Un expresso, sin azúcar

Un expresso, sin azúcar

Mariann Larsen

09/06/2020

Hace un par de meses llegó al pueblo una mujer japonesa. Nuestro pueblo es en realidad una pequeña ciudad de frontera en la costa atlántica francesa, a los pies de los Pirineos. Tiene una parte antigua, con su iglesia y sus buenas casas burguesas, con tejados de pizarra y mansardas, y ese aire respetable y recogido de las ciudades de provincias. En la parte baja, junto a la playa, está el barrio de las villas de verano, de principios de siglo, que se prolonga hacia lo que fueron las dunas y donde han construido unos edificios modernos de apartamentos. Hay algún que otro hotel, y cafés y bares con terrazas, puestos de helados y bocadillos, y mercadillos.

La señora japonesa se instaló en un modesto hotel abierto todo el año frente a la playa de arena limpia, abierta al norte y barrida por las mareas y el viento. La vemos muy a menudo pasear por el bulevar, siempre a su aire, silenciosa, discreta, menuda. Suele ir pulcramente vestida con pantalones claros bien planchados, una gabardina del mismo tono y blusas estampadas. Acostumbra a tomar un café al mediodía en el bar Puntako, frente al mar. Pide siempre un café solo, expresso, sin azúcar, y se sienta junto a la ventana para ver a la gente pasar y mirar a los bañistas y los barcos de vela navegando a lo lejos.

De los motivos por los que apareció en la ciudad la señora Murasaki — que así se llama — no hemos sabido gran cosa. Sólo rumores. La única que quizás sabe algo es Madame Badiou, esa mujer alta y desgarbada que baja a la playa todas las mañanas a zambullirse en el mar y a nadar, sin importarle el frío ni la lluvia. Al mediodía ella también va al bar Puntako
a tomar un expresso, sin azúcar. Allí coincidió la primera vez con la señora Murasaki. Al cabo de un tiempo se acostumbraron a verse y ahora se sientan todos los días a conversar mientras toman su café.

Un día de tormenta la señora Murasaki se levantó de la mesa y se acercó al ventanal del bar.

La noche en que tomé la decisión de marcharme de mi país llovía a mares. Como hoy. Salí a mi terraza a fumar después de cenar, como de costumbre. Una densa cortina de agua resbalaba por el cristal. Me quedé mirando cómo el aguacero arrastraba con furia un amasijo de plásticos, latas y cartones calle abajo y se llevaba todo por delante.

Me fui del Japón porque allí una mujer de mi edad no se divorcia.

Tengo sesenta y tres años y llevaba cuarenta años casada.

Las bocas de las alcantarillas escupían chorros de agua sucia y la basura se arremolinaba entre los coches.

No tuve valor para luchar con abogados y conseguir los papeles.

Los árboles a merced del vendaval, retorciéndose. La oscuridad. Los relámpagos. Las farolas apagadas. Todo parecía desatarse, las persianas, los toldos de las tiendas. En otro momento de mi vida hubiera apreciado la belleza suntuosa de esa naturaleza desbocada. Pero esa noche no. Me sentía como un corcho flotando en medio del tifón. Pasé mucho tiempo apoyada a la barandilla, empapada hasta los huesos, exhausta y rota. Estaba tan hueca que poco podía perder marchándome, y me marché. 

Durante el vuelo de Tokio a Paris tuve un nudo en el estómago y apenas podía respirar. Me hubiera gustado llorar y relajarme, pero no tenía fuerzas para pensar, ni sabía si arrepentirme o alegrarme. Al cabo de más de doce horas de vuelo, me encontré aterrizando en Paris-Charles de Gaulle. Compré un billete sencillo en el tren de alta velocidad hasta aquí, el punto más al suroeste, frente al mar. Sabe usted, yo en Japón era profesora y traductora de francés. Uno de los escritores a quien más he traducido a lo largo de mi vida es Pierre Loti, un autor muy popular en los cursos de mi instituto. Murió aquí, en Hendaya —conocerá usted sin duda su casa— después de haber viajado toda su vida por Asia, incluyendo el Japón. No era un motivo para venir aquí, claro está, pero fue lo único que se me ocurrió. No lo pensé mucho, mejor dicho, no pensé nada más.

Estuve cuarenta años casada con un hombre que sólo me hacía preguntas.

Al escucharla decir esas palabras Madame Badiou la miró con curiosidad pero no hizo gesto alguno. Ni preguntó.

Él había encontrado la manera más sutil de tenerme disponible. Me hacía preguntas constantemente, sobre todo, sobre cualquier nimiedad. La buena educación nos ha enseñado que hay que contestar a las preguntas y no hacerlo es la mayor grosería. Al menos para la gente de mi generación, y sobre todo siendo mujer. Ya sabemos, querida amiga, cuánto pesa la educación recibida, y lo dentro que se lleva. Como si las palabras de nuestras madres, de nuestras abuelas, se hubieran diluido en nuestra propia sangre. Una cosa tan tonta y aparentemente inocua como una pregunta obliga mucho más de lo que parece. Recuerdo bien lo que me contaba mi abuelo de los interrogatorios durante la guerra. No era tanto información lo que querían, sino tener a los prisioneros con el alma en vilo, sumisos y aplastados por preguntas perpetuas. Yo tenía la sensación de que un minuto de vida propia en mí a mi marido le resultaba insoportable, enseguida me preguntaba algo. Cuando me ponía a traducir, o me quedaba leyendo, o cuando tendía la ropa, hacía la comida u ordenaba armarios. Quizás fuera por mi parte una manía persecutoria. O quizás el azar fue creando un sistema de probabilidades en el que yo, hiciera lo que hiciera, tenía que ser interrumpida. Me pasé más de treinta años en esa red de persistentes preguntas y respuestas. Y desde que apareció el móvil y empezamos a utilizarlo, ni le cuento.

¿Has visto el catálogo de accesorios para coches? lo dejé aquí, estoy completamente seguro. ¿Alguien ha cogido mi bolígrafo? No hay mantequilla, no hay yogures ¿no me dijiste que ibas a la compra? ¿Estás ahí? ¿Has encargado los billetes? ¿Dónde estás? ¿Has llamado a los de la calefacción? ¿Dónde has puesto mis calzoncillos? ¿Y mis calcetines azules? ¿Es que nadie puede dejar las cosas en su sitio? ¿Sabes si la asistenta ha planchado mis camisas? Indefectiblemente, si yo me sentaba a leer o me daba un baño, me llamaba o abría la puerta para preguntar. Y si alguna vez no contestaba, me asaltaba con más preguntas. ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Acaso no me oyes? ¿Estás sorda? ¿Es que no quieres hablar conmigo? ¿Por qué no contestas a mis correos? ¿Por qué no me contestas?

Ahora estará preguntándose qué me ha pasado, qué ha pasado. 

Me da pena, pero yo no tengo ya respuesta alguna para nada y no puedo contestar.

A media tarde el aguacero fue remitiendo. Las dos amigas permanecieron sentadas un buen rato, mirándose pensativas, sin preguntarse nada, removiendo en silencio sus cucharillas en las tazas de café casi vacías.

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