El Mendigo

Un hombre harapiento y desgreñado de mediana edad, con el lado izquierdo de la cara deformado, alargaba la mano en la puerta del templo, pidiendo limosna a los transeúntes. El ojo del lado zurdo parecía a punto de salirse, como si le hubieran encogido los párpados. Bajo él, la aleta de la nariz era parte continua de la mejilla, con un repugnante agujero sucio, sustituyendo a lo que debió ser una fosa nasal. El labio inferior era un grueso reborde carnoso, informe y caído, que dejaba ver los dientes inferiores podridos. Toda esa parte era de color rojo oscuro, como si se hubiera quemado, con pliegues retorcidos, y lo que fue la oreja era un guiñapo bajo un cráneo sin pelo.

Recientemente, me he mudado a un apartamento de este céntrico barrio, cerca de la iglesia de San Pedro y San Pablo. Cada mañana, yendo al trabajo, me lo encuentro en el pórtico, y trato de esquivarlo caminando por el borde cercano a la calzada, pero viene hacia mí pidiéndome. No soy capaz de hablarle, tan solo agito la mano en gesto negativo, mientras aprieto el paso. Debería sentir compasión, pero lo encuentro tan repulsivo, que no puedo evitar escalofríos hasta llegar a la boca del metro, y no dejo de sentirlos hasta que llego a la oficina y me enfrasco en mis tareas. Al mediodía, almuerzo comida preparada en casa la noche anterior y después tomo un café en el bar de enfrente. Al finalizar la jornada, tomo el metro de vuelta y, el primer día en el nuevo barrio, ¡oh sorpresa!, me lo encuentro en el andén, viniendo hacia mí, y no sé dónde meterme. Camino por la estación, y me sigue. ¡Maldita sea! ¿Por qué he de encontrármelo? Trato de aparentar indiferencia, pero por dentro me llevan los demonios. ¡Odio a este monstruo! Es un pobre desgraciado digno de lástima, ¡pero no puedo resistir su presencia! Por fin llega el tren y subo rápidamente, librándome de él. Arranca y miro por la ventana. Me sigue con ese ojo de terrible mirada, y vuelvo la cara, sintiendo los mismos escalofríos de la mañana.

Y así todos los días. Los sábados y domingos sigue en la puerta de la parroquia y, cuando salgo a comprar el periódico, camino en dirección contraria, aunque tenga que hacer un recorrido mucho más largo. Cuando vuelvo a mi apartamento, paseo pegado a las fachadas, detrás de otro viandante, para que no me vea. Es muy capaz de venir hasta mi puerta, y solo pensarlo me pone los pelos de punta.

Hoy es lunes, y he decidido salir tomando la dirección contraria y dar un rodeo hasta la boca del metro, pero he caminado mucho y he llegado tarde. Mi jefe me ha llamado la atención y no he sabido disculparme. Pillé un cabreo sordo que me ha durado toda la jornada. Para colmo, he cometido un error, y corregirlo me ha llevado dos horas. Mi superior me comentó:

ꟷ ¡Vaya! Parece que hoy no tiene un buen día. Ponga atención en su trabajo.

Por fin terminó el lunes y caminé hasta la estación del metropolitano. Bajé las escaleras pensando en esquivarlo, pero ¡negra suerte la mía!; estaba al pie y no bien me reconoció, su cara pareció animarse. Me abordó, interponiéndose en mi camino, pidiendo quejumbrosamente con voz ininteligible. Me hice a un lado, pero me interceptó de nuevo. Estuve tentado de estamparle la cartera en su fea cara, pero me contuve. Había mucha gente, de manera que le di unas monedas. Un sordo rencor se fue apoderando de mí y, cuando me vi en el apartamento, tiré con furia la cartera al suelo. ¡Asqueroso mendigo! No me importaban las monedas, era eso, una limosna, pero me horrorizó contemplar su rostro tan de cerca. El ojo medio salido, mirándome fijo desde tan cerca, como el del cíclope Polifemo, acentuaba su expresión ansiosa de monstruo sediento de sangre. Volví a sentir un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Pensé que podía levantarme media hora antes para dar el rodeo y no verlo por la mañana, pero no quería encontrármelo de frente al tomar el metro por las tardes. Tampoco podía ir en taxi a diario, resultaba muy caro, y ninguna línea de autobús pasaba medianamente cerca. La caminata de vuelta a casa, cansado después del trabajo, se me haría muy cuesta arriba. Mientras hacía la cena, meditaba en busca de alguna alternativa. Guardé en la tartera la comida de mañana, y cené mirando la televisión. Cuando terminé, me di cuenta de que no recordaba qué había visto ni oído. Tenía que encontrar una solución, la que fuera. No podía resistir mucho tiempo más. Me encontraba alterado y muy nervioso. Algo tenía que hacer, era superior a mí.

Esa noche tardé mucho en conciliar el sueño. Al final me dormí, soñando horribles pesadillas, en las que me vi perseguido por el mendigo deforme, corriendo hasta que me alcanzó. Me desperté despavorido, con el corazón queriendo salirse del pecho. Traté de serenarme, pero me costó dormirme de nuevo. Y se repitió la pesadilla, volviendo a despertarme, muy agitado. Miré el despertador. Eran las seis y cuarto. Me duché y afeité, mientras tomaba la firme determinación de terminar con esta situación a cualquier precio.

Emprendí el acostumbrado camino a la oficina y, en cuanto me abordó en la puerta de la iglesia, antes de que pronunciara palabra alguna, le grité:

ꟷ ¡¡No!!

El grito fue oído por los transeúntes, que se pararon a mirarme con reprobación, haciéndome sentir vergüenza. Creí que el grito me había salido desaforado, y pensé que debía moderarme y no perder el control. Cuando llegué a la oficina, me sumergí en el trabajo pendiente, aplicándome con eficiencia para borrar la mala impresión del jefe el día anterior. Al terminar la jornada, me sentí satisfecho con lo realizado, y me encaminé a tomar el tren. Si me lo tropezaba, como de costumbre, haría frente a la situación con firmeza, y acabaría con el problema.

Efectivamente, estaba allí, y se me acercó. Tratando de no oír sus babosas súplicas, caminé por el borde del andén que da a las vías. Había poca gente. Un grupo de chicas discutían animadamente, sin prestar atención a nada externo a ellas. Dos hombres, vueltos de espaldas, señalaban algo en el mapa de rutas de trenes impreso en los azulejos. Otro hombre solitario leía el periódico. Una pareja madura, con las maletas en el suelo y de cara a las vías, estaban al fondo esperando ver aparecer el tren. El mendigo me seguía, caminando de lado y de espaldas a la vía, sin cejar en lo que ya eran exigentes peticiones. Vi las luces del tren en la boca del túnel, y me di cuenta de que, mientras yo paseaba despacio en dirección al convoy, el pedigüeño seguía a mi lado. La pareja, al sentir el ruido del tren, se agachó para tomar las maletas y, dándome cuenta de que nadie nos miraba, di un rápido y fuerte codazo al deforme, quien cayó a la vía con un grito, siendo arrollado por el tren. Yo también grité, simulando espanto ante el accidente, y la estación se llenó de exclamaciones de horror y sorpresa. Al ver el conductor del tren a la gente arremolinada mirando bajo la máquina, se asomó alarmado, preguntando:

ꟷ ¿Qué ha pasado?

ꟷ El tren ha atropellado a un hombre ꟷrespondí yo, adelantándomeꟷ está ahí, bajo las ruedas traseras.

El maquinista dio marcha atrás, mientras los pasajeros que bajaron se añadieron al grupo de curiosos. Quedó a la vista el cuerpo del mendigo, con la cabeza reventada, irreconocible. No pude evitar una ola de horror, pero en el fondo sentí la satisfacción de haberme librado de él. Había resultado más fácil de lo esperado. Apareció la policía y hablaron con el maquinista y el ayudante, preguntándoles si no habían podido frenar a tiempo.

ꟷ No lo hemos visto, lo hemos sabido por el público.

A continuación, uno de los agentes llamó a una funeraria, y el otro pidió silencio.

ꟷ ¿Alguno de ustedes ha visto cómo esta persona ha caído a las vías?

Nadie respondió, y el silencio se hizo opresivo. Una mujer habló, señalándome:

ꟷ Este señor era el que estaba más cerca, quizá pueda haber visto algo.

El policía me preguntó:

ꟷ ¿Sabe usted cómo ha caído este hombre?

Haciendo acopio de serenidad, le contesté.

ꟷ No tengo la menor idea. Escuché un golpe sordo, y cuando miré, el tren estaba ya encima. Grité, y todos acudieron enseguida a ver qué pasaba.

ꟷ Está bien. Tiene que acompañarnos a la comisaría y prestar declaración.

Me armé de valor para no perder la calma en el interrogatorio que se avecinaba, y me llevaron en coche hasta la jefatura de policía. Un agente de uniforme y otro de paisano, que parecía el comisario, me interrogaron. La atmósfera de esa oficina resultaba opresiva, con un olor indefinible que me levantaba el estómago. Nervioso, traté de aparentar serenidad. El comisario se dirigió a mí.

ꟷ Por averiguaciones, hemos sabido que el difunto era un mendigo deforme, asiduo de esa estación de metro, y que estaba en su sano juicio. Lo conocíamos desde mucho tiempo atrás, y no padecía depresión ni enfermedad mental alguna, así que descartamos el suicidio. Según una testigo de la estación, caminaba junto a usted. Sospechamos que usted lo empujó.

ꟷ ¿Yo?… Nunca se me hubiera ocurrido. ¿Qué motivo tendría yo para empujarlo? Además, pueden pedir ustedes informes míos en la empresa donde llevo trabajando quince años, y comprobar en sus registros que no he cometido ningún delito en mi vida.

ꟷ Nunca se sabe. Su rostro dice otra cosa, tenemos serias dudas. Estamos interrogando a todos los presentes y al pasaje del tren, por si alguien ha observado algo. También estamos repasando las grabaciones de las cámaras de seguridad de la estación. Si tiene algo que decir, dígalo ahora, o será peor para usted. No saldrá de aquí hasta que se complete la investigación.

Sentí gran aprensión ante las miradas acusatorias de los policías, pero a duras penas pude conservar la calma.

Un agente llamó al comisario y, le dijo algo al oído. Se volvió hacia mí y me dijo:

ꟷ Desde Seguridad de Ferrocarriles Urbanos, un técnico de vídeo está analizando las imágenes, y cree que usted le ha dado un codazo cuando caminaban juntos al borde del andén. Eso refuerza nuestra creencia de que usted es el responsable de su muerte. ¿Tiene algo que decir?

Una enorme angustia me invadió, seguida de una violenta reacción, y perdí los frenos. Levantándome, les grité:

ꟷ ¡Sí, le di con el codo, lo empujé y, por fin me veo libre de él!… ¡Llevaba semanas acosándome, acercando al mío su horrendo rostro, con ese ojo que me miraba taladrándome, y exigiendo dinero! ¡Me hacía chantaje sabiendo que me alteraba totalmente ver su expresión horripilante, ya no lo podía soportar!… Todas las noches tenía pesadillas, no dormía, era imposible seguir viviendo así, desquiciado… ¡¡Sí, me libré al fin!!…

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