El faro naranja aguado, los camiones que se embalan directos a la avenida, las pintadas frente a la gasolinera. Tienes razón, la tienes, y hasta los perros y las antenas de este edificio lo saben. Me voy porque no estoy a tu altura, eso es. ¿Para qué rizar el rizo y perdernos en metáforas absurdas pudiendo decirlo claro? Sabes que amo los adornos, que me regalas un objeto y, más que centrarme en éste, le retiro el papel fosforescente de encima con un cuidado increíble de no arrugarlo. Supongo que soy algo así como una coleccionista de bellezas inútiles, de basura brillante que acumulo a veces y con la que, pasado un cierto período de tiempo, no tengo claro qué hacer. Imagino que eso explica a pinceladas por qué me ha costado tanto dejarte. Pero seamos sinceros ambos por una vez: no merezco todo esto, este asiento preferente en el palco VIP de tu magnífica actuación.  

Ambos sabemos que te estaré agradecida de por vida, no me malinterpretes. Moriré dándote las gracias. Pero hoy te suelto, arriesgándome aun así a lidiar con la triste certeza de que, muy probablemente, también tengas la razón cuando dices que no toparé con otro como tú. No creo, desde el punto más al fondo de mi corazón, el más siniestro y recóndito, que exista ningún otro ser humano como tú. De hecho, puestos a abrirnos del todo, te confieso que mi intuición, a pesar de que nació más bien patosa y grosera, dio contigo mucho antes que mi coraje y mis palabras. Te vi venir, que se dice. Muchos me preguntan hoy que por qué no actué entonces, pero no entenderían mi respuesta. Tal vez tú sí, al fin y al cabo eres artista, y de los grandes, de las leyendas, de los infravalorados, de los que se irán un día sin que nadie les haya aplaudido sus méritos lo suficiente.

Tú entiendes que no te he dejado antes porque estaba fascinada con tu talento. Me advirtieron otras de su calidad, pero he de admitir que dudé mucho. Ahora que sé que es verdad, me da hasta pena tener que desprenderme de él. Tú me acercaste a este mundo de lagartijas arregladas, me empujaste contra todo y todos tantas veces, tantas. Tú trajiste la vergüenza, el pánico y la tristeza a mi vida.

Recuerdo la primera vez que supe, a ciencia cierta, que me mentías. Fue una sensación extraña partida en tres: el dolor del ego roto, el ansia por darme golpes hasta dejar de existir y una enorme admiración de que alguien pudiese hacerlo tan bien, con la mirada inmutable y la sangre helada. Que hayas tenido esa capacidad para improvisar embustes oportunos, adaptados a cada una de nosotras, durante años y años, es desde luego para quitarse el sombrero. Quítatelo, lánzalo al público. No permitas que nadie te lo niegue: eres un tipo muy listo, eso no lo hace cualquiera. La mayoría, ya lo sabes, son estáticos, cobardes, pero tú eres todo un revolucionario en el ancestral arte de joder a las personas que han apostado por ti. No dejes que te retiren ese merecido premio de las manos, porque es tuyo.

Es más, si lo piensas detenidamente, es hasta injusto vivir en una sociedad que se pasa los días insistiendo en la importancia de ser uno mismo, para luego juzgar y alienar justo a los que le hacen caso. Tú eres auténtico siempre, naciste rata y eso has sido, y no voy a ser yo la que cargue con el peso de habértelo criticado. Yo no.

Otro punto importante a destacar, y que entendemos muy bien cuando queremos y nos conviene, es que viajamos sujetos a un sistema de dualidades que impera: el bien está definido por la existencia del mal, paz es la ausencia de guerra, lo bello es si se apoya en la espalda de lo horrendo; y así, sin opuestos, los conceptos pierden fuerza y con ésta su valía. No sólo puede haber gente que haga feliz y sea buena, sino perderían la fama que tanta falta les hace. De modo que sí, tienes razón también en eso: hacen falta en este mundo más personas como tú. Lo pensé antes, lo hago ahora. Y si yo no soy capaz de hacerte feliz sin intentar modificarte, ¿qué clase de amor te tengo?

Volvemos de nuevo al principio: no te merezco, mi vida. Mereces alguien que entienda que un don como el tuyo nunca debe desaprovecharse, y que la culpa ha sido nuestra todo el tiempo: somos demasiado ilusas y demasiado exigentes. Eso es, eso es. Y no es justo para ti. Te referías a este punto cuando gritaste que te dejo porque no te valoro, ¿verdad? Eres un incomprendido, y es una pena. ¡Se pensarán que mentir todos los días es sencillo! Pero tú sabes muy bien que no lo es, que tu trabajo te cuesta y que tu imaginación desbordante es digna de mil trofeos. Lo admito, me sorprendiste y marcaste, eres muy original en tu forma de hacer daño. No todos los embusteros son iguales por mucho que así se empeñen, y oye, si eres el mejor, no permitas que otros te echen abajo con discursos morales anticuados.

Escúchame: te mereces hacer todo el daño que quieras y darle rienda suelta al único talento real que tienes: no saber querer a nadie. Enhorabuena. Enhorabuena, mi amor, por años de decepción acumulada. Somos aquello que dejamos tras nuestro paso, y tú dejas siempre un asco infinito en cada vida que tocas. Fíjate: sólo con existir y ser tú, ya haces daño. Es difícil lograr eso, no dejes que te lo nieguen. Saluda orgulloso a tu audiencia, no te retires tan pronto.

Dicho esto, no hay vuelta atrás. Te desearía que seas feliz, pero se me antoja cruel desearle algo así a alguien que sé que no puede amar. No, no se trata tampoco de recochinearse en las narices del otro. Nunca vas a ser feliz, pero desvelarte el quid de la cuestión justo el día en que me marcho me resulta poco menos que insensible. Prefiero una despedida apoyada en tus virtudes, y en ello voy a centrarme.

Le pediré a Dios, entonces, que nunca tengas que verte en mi papel o el de ellas, que los espejos se tuerzan y te veas una mañana con la cita ineludible de enfrentarte a ti mismo; porque cuando uno se hace el cuerpo a interpretar al verdugo, mi vida, mi sol, mi cielo, no se desenvuelve igual en el papel de la víctima.

Sin osar pararme más: tienes razón, no te dejo por ti, sino por mí. Soy muchísimo menos inteligente que tú, sobrevivo como una simple adaptada a este planeta de caretas y mentiras compulsivas, en el que tú claramente buceas a la perfección. Brazada de crol, silencio. Burbujas intermitentes.

Qué envidia, he de decirte. De la que arde. De la que mata.

Cierra con llave al salir.

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