No se mueve ni una gota de aire. Siguiendo este razonamiento podríamos decir: no se mueve ni una ráfaga de mar. Sorprende hasta qué punto todas las cosas son la misma cosa. En medio de la ría, en un bote chico de color rojo, de nombre La Manola, faenan dos hermanos, Iago y Alfredo. Con toda probabilidad será una tarde extraordinaria. La hora es propicia y los marinos hablan de un banco de xarda por la zona. Iago saca la cabeza y escudriña el fondo. Es aquí; los hermanos llevan auscultando aquella poza durante días. Juntos, preparan la red. Comparten algunos rasgos pero difieren en muchos otros, sólo para quien conoce a la familia está claro que no podrían ser de otra. Son tercos con las cosas que tienen en mente, su zancada es discretamente más amplia del lado derecho, aunque esto es consecuencia de ser hijos de su padre. La habilidad de bucear, de no venirse abajo en decisiones importantes y una marca bajo el omóplato izquierdo son cualidades que no compartían. Quién tenía cuál o la otra es irrelevante por ahora. En la luz de la mañana se ve bien… Iago llama con sigilo al hermano:
-¡¡¡¡Chhhssttt!!!! Alfre, mira, están ahí.
Éste se asoma, manteniendo la tensión del silencio, casi como si los peces fueran espías enemigos. El agua es clara, trastornadoramente mansa, y se los puede ver, en el fondo, a unas veinte brazas. Pone en marcha la operación, sumergiendo la primera parte de la red, a lo que el otro responde instintivamente con más silencio. Formarán un cilindro en torno a los peces con ella, para, una vez completado, tirar de un cabo que permitirá cerrarla por debajo desde la barca. Quedará subirla a pulso. Maniobran minuciosamente, la red se ve como un elemento marino entre todos, así lo perciben también los peces…
Alfre piensa que algo va mal, los peces no se están moviendo. Ninguno huye ni se gira, mantienen la posición, con una separación perfecta entre ellos, una organización marcial. Su hermano no lo ve porque el miedo a espantarlos le impide sacar la cabeza de pura excitación; deja al otro el grueso de la maniobra. No por pereza, si no por convencimiento de que en este caso, es mejor así. Siempre que su hermano lo necesita, su mano anticipada se ofrece a medio movimiento. Desde su perspectiva, parece que el trabajo está siendo sencillo. Alfre procede mecánicamente, en un movimiento fluido, encerrando a los peces en una cárcel de la superficie al fondo. El hermano tira del cabo para empezar a cerrar…

Abajo, los peces hablan. Uno pasa junto a otro que aletea lo justo para mantenerse inmóvil, pesaroso.
PEZ1-¡Eh, tú!¡Sí, tú! ¿Por qué estás tan decaído?
PEZ2- Quería ver el océano, pero… ¿dónde está?
Gesticula lo más parecido a un encogimiento de hombros. El otro pez piensa, cuando el principio de la conversación empieza a desaparecer en su memoria: “¿Dónde está el océano?…” La red avanza en un segundo plano. Ellos permanecen quietos, no se alcanza a saber si el desconcierto les paraliza o no la ven. Se acercan otros peces…
Mientras, arriba…

¡Está llena¡ ¡Está llenísima! La barca amenaza con volcar, aferran la red y colocan sus pies al borde del lado por el que sube, haciendo fuerza con piernas y brazos, compensando con cuidado el peso. (Brazada, respiran) Nudo a nudo, emerge, gramo a gramo, más parte de la red les pertenece a ellos y menos al mar. (Brazada, respiran) Al coger aire, ahí miran los dos, a la superficie del fluido que refleja el Sol, que se ondula y escupe las cosas como si procedieran de otra dimensión. El destello del lomo de un pez les hace aflojar por un momento (Brazada resp…) RESPIRAN. El ascenso se detiene. El balanceo se detiene. Ellos se detienen. No se mueve nada, durante un instante los hermanos se asientan en su posición. Ya pueden ver los peces individualmente, un par de tirones más… (Brazada, respiran).

Hay un tumulto, ha habido un incidente de alguna clase y cunde el pánico. La situación lleva así más tiempo del que es capaz de discernir PEZ1. PEZ1 es un macho joven de Xurel. Desde benjamín destacó por el brillo de su piel y ahora está forzado a ladearse y refleja la luz como si estuviera hecho de platino. Algo no va bien… es pronto para que baje la marea pero el banco está apelotonado contra la superficie. El pez que mira arriba y la gaviota que mira abajo cruzan miradas, aunque ninguno llega a saber a ciencia cierta si el otro le miraba. Se acercan…

Arriba, los hermanos siguen recogiendo, sus mentes se apretujan en un pensamiento: “ahí salen”.

Y da la casualidad que el primero en salir es nuestro des-agitador, PEZ1. Se siente sorprendido, de hecho no ha movido un músculo. Siente que lo que está pasando no tiene sentido, no es posible, y si lo fuera, debería, simplemente, estar muerto. Eso le hace muy consciente de que no puede respirar. Las branquias le queman, la necesidad de… la necesidad… ¿de qué tenía necesidad? Se resiste y salta sobre el montón de congéneres que yacen bajo él. ¡Con todas sus fuerzas!… ¡¡¡…!!! ¡¡…!!! No hay nada que hacer. Eso sería decir poco, porque hay cosas que hacer, pero él se siente inútil. Ni siquiera puede moverse correctamente y va a morir. Él y todos los que conoce van a morir… ¿Podría él tener algo que ver con eso? …………. ¿Dónde está el océano? ……….

Esto sucede mientras los hermanos se recolocan para dejar paso a la mercancía. El agua llega casi al borde, por las oquedades gotea y hace trabajar a la madera, y la carga no está fuera. El bote está completamente ladeado a estribor, el lado por el que asoma ya el primer pez.
Alfre resbala un pie. Su otra pierna vence y está forzado a soltar la red para agarrar la borda opuesta. Cada milisegundo, la red vuelve un poco al mar, la pesca se aleja. Se produce un balanceo, un prolongado mantener la respiración en la que todo puede pasar. La mente viaja rápido y a muchos sitios. No podrán achicar. El pueblo se ve en miniatura en la orilla y su hermano no nada bien. La suerte les sonríe, y el bote deja de moverse al tiempo que Alfre agarra la red de nuevo en una demostración de reflejos. La quilla está completamente fuera del agua y a pesar de que echan todo su peso al lado desfavorable no consiguen compensar el peso de la red. El barquito está en equilibrio, precario equilibrio, sobre su costado y el agua. Ni hablar quieren; restringen su comunicación y movimientos al máximo. Aferran la red en torno al brazo y se preparan para volver a tirar…

¡Un momento!¡Ya lo tenía! Bueno, no, pero tenía algo. No era un pensamiento, habría desaparecido hace rato, era… otra cosa. Con la cabeza se abre paso entre la masa, hacia el fondo. ¡Que corra la voz!

…Y tiran. Nada ocurre. Sorprendidos, se miran. Para su terror comprueban que el otro también estaba tirando. Apenas conciben la situación, ¡si podían con ella hasta ahora! Empeora, reclama su atención porque la red ha pasado de ejercer su peso a una fuerza de otra clase… ¡que la impulsa hacia abajo! En pleno desconcierto, tratan de buscar una solución mientras aferran los cabos . No es fácil, el bote se encuentra muy desequilibrado. El agua empieza a chapotear… No, no es ese el mejor verbo, el efecto sería más parecido al de hervir. Va creciendo hasta convertirse en una turbina que les mete agua en los ojos y en la boca, les desconcierta. No van a soltar la red. Por un lado, está allá donde ponen sus pies, y podrían hundirse con ella. Por otro, cierta sensación de orgullo. Los hermanos necesitan esta captura. El estigma de la juventud (a pesar de no ser jóvenes ya) les quema. Funciona como en todos sitios; cuando su padre envejeció demasiado para acompañarles a faenar les pasó el oficio a ellos. Desde hacía años la función del anciano había pasado a ser menos presente quizá en el aspecto físico, pero de una relevancia para la empresa que los hermanos nunca supieron envisionar. Llegó el día en que el padre no se subió al bote, los despidió desde el puerto. Desde ese momento algo fue diferente. No decidían dónde ir, por qué lado largar, y la gente les recibía como “los hijos de…”. Otras cuestiones surgían, imprevistas, y quedaban abiertas hasta que al regresar se la contaban al padre, que la resolvía con insultante sencillez. No hicieron buen precio en la lonja, ni el primer día ni los siguientes, y su retrato se asentó, se volvió tan duro que Alfredo no podía arañarlo siquiera. Necesitaba derribarlo de un golpe como éste. Da otra vuelta de su brazo en torno a la malla y tira con más fuerza. El cañón de agua reacciona y parece que va a pararse, pero es sólo el agua movida por el impulso, cayendo, y vuelve a pesar con más fuerza, a salpicar violentamente. Si sigue así la perderán… Alfredo mira a Iago. Su hermano está horrorizado mirando el agua, es consciente de la situación. La tensión en sus brazos es tal que restringe su movimiento en gran medida. Y no deja de crecer. Hay una salida…
Espera a que su hermano le mire y salta hacia él. Apenas lo agarra, el mar se los ha tragado, enganchados con la red; parece como si nunca hubieran estado allí y la barca hubiera salido a ver el ocaso. Una gaviota llega a investigar el cubo de cebo…

Bajo el agua, la cabeza de Iago va a explotar, propulsados al fondo. Palpa su tobillo, todo cubierto con el rudo cabo en gruesos giros, sometido a la presión que ejercerían ocho bancos de piedra sobre él. A decir verdad, no puede sentir nada de tobillo para abajo. Está perdido, y, como todo hundido, mira hacia arriba. Choca con el cuerpo de su hermano. Alfre siempre guarda una navaja en el bolsillo, la llevaba en la mano ya cuando saltó y se ha liberado lo suficiente para llegar hasta él. Hace rato que ya no hay burbujas y la luz baja, como ellos siguen bajando. El fondo que antes les pareció cercano y accesible es ahora inalcanzable. Alfre aferra la pierna herida del hermano, abrazándola con el brazo izquierdo y serrando el cabo con el derecho. La presión en el pecho de Iago es abismal. Las punzadas caen como un rayo sobre el esternón, para recorrer la columna en un latigazo en cada respiración. ¡No puede soportarlo más! Tira compulsivamente de su pierna hacia arriba y patalea, a veces golpeando al hermano como si no le viera. Hebra a hebra se resisten, requiere varias pasadas certeras para rajarlas bajo el agua…
Iago se percata de que está subiendo. Se estira violentamente, libre, y mira hacia abajo. Alfre se pierde en la oscuridad. No se resiste, su navaja flota a unos metros de él. Siguiendo un impulso, sube sin mirar atrás (toda la vida se arrepentirá de aquello. A pesar de que era imposible, a pesar de que no había nada que él o nadie pudiera haber hecho y de que su hermano decidió salvarle a él en vez de a sí mismo, lo verá como un fracaso, caerá en el pensamiento de que no fue digno huir de su hermano. Alfre no había huído segundos antes cuando él daba por imposible cualquier esperanza. Aquel acto definía quién era él realmente, un cobarde). Abre la boca en una exhalación incluso antes de abrir los ojos, en cuando siente la superficie. Tras cuatro bocanadas atacadas se retira el agua de la cara y da otras cinco. Se encuentra desinflado como un trapo al tiempo que retumba su cabeza y su pecho. No siente el tobillo… Funestamente, mueve los brazos para llegar hasta la barca, asomando sólo la cara. Sube y se desploma desmayado. Atardece.

PEZ1 salta fuera del agua y baila en el aire antes de caer.
Esta llegó a ser una gran proeza de la historia decadente (como sólo su memoria puede ser) del mundo subacuático. El tiempo y el espacio la transfiguró y pasó de vivencia a creencia, miles de ellas, de tal modo que la historia de partida podría ser cualquiera. Lo que se necesitaba era el impulso. En la zona este del Mar Báltico los peces creen que la gravedad es función del aire que incluye, ya sea infiltrado por sus branquias, sorbido de la atmósfera o en su estructura, cualquier entidad. Esto ofende los principios de los peces del oeste del Mar Báltico, que saben que la gravedad atiende a un patrón; cada especie tiene una flotabilidad, lo mismo para los objetos. Es una cuestión natural y de clase. Un delfín está en el sitio que le corresponde, y no podrá cambiar, al igual que una piedra no puede flotar (salvo rarísimas excepciones, despreciables dado el número de piedras). Cuando las estaciones o los imperativos demográficos lo exigen, este y oeste entran en guerra. No hay solución cercana al conflicto… En el delta del Amazonas creen que la Tierra no está recubierta de agua sino hecha de agua y un pez gigantesco mueve las corrientes. Es adorado como un dios supremo, creador de todas las cosas y dador de vida y de muerte. La vida, como todo, es una gran corriente movida por él. Existen dos tipos de pezianistas, a los lados del Canal de Panamá. En el Ártico son animistas y en el lago Baikal creen en uno, dicen que fue uno, que salió del océano y comprendió que el océano es todo lo que había existido para él hasta entonces, y dio gracias saltando fuera y dentro. La lista es interminable…

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