La leyenda del lobo ·

La leyenda del lobo ·

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02/12/2020

Tocaba el piano sin partituras, con la mirada perdida en algún punto muy dentro de su alma, transformando sus visiones en melodías extrañas, siempre tan pausadas, con silencios cargados de deseos enjaulados. Nadie entendía muy bien qué era lo que tocaba pero la dejaban hacer pues era parte de su espectáculo. Ni las riñas de los borrachos ni los gritos de los vaqueros más impacientes rompían el trance en el que se deslizaban sus dedos acariciando las teclas y sacando sonidos que en nada se parecían a ninguna canción antes oída. Cuando volvía en sí se levantaba del banco del piano para dejar ver lo que hasta ahora estaba oculto. Bajo una falda de tul transparente, la blancura inmaculada de sus piernas prometía un oasis en la inmundicia del ambiente que allí se respiraba. Alenka se quedaba de pie mirando fijamente al público con esa mirada gélida de ojos azules casi transparentes. Con movimientos lentos y sin cambiar el rictus impasible de su cara se iba deshaciendo de toda su ropa hasta quedarse desnuda. Su moño recogido con un extraño alfiler plateado lanzaba destellos al moverse. De esta manera, se giraba hacia el piano, cerraba la tapa y abandonaba el escenario andando sin mirar la ropa que pisaba en su salida.

Koda, desde el fondo del salón la observaba. Sabía que su presencia no sería bien vista allí. Que los rasgos de su cara de indio le delatarían a pesar del atuendo cowboy con el que pretendía pasar inadvertido. La camisa abierta dejaba ver el colmillo de lobo que nunca quiso ocultar, como si el solo hecho de mostrarlo le ofreciera un poder extraordinario. Necesitaba verla todas las noches, por eso se arriesgaba tanto. El salvaje público embrutecido nunca reparaba en él. Una vez que Alenka desaparecía del escenario él se retiraba fuera del pestilente Salón buscando un lugar en la oscuridad desde donde poder vigilar el cuarto de la polaca sin ser visto, sin apartar los ojos de lo que pasaba en la habitación. Con todos sus sentidos alerta. Corría la leyenda de que a la polaca no se le podía herir pues un lobo furioso la protegía. Nadie había visto semejante animal, pero sí habían visto los resultados en los que se propasaban. El día en que alertados por los gritos inhumanos de Creg Allison, más conocido por Crazy Allison, paralizaron la fiesta del bar quedará en la memoria de todos para siempre. Al entrar encontraron al hombre con el pecho abierto en canal dejando sus vísceras a la vista. Y el corazón ausente. Alenka, con el gesto imperturbable de siempre solo dijo: “Al lobo no le gusta que me peguen”. La ventana abierta y el rastro de sangre que descendía por el tejado hasta el suelo hicieron creer a todos que una fiera salvaje había perpetrado el crimen. Lejos de crear repulsión o temor ante los hombres, aquello alimentó un apetito feroz de yacer junto a ella, como un acto de gallardía que les impulsaba noche tras noche a esperar su turno para poseerla. Aunque en este burdel Alenka tenía el privilegio de elegir quién entraba y quién no. Las demás putas no sabían tocar ni cantar como ella.

Tras los ojos de Marek se escondían todos los océanos del mundo contenidos por un cristalino helado. Poseía la cara infantil más vieja del mundo. En sus silencios había un secreto bien guardado. Alenka le cantaba en polaco dulces nanas para despertarlo por las mañanas cuando regresaba a casa. Él colocaba su manita en la mejilla de su madre y ese era todo el contacto físico que se permitía. Marek no quería fundirse en el olor nauseabundo de los hombres que Alenka llevaba. Aunque se frotara hasta arrancarse la piel no conseguía desprenderse de él. Luego se sentaban juntos en la mesa del comedor donde ya estaba todo listo. El pan recién horneado, bacon crujiente sobre una tortilla y leche fresca. El dinero compraba cerdos, gallinas y vacas. Pronto podrían vivir de su granja. Después, Alenka se acostaba en el único jergón, aún caliente, que existía en una de las esquinas de la oscura choza de una sola estancia que habitaban. Alenka dormía aspirando el olor puro de la infancia que quedaba entre las mantas y Marek se vestía su peto, las botas de caucho y el sombrero vaquero dos tallas más grande. A pesar de lo duro del trabajo con animales él disfrutaba limpiando las heces de las bestias, rellenando los cubos con agua fresca del pozo y arreglando las vallas de las gallinas mientras cantaba antiguas melodías polacas que hablaban de exilio y añoranza. De campos verdes y ríos agitados.

Antes de que el horizonte se tornara rojo anunciando el ocaso, Marek ensillaba la yegua appaloosa y mecido por el bamboleo del paso tranquilo del animal subía hasta la montaña cercana que los rodeaba a observar la amplia y árida llanura. Desde allí bajaba a un riachuelo donde se remojaban. De un escondrijo entre las piedras, sacaba sus preciados secretos y jugaba con ellos hasta que los últimos rayos mortecinos avisaban que era el momento de esconderlo todo de nuevo y volver a casa donde una cena de gachas y cerveza ya le esperaba.

Al terminar de cenar, Alenka dejaba acostado a su hijo y se marchaba montando la yegua hasta el pueblo.

Aquella noche todo estaba en silencio. Nadie andaba por la calle y no se oía ruido en el Salón. Dentro el local estaba completamente vacío. Detrás de la barra, Patrick, el dueño, gimoteaba en un rincón aferrado a su rifle.

— ¿Que ha pasado Patrick?

— Alenka, debes irte, vete a tu casa con tu hijo, corres peligro.

— Pero ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está todo el mundo? Por favor, dime algo.

El Sheriff había dado el aviso. Unos cuatreros se acercaban al pueblo. Robarían todo lo que pudieran, violarían a las mujeres y matarían a los hombres que se interpusieran en su camino. Todo el mundo se escondía en sus casas pertrechado y armado esperando plantarles cara.

— Yo no me esconderé. Les esperaré aquí.

Se puso la ropa que utilizaba para la actuación, subió al escenario y comenzó a tocar como todas las noches.

Pronto el galope de una manada de caballos fue percibiéndose con más claridad. Al llegar los ataron a la entrada y solo uno de ellos se quedó vigilando, el resto, unos diez hombres, entraron en el Salón.

Atónitos ante la impasibilidad de aquella mujer quedaron por un momento en silencio. El que debía ser el jefe dio un puñetazo en la barra.

— ¡Mesero! Deje el arma y sírvanos, estamos secos.

Patrick obedeció entre temblores y sudores que le empañaban la visión.

— ¿Esta es la única puta que tienes? Está bien, nos servirá. Tú, rubita, toca algo más alegre que esto parece un funeral.

El rostro de la polaca se transformó en algo que parecía una sonrisa y poco a poco, quizás animada por la música, se fue convirtiendo en un risa enloquecida, sus dedos volaban por el piano con fuerza, abriendo sus piernas con descaro y contoneando el cuerpo al ritmo.

Los cuatreros empezaron a reír contagiados del ambiente que ella creaba, cogiendo ellos mismos las botellas. Mientras entraban en una especie de vorágine, Patrick permanecía absorto en aquella alucinación que estaba presenciando.

Uno de los cuatreros arrancó a Alenka del piano para bailar con ella. Se la llevó al centro del local donde había más sitio, mientras el resto se arremolinaba alrededor jaleando. Alenka bailaba enloquecida, cantando en aquel idioma que nadie comprendía, riéndose desmadejada entre los torpes brazos del ladrón, quitando la botella a otro para tomar un buen trago de whisky, provocando con sus movimientos sensuales y su comportamiento descarado. Pero cuando uno de ellos se la quitó al primer bailarín, éste, sintiéndose dueño de la rubia, le rompió la botella en la cabeza provocando una gran risotada en el resto. El jefe decidió zanjar la cuestión y agarrando fuerte del brazo a la mujer hizo ademán de llevársela a uno de los cuartos. Pero a la misma velocidad, Alenka sacó de su moño el punzón que usaba para recoger el pelo y, sin dar tiempo a ninguno a reaccionar, le atravesó el cerebro entrando por el ojo. En ese mismo instante Koda, hacha en alto, irrumpió por una de las ventanas gritando enloquecido y cortando cabezas como un demonio. Patrick empuñó el rifle de nuevo y terminaron con el grupo sin darles tiempo siquiera a desenfundar. La polaca se aseguró de que todos ellos estuvieran muertos hincando su preciado punzón en el corazón de cada uno de ellos. Parecía estar disfrutando. Dirigiéndose al dueño con voz tranquila le dijo:

— Bueno Patrick, supongo que ya sabes quién es el lobo. No te asustes, no te haremos daño.

Y, recogiendo otro revolver del bolsillo de uno de los muertos, le apuntó en medio de los ojos y disparó dejándole una expresión de estúpida sorpresa en el rostro.

— Pero no confío en tu silencio.

Girándose hacia Koda, haciéndole despertar del trance con el que miraba espantado toda aquella masacre, le ordenó:

— Solo te hacía falta una buena dosis de ira, ya no me necesitarás más. Date prisa, llévate todo lo que necesites. Lo mismo hoy te hacen jefe.

— ¿Y tú? ¿Qué harás ahora?- preguntó el indio

— Nada. Me has creado una leyenda poderosa. Nadie sospecha de mí. Recoge tus corazones y lárgate. Pronto vendrán a ver que ha pasado

Todo sonaba a despedida. Muy lejos quedaba ya aquel día de hacía unos cinco años aproximadamente, en el que una caravana de nuevos colonos avanzaba por el desierto de Mojave en busca de un buen asentamiento. Atraídos por la fiebre del oro, un grupo de familias europeas hartas de las miserias del viejo continente empacaron sus cuatro pertenencias y se adentraron en el oeste de América buscando cambiar su suerte, sabiendo el peligro que corrían de ser asaltados por los indígenas del lugar que no veían con buenos ojos el robo de sus tierras por parte de unos salvajes rubios.

La caravana, levantando un polvo visible desde lejos, alertó a los indios. Un grupo de guerreros mojaves se organizó para defender sus tierras de este intento de usurpación. Entre ellos Koda, hijo de uno de los jefes. Todos esperaban mucho de él, pero Koda temblaba como una hoja. Sabía que estos hombres iban armados con tubos de fuego que mataban desde lejos. Sus hachas y flechas poco servirían si no era el factor sorpresa el que los protegía. En el fragor de la batalla, Koda pudo pasar desapercibido, hacer como que mataba cuando en verdad solo se protegía de los tiros. Consiguió llegar hasta la caravana donde apenas quedaban supervivientes. Entonces encontró a Alenka, abrazada a un niño de unos seis años, escondida dentro de uno de los vagones. No estaba armada. Se la veía realmente asustada y decidió salvarlos. Mientras el grupo estaba en plena orgía sangrienta cortando cabelleras y extrayendo corazones de los cuerpos, estuvieran muertos o no, él agarro a la mujer rubia y su fardo lloroso por el brazo, los hizo subir a su caballo y sin que nadie se diera cuenta, los sacó de allí depositándolos de nuevo al borde de una montaña desde donde se divisaba un pequeño pueblo. Alenka y su hijo así consiguieron escapar. Cuando al poco tiempo Koda quiso volver a ver a la mujer y buscó el momento para encontrarse con ella sin que nadie los viera, nació el pacto entre ellos. Ella se comprometió a entregarle corazones frescos para que nadie sospechara en su tribu que Koda era incapaz de matar.

Cuando, después de la matanza del Salón, Alenka volvió a su casa encontró como siempre a Marek durmiendo. Le cantó dulcemente la nana de costumbre hasta conseguir despertarlo. El niño se incorporó en la cama y percibió un fuerte olor a sangre, pero ni rastro de olor a hombres. Entonces, se precipitó a abrazarla. Con la efusión, un objeto cayó de entre las sábanas al suelo. Alenka lo recogió.

— Marek, ya hemos hablado de esto. No puedes tener muñecas. Los niños no juegan con estas cosas. Te la guardaré y diré que es mía si alguien la encuentra.

El niño bajó la mirada compungido por defraudar a su madre. Pero ya tenía fabricadas otras siete más, bien escondidas en el rio donde ni su madre ni nadie pudiera encontrarlas.

— Anda, vamos a desayunar.

El niño se levantó vestido únicamente con una camisa muy fina que ya solo le tapaba medio muslo. Al observar el vello que ya cubría por entero sus piernas su madre se preocupó.

— ¡Hay que ver cuánto has crecido! Pronto te saldrán los pechos y tendremos que ocultarlos. Nadie puede saber nunca que eres una niña. Aún no lo entiendes, pero solo como hombre serás libre.

 

 

 

 

 

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