Edelmira Fernández de Dios y de Suances contaba con cincuenta y dos años, bien cumplidos, el día que estuvo en un tris de perder su virginidad a manos de un sesentón conocido por el alias de «Sindedos». Edelmira había nacido, allá por los años treinta, en un próspero pueblo del valle de Lorenzana, pero a los doce años, al poco de morir sus padres, Leocadio, el primogénito, tutor y albacea de las últimas voluntades de Don Faustino Fernández de Dios y de Doña Obdulia de Suances, desterró a Edelmira y a su hermana Práxedes a un escondido lugar de las montañas lucenses, allá por la Sierra de la Bobia.

Cierto es que las dos únicas hermanas de la prole, Edelmira y Práxedes, habían heredado, con generosa abundancia, algunos de los defectos físicos más sobresalientes de las sagas de los de Suances y de los Fernández de Dios, y así, con ese bagaje histórico arrojado sobre sus carnes, las dieciocho primaveras de Práxedes se alojaban en un cuerpo rechoncho y paticorto donde la cabeza se apoyaba directamente sobre los hombros y donde una barbilla, enormemente larga y puntiaguda, se curvaba hacia arriba primero y luego, a la mitad más o menos, se doblaba sobre sí misma formando un ángulo recto que terminaba hundiéndose en el canalón que atravesaba unas mamas tan exuberantes que más que senos eran cosenos. Justo en el borde de esa caída en vertical de la barbilla hacia el pecho, sobresalía un apelotonamiento de carne blanquecina que, coronado en su centro con una verruga casi negra, se asemejaba de tal modo a un flan adornado con una guinda que los bobios la rebautizaron con el nombre de «Trestetas».

Edelmira, por su parte, también fue rebautizada por los vecinos del lugar y, aunque hubo división de opiniones -unos se inclinaban por el sobrenombre de «Piesjuntos» y otros lo hacían por el de «Dosnarices»-, prevaleció este último tras unos meses de peliagudas argumentaciones por parte de cada uno de los bandos en litigio. La razón para el primero de ellos, el de «Piesjuntos», estaba motivado por su peculiar forma de caminar, a pasitos muy cortos y arrastrados como si una cuerda invisible mantuviera unidas sus piernas desde la cadera hasta los tobillos. Tal peculiaridad la obligaba, desde muy niña, a ayudarse de un bastón para mantener su cuerpo, largo y flaco, en precario equilibrio. El segundo de los motes, el que salió triunfante, era debido a la forma de su apéndice nasal que, si bien transcurría en su inicio como una naricilla respingona y diminuta, terminaba con un apelotonamiento, semejante al de la barbilla de su hermana, pero de mayor tamaño, donde dos verrugas pilosas hacían las veces de floridas ventanas superiores.

Ya muchos años atrás, una de las tatarbuelas de Práxedes y Edelmira, de nombre Fermosinda, había disfrutado toda su vida del sobrenombre de «Cuatroorejas», debido a unas adherencias colgantes, a modo de pendientes, que nacían en los lóbulos de sus orejas y llegaban hasta los hombros; nada extraordinario, por otra parte, ya que el cuellicorto era un típico atributo de los antepasados de Fermosinda.

Esta tatarabuela, único descendiente de un avaro tratante de ganado de nombre Casimiro, y de Apolonia, propietaria por herencia de sus padres de una tejera, había casado con un agricultor de las tierras bajas de la comarca de nombre Amador Fernández de Dios, hombre robusto y de buen ver, con una espesa y luenga barba cuidada con la que ocultaba su más que prominente barbilla y a la que nadie, ni siquiera su mujer, pudo tocar jamás. Tampoco Fermosinda le permitió nunca que rozase tan sólo sus pendientes de carne. De este matrimonio habían nacido diecisiete hijos, once de ellos varones, quienes fueron extendiendo sus reales por distintos lugares de la provincia. Uno de ellos, el bisabuelo de Práxedes y Edelmira, hombre callado como un muerto y robusto como un toro, le llamaban, allá por Taboada, el «Dosdientes», ya que nadie le había visto más dentadura que los colmillos superior derecho e inferior izquierdo que asomaban fuera de la boca, amarrando los labios como una cerradura doble. A pesar de su silencio permanente y de ese único defecto físico -el ser patizambo y culibajo, y tetudo como una mujer, era algo irrelevante en la zona-, casó en tres ocasiones y se le conocieron veintiún hijos legítimos y otros tantos de bastardía.

Una de las hermanas de «Dosdientes», Dositea de nombre, emparentó por matrimonio con una de las familias más antiguas y más ricas de la provincia, los Estévez-Selas y Casas-Torres, pero lo hizo a través del menor de los dos hijos de la estirpe, un guapo que carecía de seso y de sexo y al que abandonó al poco tiempo por otro guapo que, aunque carecía también de cerebro, al menos tenía sexo. Dositea se llevó a este segundo guapo a la Sierra de la Bobia, a vivir de la tejera de su madre Fermosinda.

Eso mismo fue lo que hicieron Práxedes y Edelmira cuando su hermano las desterró a la Sierra de la Bobia, aposentando sus reales en la vieja casa de la tatarabuela Fermosinda, a unos escasos cien metros de la tejera.

Desde la ventana de su habitación, Edelmira veía trabajar a Dionisio en la solana y se enamoró del hombrecillo que la miraba de reojo desde la distancia. Éste era pequeñín y peludo, bizco y cejijunto, y le llamaban el «Sindedos», no porque careciese de ellos, al menos en los pies sí tenía, sino porque en las manos lucía en su lugar diez muñoncitos del tamaño de un dedal.

Un piso más arriba, Práxedes le veía también desde la ventana de su dormitorio y también se enamoró de él, estableciéndose entre las hermanas una silenciosa lucha por conseguir los favores de «Sindedos».

Edelmira puso mucha voluntad, en los años sucesivos, en acercarse a la tejera: clavaba en el suelo la punta del bastón y movía rápido los pies en tres o cuatro pasitos que le permitían avanzar unos quince centímetros más o menos; apoyaba de nuevo el bastón a medio metro delante de ella y volvía a dar unos pasitos a la carrera. Tanta voluntad, sin embargo, no era suficiente para ganar la partida a Práxedes que, con sus piernas cortas y gordezuelas, la adelantaba triunfalmente cada vez que ella se encontraba ya a mitad de camino de la tejera. Con el tiempo, Edelmira fue perfeccionando su sistema de locomoción, utilizando en los últimos años dos muletas sobaqueras que le permitían balancearse en el aire y saltar casi medio metro de cada vez. Aunque tampoco conseguía, de ese modo, ganar la carrera a una hermana que la sobrepasaba un día sí y otro también a pocos metros de las paredes del galpón de las herramientas, lugar en donde «Sindedos» atendía los requerimientos de Práxedes.

Pero el día del cincuenta cumpleaños de Edelmira, una insignificante e inocente mierda de vaca vino a ser el mejor regalo que Edelmira hubiese recibido nunca: ella se balanceaba colgada de sus muletas, como cada tarde, en dirección a la tejera y, cuando faltaban apenas veinte metros para alcanzar la puerta del cobertizo, Práxedes le dio alcance, la miró de reojo al adelantarla, y, con un gesto y unas risitas de burla, aceleró su carrera con la cabeza vanidosamente erguida sobre los hombros. Sus pies, de repente, dejaron de tocar el suelo y, piernas arriba y cabeza abajo, se estrelló contra los cantos de una pila de tejas, quedando espanzurrada barbilla al cielo. Edelmira no se detuvo más que un segundo a contemplar la figura despatarrada de su hermana, por una vez que podía ganar la carrera y alcanzar al «Sindedos», no iba a cometer la tontuna de perder el tiempo en naderías.

A pesar de la desaparición del obstáculo que suponía Práxedes, Edelmira y «Sindedos» tuvieron que luchar más de dos años con los obstáculos de sus propios cuerpos hasta encontrar el modo de dar satisfacción a sus deseos amorosos.

Aquellos pendientes de carne de la tatarabuela Fermosinda los había heredado Edelmira desde más arriba de la entrepierna hasta las rodillas, cubriendo totalmente el pubis y uniendo firmemente la parte interior de sus muslos. «Sindedos», por su parte, tenía unos atributos más bien escasos: unos huevecillos de codorniz flanqueaban un dedal de idéntico tamaño que los dedos de sus manos y, ni éstos ni aquél, eran capaces de encontrar camino entre la espesura de los pendientes de carne.

De nada o de muy poco sirvieron los ejercicios de gimnasia y las untadas de manteca para flexibilizar y alargar las carnes de Edelmira; como tampoco sirvieron de nada a «Sindedos» los estirones a sus atributos y las pociones milagreras de cuantas meigas habitaban por la zona.

Pero un día, casi tres años después de la muerte de Práxedes, la casualidad, o la desesperación, hizo que «Sindedos» se fijase con más atención en la trasera desnuda de Edelmira. La tumbó de espaldas y le levantó las piernas hacia el techo para luego doblárselas sobre ella misma. La popa se le brindaba, de este modo, libre de pendientes de carne y, en el momento justo en que iba a poner su dedal en el interior, los intestinos de Edelmira empezaron a rugir amenazadores y una tremenda ventosidad asomó con ruido de fanfarrias entre las nalgas. El descomunal pirrú rebotó en los huevines de codorniz y volvió a su lugar de procedencia a través del pizarrín de «Sindedos».

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