A Daniel no le gusta su barrio. Aborrece el olor a meados de los rincones, los bolsones de basura acumuladas de noche en las puertas de los comercios, o el reguero de mierda que deja la bolsa con restos de comida del restaurante chino de enfrente, cuando el cocinero la arrastra para dejarla junto a su portal, para después, fumarse un pitillo en cuclillas en la acera. Antes de que Heidi le viniera con la idea, Daniel nunca se habría imaginado viviendo en el centro de la ciudad. Para él aquellas calles eran sinónimo de botas manchadas con el serrín de los bares, de risas y peleas, de carreras de madrugada, o de magreos torpes y borrachos en portales con chicas que jamás volvió a ver. Daniel recordaba haber pillado costo en cada esquina de aquel viejo barrio, esquivando añejas prostitutas de enormes pechos, antes de que fondos buitres las echaran a otras aceras para que las pudrieran con sus orines. Esas mujeres ya habrán muerto. Daniel se preguntaba como habrían sido sus funerales, si es que los tuvieron, y de haberlos tenido, qué ropa eligieron sus hijos para que posaran por última vez, o cómo habrán maquillado sus cuarteados rostros. Ellos al menos tendrán una última imagen de su madre, más allá de las ausencias de madrugada, o del rímel eterno que confunde el cariño de la mirada. En especial recordaba a una señora rubia, que con acento argentino le chistaba desde su rincón, “ehh rubio, ¿quieres una mamada?, mil pesetas”. Sus grandes tetas se trasparentaban bajo la camiseta de rejilla negra. Los zapatos que apenas la sostenían, cloqueaban marchitos y romos, por delante de los portales, una y otra vez. Daniel se lo reconocía a sí mismo, estuvo tentado más de una vez de buscar recuerdos en los brazos de aquella mujer. No solo era deseo, era también necesidad, y lastima. Solo la vergüenza se lo impidió.

Pero el barrio ahora es otra cosa, la modernidad ha cambiado al moro desarrapado que vendía chocolate en las esquinas, por la monísima camarera que pasa farlopa mientras te guiña un ojo con sus enormes pestañas postizas.

Daniel nunca estuvo seguro de dejar su casa de las afueras. Pero cuando expuso sus dudas a Heidi, las cajas de la mudanza ya estaban en el apartamento. “Siempre vas con la cabeza agachada, por eso no ves más que inconvenientes”, le dijo ella. “Levántala, mira las fachadas, la gente feliz paseando… y el cielo azul, ¿has visto alguna vez un azul como este?”. “Encasillado entre balcones oxidados” pensó él. Pero no se lo dijo. Y la hizo caso. Empezó a saborear el ambiente culto del barrio, con sus restaurantes de menús prohibitivos, sus librerías siempre vacías, las galerías de pintura con murales de obreros sentados en una viga a mil pies del suelo, lejos lo más posible de barrios como el suyo. Daniel supo apreciar, en aquellas calles reeducadas por el capitalismo, el mismo duende, el mismo ambiente intimista que había sentido junto a Heidi cuando viajaron a otras ciudades, a otros barrios. Pero el duende, la intimidad, el buen gusto, se lo llevó Heidi consigo. Tan solo se lo había prestado a Daniel mientras ella estuvo junto a él. Era todo impostado, un truco tan viejo como la vida. Un juego de sombras. Y ahora la hacedora ya no movía sus dedos a contraluz, convirtiendo lo feo en bello.

Heidi le soltó la ruptura de golpe, mientras se comía los espagueti a la boloñesa que él había cocinado, receta de la cual se sentía especialmente orgulloso. “Estoy pensando en irme a la India”, le dijo cómo si nada. Daniel no lo había visto venir, fue un torpedo en la línea de flotación, tan inesperado, que le dejó sin palabras, sin manera de defenderse, de protestar o de enfadarse. No fue capaz de nada de eso, solo se quedó con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca. “ Me ha surgido la oportunidad, un compañero del trabajo que iba a ir con su chica…la muy tonta le ha dejado tirado. Con billetes de avión pagados…». Se lo dijo como si le estuviera contando el plan de irse con una amiga a comprar unas botas demasiado caras, que ahora estaban en oferta, aunque esa oferta, le haría gastarse el dinero que no tenían. “Nos instalaremos en un Ashram de Rishikesh. ¿Te imaginas…?, donde los Beatles”. El entusiasmo de Heidi no tenía fisuras, no existía duda en sus palabras, y eso partió a Daniel por la mitad, lo desarmó por completo. “ ¿Y cuándo…?”, acertó a preguntar. “El lunes que viene. Sí, ya sé, un poco precipitado, pero las oportunidades se presentan así”. “Has pasado del estoy pensando en irme, a dejar claro que lo tienes decidido”, intentó revelarse Daniel. “ Es una gran oportunidad”. “Eso ya lo has dicho”. “un viaje así, casi gratis, continuó ella ignorándolo, Josué lo tiene todo prácticamente pagado”. “¿Josué?”. “el chico del trabajo”. Daniel se quedó callado intentando asimilar a Josué. Como siempre demasiado lento. “¿No te irás a poner celoso?”. Celoso, palabra mágica y fin de la conversación.

Daniel detesta a los hípsters de barbita faraónica, de brazos musculados, con tatuajes de motivos geométricos y significados metafísicos. Y los detesta el doble cuando van del brazo de tipos gordos con pinta de culturetas descolocados, o de sus espejos, pero esta vez calvos. En toda pareja gay que se precie debe haber una calva, ni cero ni dos, una. Pero Daniel para sus adentros y para los pocos que le escuchan no se considera homófobo. Le da igual que el egipcio vaya del brazo de un tío, o de una modelo anoréxica de zapatos de tacón alto y piernas tipo garza, o de jóvenes soñadoras de cigarrito liado y zapatillas lisas, o las de bufanda morada a juego con gorro parisino de lana y zapatones de payaso. Para ser justo Daniel desprecia por igual a cualquier tipo de pareja, incluso a la bollera de pelo rapado que aprisiona la mano de la jovencita ingenua con medias de colores. Pero sobre todo aborrece las parejas jóvenes, que anclados del brazo recorren su barrio como si de un museo se tratara. Los mira desde su balcón de cincuenta centímetros y siente lástima por ellos, por los chicos, y se acuerda de la cita de un escritor poco conocido, que le leía Heidi, del que seguro ninguno de esos ingenuos había oído hablar. “El nido es la tumba del pájaro…”. Daniel recuerda a Heidi leyéndole aquel relato, y haciendo hincapié en esa cita. “El nido es la tumba del pájaro”. Ella levantaba la vista del libro, y lo miraba con lo que a él entonces le parecía un gesto de; “ves qué bueno…el cabrón, qué metáfora”. Ahora sabe que Heidi le advertía. Y el que avisa no es traidor, aunque el aviso fuera hecho poco después de alquilar juntos aquel apartamento en el barrio de las letras.

Pero Daniel sobre todo detesta a las hordas de turistas que se apiñan delante de su portal, para fotografiar con sus móviles la placa en relieve, que indica que allí, en ese edificio con la fachada reformada e interior en semi ruina, había nacido Don Miguel de no sé qué, escritor del siglo de Oro. No hacía mucho, Daniel había tenido que rescatar de un atropello seguro a una jubilada japonesa, o china, o hasta puede que coreana, de la Corea del Sur no de la otra. La mujer, con auriculares en las orejas, hacía fotos desde la distancia al cartel de Don Miguel, suponiendo que en esta vetusta calle de la vieja Europa no habría el tráfico de Tokio, de Pekín, o de Seúl, e ignorando por completo al mensajero que con un respeto nulo a la cultura oriental moderna, pasó rozando a la sonriente fotógrafa. Solo la oportuna atracción a la turista hacia sí de Daniel, y la pericia del ciclista, salvó a la señora y al mensajero de un trompazo descomunal.

Pero no solo de turismo oriental vive Madrid. Daniel también tiene que competir para avanzar por las estrechas y empedradas calles del barrio, con grupos rubios de chicas sonrientes y bailonas, con parejas de vikingos buscando, o no, cervecerías de estilo clásico. Con hombres morenos a medio afeitar, de camisa blanca y chaqueta negra, que llevan de la mano descarados niños y recatadas niñas, seguidos de cerca de los exuberantes pañuelos de sus mujeres. Algún que otro yanqui buscando la historia que ellos arrebataron. Con mexicanos, argentinos , chilenos, paraguayos …con su cantarín hablar y el respeto por la madre patria.

Después de aquellos spaghetti su realidad con respecto a Heidi empezó a ser otra. Daniel se sintió bajar un escalón, adentrarse en un mundo subterráneo de tinieblas, dudas y miedos, que hacía tan solo unos segundos antes, no hubiera imaginado. Cuando no se ven venir los golpes duelen el doble, no estás preparado, nadie te ha advertido y si lo ha hecho, no has querido escuchar, has escondido la mierda bajo la alfombra pensando que desaparecería, que si no la ves no existe. Y en ese estado se sumergió Daniel tras el shock. Como cuando entró aquel día en la consulta del doctor con su padre. “ Es que tengo cita con el médico Dani. Llevo unos días con dolor de cabeza…pero sobre todo me duele el oído, he debido coger frío. A ver si me receta paracetamol que está por las nubes. ¿me acompañas?”. la voz de aquel hombre, que antes sonaba enérgica, ahora tiritaba de indefensión. “Claro, así aprovechamos y después de la consulta, damos un paseo”. Si Daniel hubiese sabido, habría guardado cada palabra de su padre en aquella sala de espera. Últimamente su padre se repetía bastante, siempre contaba lo mismo. Viejas rencillas del pasado o del presente que para Daniel carecían de interés. Daniel asentía con superioridad, mirando el móvil de reojo. “Debes olvidar papá, de que sirve ya…”, le aconsejaba desde su atril. Sobre todo le exasperaba cuando se perdía en mantras manidos de viejo: “ el fútbol moderno…vaya porquería”, “ ya no quedan políticos como los de antes…”. Nunca hablaba de mamá. Era dolorosamente cómodo no hablar de ella. Para su padre era un tema tabú. Para Daniel, más ausencias que recuerdos, y estos, pintados de rímel, navegando como ríos de tinta negra, por un rostro que apenas, y solo cerrando los ojos, era capaz de dibujar. Pero debería haberle preguntado. Lo pensó tarde.

Después de la consulta, su padre jamás volvió a ser el mismo, él jamás volvió a ser el mismo. Una bruma se coló entre los dos y solo se disolvió los últimos días, a las pocas semanas, cuando ambos aceptaron el final.

Del mismo modo, Daniel desearía estar cocinando aquellos espagueti a la boloñesa eternamente, en aquel instante era feliz, todo lo feliz que puede ser un ignorante, pero no lo sabía, y se le escapó de entre los dedos.

“ ¿Y Bloom?, le preguntó Daniel a Heidi. El gato como por arte de magia se hizo presente bajo la mesa, enredándose entre los pies de su ama. “Os haréis compañía y no me echareis tanto de menos”, dijo Heidi mientras sonreía. A Daniel le pareció reconocer un ademán melancólico en su gesto. Ella bajó la mano hasta la cabeza del animal, que ronroneando se dejó acariciar por su ama. “Solo van a ser quince días”, sentenció rehaciéndose y sin dar opción a réplica.

La relación entre Bloom y Daniel hasta aquel día había sido inexistente. Y no porque Daniel al principio de vivir los tres juntos no hubiera intentado acceder al gato, era por el desprecio evidente que el animal sentía por todo lo que no fuera Heidi o el mismo. La convivencia entre ambos no mejoró con la soledad, más bien se redujo a las quejas del gato, a modo de maullidos inquisidores, cuando le faltaba de comer, o tenía la tierra sucia. “Lo que puede cagar un animal tan pequeño”, pensaba Daniel, cuando estoico le cambiaba la tierra que apestaba a amoniaco. Mientras, Bloom, subido en el lavabo esperaba moviendo el rabo con impaciencia.

Las semanas, de dos, se convirtieron en cuatro. Durante aquel tiempo Daniel apenas tuvo noticias de Heidi, más allá de un par de mensajes durante los primeros quince días. Después nada, la segunda quincena muda, sin que se tiñeran de azul ninguno de los mensajes que Daniel le dejaba en el WhatsApp.

Según avanzaban los días a Daniel le estuvo tentando la idea de deshacerse de Bloom. Había pensado en abandonarle en cualquier solar, o en llamar a alguna institución que se hiciera cargo de él, incluso en matarle de hambre, o en empujarle por la ventana cuando el gato se asomaba a ver volar a las palomas. Pero todo le parecían soluciones que no aseguraban la desaparición del animal, y que requerían un esfuerzo que a Daniel, en aquellos días, le parecían titánicos. Y se dejó llevar por la rutina, el asco que le daba el barrio, sus habitantes, sus visitantes, el felino, y fumar. En eso está Daniel fumándose un pitillo en el balcón, viendo como un sudamericano descarga cajas de pan precocinado, cuando de detrás de la furgoneta aparece Heidi. Daniel siente que el corazón le dobla dentro del pecho. La ve distinta, ligera, camina despreocupada, sonriente, directa al portal, sin ni siquiera dirigir la mirada hacia donde Daniel la espía. En la mano de Heidi, se balancea al compás de sus pasos decididos, un trasportín para gatos.

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