Las lágrimas

I Día a día

Hace no mucho tiempo, forcejeando en la calle con un tipo al que le había quitado la cartera, algo me vino de golpe a la cabeza que me hizo dar un respingo. Tuve la sensación de que me estuviera peleando conmigo mismo. Fue algo muy extraño que no me había pasado antes y que me hizo zafarme de él como pude y salir corriendo.

Me fui a buscar a Manu al bar del chino.

Manu es un desgraciado como yo. Se mete igual o más y, si no le llega, se pone insoportable. Pero cuando está tranquilo es un tipo estupendo.

–¿Tienes algo, Manu? Lo necesito ahora mismo, te lo pago –le dije, mientras que con mis manos temblorosas buscaba pasta en la cartera que acababa de robar.

Estábamos en el bar de siempre. La mierda de música que tenía “enchufada” el chino me estaba poniendo de los nervios, aumentando la ansiedad que ya tenía.

–Chino, ¡hostia! Corta el rollo ese de una vez. Pon algo más de ahora, ¡joder! –grité.

El Chino es un tocapelotas que no vive nada más que para trabajar, con esa sonrisa de gilipollas que tanto me repele.

Manu no me falló y me pasó algo de lo que le quedaba y, después de metérmelo, se me olvidó el incidente del robo por completo y hasta me dieron ganas de besar al chino. Después de situaciones parecidas a esta, muy a menudo me vienen recuerdos de un pasado lejano.

II Inocencia

Cuando yo era niño, mi madre y yo vivíamos en una casa con varias habitaciones en la calle Embajadores. Mi madre tenía muchas amigas, o así me lo parecían entonces. Yo las veía a todas muy guapas y arregladas y a menudo me hacían carantoñas y arrumacos. Que niño más mono, me decían, mientras me acariciaban y me daban algún beso que otro en los mofletes, dejándomelos perdidos de carmín. Después de salir del cole, pasaba las tardes en la cocina de la casa, donde también estaban ellas charlando y limándose las uñas.

–¡Venga!, Puri, que ha venido don Baldomero –decía mi madre–. Y la Puri salía corriendo de la cocina, contoneándose con vigor sobre unos zapatos de tacones enormes, que me hacían verla como si estuviese subida en lo más alto de una montaña, y se iba a ver a aquel señor. Un tiempo después, don Baldomero venía y me regalaba unos Bazooka que eran unos chicles de tres pisos, redondos y sonrosados, con los que me llegaban a doler las mandíbulas de lo que costaba masticarlos y que hacían unas pompas inmensas que me dejaban toda la cara hecha un cromo de pegajosa.

–¡Pero, Santi, mira cómo te has puesto! –gritaba mi madre. Y enseguida venía una de las mujeres que me restregaba la cara, con una bayeta que olía a cacharros pringosos de aceite.

Había un señor, Rubén se llamaba, que cuando venía discutía mucho con mi madre, pero al final siempre acababan besándose. Un día oí a mi madre decirle algo así como que se iba a enterar de no sé qué, en plan amenazante, o al menos así me lo pareció. La verdad es que yo no entendía nada, porque además Rubén a veces se quedaba a dormir con ella.

A mí el Rubén ese no me caía mal porque, de vez en cuando, me traía unas pastillas pequeñas y negras, Juanola se llamaban, que decía que iban muy bien para la tos; porque en esa época yo tosía mucho todo el rato. Y es que hacía un frío tremendo que se te metía por todas partes y tenía siempre los pies llenos de sabañones. En la cocina aquella nos calentábamos con un brasero y todas esas mujeres y yo nos sentábamos alrededor de una mesa camilla. Mi madre me dijo un día: “Mira, Santi, no pienses que Rubén es tu padre; el de verdad murió al poco de que nacieras, a causa de lo que se metía, el muy…”.

¡Plaf! Me lo dijo así, de golpe, sin esperármelo. Recuerdo que ese día estuve metido debajo de mi cama mucho tiempo, con los puños muy apretados. Pero no lloré.

Algunas jugaban conmigo a las cartas, o me ayudaban a hacer los deberes y otras, pues eso, se limaban las uñas. En un sofá que había al lado, siempre había alguna pintándose también las de los pies. Yo no entendía por qué se tenían que poner las uñas de los pies con esos colorines. Un día, la Mari se empeñó en pintarme las mías y me tuve que poner a llorar para que no lo hiciera.

–Deja al niño en paz, Mari, ¿no ves que Santi no quiere?, –decía la más jovencita, que se llamaba Lupe.

A mí la Lupe me gustaba mucho. Siempre que la veía en el sofá, me sentaba a su lado y me encantaba tocarle un pecho pequeñito que le asomaba por la bata de seda que llevaba puesta. Ella me sonreía.

–Mira qué “espabilao” es el niño este –decía la Mari, y todas se reían.

Me costaba entender por qué. A mí me parecía muy normal el poder tocar ese pecho tan agradable, suave y con un granito respingón que, como por arte de encantamiento, se ponía más duro a medida que lo acariciaba con la yema de mi dedo.

En casa con mi madre, cuando se iban todas y nos quedábamos solos ella y yo, entonces me sentía como el rey del barrio, jugábamos juntos y me hacía caricias, yo le daba besos y me parecía la más guapa del mundo. Me hacía unas comidas muy ricas que, al comerlas, me hacían casi saltar las lágrimas. Si ella estaba bien era como Manu de estupenda. A lo mejor por eso me gusta tanto Manu, porque me recuerda a mi madre en su forma de ser.

Aquel día mamá estaba en el baño con la puerta abierta. Sentada en la taza y volcada hacia adelante, con los brazos colgando, una botella en una mano y sus pelos revueltos tapándole la cara que apoyaba en sus rodillas. Yo jugaba con mis guerreros, que eran valientes y muy buenos. Oí un golpe seco y entonces la vi en el suelo, con el líquido de la botella empapando su bata. Recuerdo que me puse a llorar y me fui a avisar a unos vecinos.

III Desesperación

Suelo ir con Manu al garito donde, con lo que sacamos de chapuzas y pequeños robos, pillamos para nosotros y también poder trapichear. Nos lo repartimos y luego vamos a meternos una parte en el callejón. Después me siento como uno de los valerosos guerreros de mi niñez. Vuelo por encima de las casas y de los que deambulan por las calles con sus problemas y los temores me desaparecen. Soy todopoderoso y eso me hace sentir bien. En esos momentos mi vida es otra. Soy bueno, soy el que soluciona los problemas de la gente que no tiene nada y todos me quieren. Cuando estoy así, nadie me mira raro. Es que eso es lo que siempre me ha gustado: que no me miren raro y que no piensen que no soy bueno.

En los pocos ratos en que no siento esta necesidad que me tiene cogido por los huevos, me veo más sobre la tierra, existo, me reconozco, puedo llegar a sentir que lo otro no es vida e incluso quisiera hacer algo para cambiarlo. Sin embargo, el resto del tiempo, todo en mi cuerpo se transforma y me hace temblar, esa ya es otra persona que busca y busca la manera de aplacar esa batalla, de la forma que sea, me duele todo el cuerpo y me dan ganas de gritarle a todo el mundo, entonces, el interior de mi cabeza se llena de mimbres, estos entretejen un cesto oscuro y viscoso que se va llenando con mis temores y tristezas y que, al escaparse por sus bordes, inundan mis ojos y es cuando asoma en mi mejilla algo parecido a una lágrima, pero yo sé que no lo es, sé que no debo llorar y que los hombres duros como yo no lloran, no son lágrimas, son tan solo mis miedos desbordados que me traicionan y que se transforman en eso. De niño sí lloré.

IV Amargura

De niño sí lloré, algunas veces. Creo que también lo hice el día en que unos hombres sonámbulos, vestidos de forma extraña, se llevaron el cuerpo de mi madre, sabía que tenía que llorar, y era porque desconocía lo qué iba a pasar conmigo después. Los tiempos pasan, los recuerdos quedan, la bondad no existe, las lágrimas son algo que muy pocos pueden permitirse, tan solo los que lo poseen todo, los que no viven pensando en que lo más importante es pillar, los que llegan a su casa y les recibe una familia que los adora, esas familias que veo mientras camino por la calle dando tumbos, con una botella en una mano y Manu apoyado en mi hombro.

Cuando se fue mi madre, a mí me llevaron a un lugar triste y de paredes parduzcas, donde había muchos otros niños. Apenas jugaban, lloraban mucho e iban siempre pringados de mocos. Las que nos cuidaban, nos hacían repetir un soniquete de palabras que por entonces no entendía y, si no las decías bien, te tiraban de las orejas. Un día “el Rubio” y yo nos escapamos. Salimos corriendo cuando la puerta de la calle estaba abierta y la portera se había ido un momento. Corrimos y corrimos y, al final de la tarde, nos quedamos dormidos en un rincón, apretados. No he vuelto a ver al Rubio. ¿Qué habrá sido de él?

Yo sí volví a ese lugar –más bien me devolvieron– y al final, todo hay que decirlo, estas monjas consiguieron que incluso me aficionara a la lectura, que acabara el bachillerato y casi, casi que entrara en la Universidad. Pero, por unos líos y otros en que me metí, las cosas se torcieron y quedé, como decía mi madre de algunas personas “sin oficio ni beneficio”.

V Esperanza

Hoy estoy pasando el día con Lucia y me sorprende haberme visto en el espejo de la habitación riendo. No hace mucho que nos conocemos, pero eso es algo que no me había pasado con nadie.

Hemos comido algo y luego, después de besarnos, nos hemos acostado. Nos hemos abrazado y me he vuelto a sentir el valeroso guerrero que siempre quise ser. He sentido algo nuevo que desconocía. Después de hacer el amor, me he quedado absorto con la mirada en algún punto del techo, buscando algo indeterminado.

–Oye, Santi, ¿qué te pasa? –dice–. Te has quedado mudo. ¿Por qué estás tan serio?

Algo me oprime el pecho y me giro en la cama hacia el otro lado.

–Te noto raro, me asustas –insiste, volviéndose hacia mí, abrazándome por la espalda y besándome en el cuello–. Mira, Santi, tienes que dejar de compadecerte de una vez. ¡Anda! Dime algo, quisiera ayudarte.

En la penumbra, una ligera luz de atardecer atraviesa los visillos, pero no consigue rasgar por completo las sombras. Con los ojos entornados me ha parecido ver una puerta entreabrirse y no era la de esta habitación. Dejo pasar un tiempo sin hablar y luego rompo a llorar… despacio, al principio. Unas lágrimas inician su camino, como si de una brisa cargada de humedad que recorriese mi cara se tratara, empañando mis labios con un sabor desconocido. Pudiera ser que necesitase a alguien a quien querer para no tener que odiarme en exceso.

–Perdona, no te preocupes, no sé cómo aguantas mis tonterías. Tienes razón, Lucía, ya está bien de relamerme las heridas, –le digo, mientras me vuelvo hacia ella y acaricio su pecho agradable y suave, con un granito respingón que se va poniendo más duro, a medida que se lo acaricio con la yema de mi dedo.

Ella, con una sonrisa que me estremece, toma un pañuelo de papel y seca mis mejillas…

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