer desde el primer día, cuando me supo muy amarga y se me quedó calentorra mientras luchaba por conseguir una conexión estable. El compañero que no tiene hijos, y se aburre todo el día hablando solo con su mujer, nos glosa las excelencias del nuevo paradigma que empieza a dibujarse en el horizonte. Se trata de una humanidad indefinidamente en casa, pegada al monitor. Algo como lo que pinta esa película de hace unos diez años, El mundo de Wall-E; pero sin que el tal Wall-E esté a mano para salvarnos. Teletrabajaremos durante toda la jornada como gallinas ponedoras, sin movernos de la silla; eskipearemos luego con la familia y los grupos de amigos; veremos después series en la tele o actuaciones digitales de artistas que prefieren hacer eso a morirse de asco -o de hambre- sin conciertos en directo. Pediremos la comida por internet; correremos maratones por el cuarto de baño para guardar la forma; y haremos cole en casa con los peques. Nada que ver con nuestra vida de antes. Eso de ir al trabajo cada día; tomar una copa con los compañeros a la salida; pasear al aperitivo los sábados; ir al cine o al concierto; caminar los fines de semana por el campo; e ir de vacaciones en vuelos loucost
a cualquier confín del planeta donde nos encontramos con miles de compatriotas. Pues, lo mejor para nuestra salud mental es que nos olvidemos de todo eso.

Y los números del tipo del pelo revuelto desafían cada vez más los axiomas aritméticos que en vano tratamos de inculcar a nuestros peques en esas tediosas lecciones caseras. Ahora resulta que la suma de los siete últimos días puede ser mucho más, o tal vez mucho menos, que el total de esos últimos siete días; o que los agregados de una comunidad superan a los de todo el país. Pero todo nos los creemos porque nos los cuenta con un tono positivo; nos dice que esto va bien, que es el buen camino. Y en una peculiar versión del síndrome de Estocolmo nos agarramos a ese clavo ardiendo, y compramos onlain camisetas con su foto, y la gente se tatúa esos rizos caóticos en el brazo. Y vemos que todos los otros países también tienen su tipo de los pelos particular a quien escuchan con fervor, y creen al pie de la letra, cuente lo que cuente. Da igual que anime, como el nuestro; o regañe y amenace con medidas más drásticas, como otros.

Y los países que sacaban pecho diciendo que lo estaban haciendo muy bien, tienen que recoger velas a toda prisa porque la cosa se les va de las manos. Y abren y luego cierran las fronteras, encierran a su gente una y otra vez. Y el rubio grande y gordinflón con cara de mala hostia se cachondea del jaleo que hay armado; hace como si no fuera su problema; echa la culpa a los gobernadores de los estados por su imprevisión; y a los mandatarios extranjeros por su irresponsabilidad, que pone en riesgo a su querido país que es lo primero. Sospecho que, sobre todo, los blancos conservadores que viven en él. Mientras, dice que hay que castigar a los chinos que son los que la han liado; y tiene la jeta de recetar por tuiter medicamentos que no están en el mercado porque ya él ha agotado las existencias.

Y entretanto, el otro chulo juega a ritmo de samba a contagiar esa gripe de chichinabo a todo el que se le acerca. Y está esperando a que, con la que está cayendo, los indios de la Amazonia casquen como chinches y le dejen por fin talar toda la selva.

Y me ha llegado un guasa de mi jefe. Que quiere que hablemos por guguelmit, que ese es el que nos sale gratis y está la cosa muy chunga. Con voz entrecortada e imagen pixelada e intermitente me ha comentado lo del ERTE. Que no me preocupe, será solo unos días. Y que si, de paso, puedo seguir con la tasfors estratégica, los contratos con los árabes y todas las cuestiones administrativas, les haría un enorme favor, que me recompensarían en cuanto esto mejorara.

Madrid – Luxemburgo, Julio de 2020


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