Nunca me he ocupado del jardín, siempre pensé que ya hacía bastante con trabajar dentro y fuera de casa….

Pero no, no es cierto. ¡Claro que me he ocupado de él! Al fin y al cabo, soy la única que llama al jardinero cuando sus ramas se desbordan por la tapia del patio.

No había ramas cuando nos trasladamos a las afueras de Madrid hace más de 20 años. Entonces todo era menos salvaje y mucho más zen. El día que nos dieron las llaves abrimos una botella de cava, nos tumbamos en el césped y bebimos a morro de la botella que habíamos comprado en el Carreforur.

En los años siguientes se sucedieron las celebraciones con botellas frías y delicadas copas, pero ningún cava me supo nunca como el de aquel día. El césped entonces rodeaba la casa como queriéndola abrazar. En los meses cálidos nos encontrábamos en aquel suave verde al terminar el día y allí cualquier tensión se distendía.

No sé cuándo dejamos de reencontrarnos, ni cuándo aquel suelo esperanza perdió su júbilo. Lo cierto es que se fue apagando como la hoguera de una falla el día de San José y, un otoño, se tornó pajizo, como si hubiesen aplastado en él miles de colillas.

Una tarde, el jardinero viendo que el césped ya era irrecuperable me aconsejó no replantar sus pequeños y abundantes cráteres. Me dijo que era mejor sustituirlo por otro tipo de plantas. De qué tipo de plantas, le pregunté. Otras – dijo el jardinero- a las que no les afecte la indiferencia.

Esa noche le pregunté a Pablo si quería que volviésemos a replantar el césped y sin despegar los ojos de la pantalla del móvil me dijo, sin ganas de seguir hablando, –no sé, haz lo que quieras-

Seguí el consejo del jardinero y en el proceso de sustitución murieron otras muchas plantas, dejando tras de sí un sabor de frustración y pérdida que fue creciendo, descontroladamente, como las malas hierbas.

Hoy el jardín no es más que un reducto olvidado, en el que desde hace años no hay reencuentros. En él crecen sin control enredaderas, jazmineros y buganvillas, además de las macetas que al cabo de los años se han ido acumulando sin saber muy bien su procedencia.

Regar era lo único que hacía Pablo. Cuando Pablo se encontraba estresado salía al jardín y regaba. Lo malo era que Pablo no regaba cuando las plantas lo necesitaban, sino que sólo lo hacía según su grado de agobio. Por eso el jardín, algunas veces agonizaba ahogado, mientras otras, se moría de sed.

Aun así, pese al olvido y al trascurrir de los años, el jardín seguía en pie, erguido como el capitán del Titanic antes del naufragio, tapizando de verde los rojos ladrillos de la tapia, creando túneles de sombra para que las macetas luciesen esplendorosas. Ahí seguía, auto protegiéndose de nuestro olvido. Perdonándonos con el dulce aroma de los jazmineros en las tardes de verano. Ahí seguía, pintando de color nuestras vidas, cada día más grises

Yo salía poco al patio.

Salía cuando tenía que tender la ropa, cuando sacaba la basura o cuando se llenaba de hojas que había que barrer. Y siempre que salía, rememoraba los encuentros al caer la tarde. Pensaba que era una lástima no aprovechar el trozo de paraíso que teníamos en casa; no disfrutar de aquel espacio salvaje pero verde, que era una pena no pararte a contemplar la vida en cada brote, con cada flor.

Pero luego, luego veía la manguera en el suelo y todo aquel pensamiento poético se esfumaba, como el vapor de la olla express.

Pablo había comprado una manguera verde en forma de espiral. La tenía siempre conectada al grifo y extendida a lo largo, en el suelo del patio. Cuando la encargó en Amazon le dije que ese tipo de manguera se enredaría, que no era práctica. Le dije que era mejor una manguera que se auto enrollara, a semejanza de lo que hace el cable del aspirador que, con sólo darle a un botón, ¡zas! se recoge sin problemas.

Pero, él no me hizo caso. Lo cierto es que no sé si me oyó. O quizás me oyó, pero no me escuchó. No sé. No volví a insistir como hacía otras veces. Pensé que como yo no me iba a encargar ni del riego, ni del jardín, ya se las apañaría él con los enredos de la manguera.

Mi premonición se cumplió. Bueno, realmente no era una premonición sino la consecuencia lógica de emplear esa manguera con anatomía de bucle.

A los dos días la manguera se enredó. En aquellos primeros momentos hubiese resultado fácil deshacer el enredo, ya que sólo había un tramo de manguera. Pero Pablo optó por añadir de forma progresiva al tramo inicial, otro y otro y otro tramo más de manguera espiral, según se iba enredando.

Y yo, cuando salía al patio a tender, observaba aquel puñetero desastre y me tragaba las palabras como si me hubieran cosido la boca, y todas aquellas palabras se quedaban ahí dentro de mí, esperando cualquier resquicio para salir disparadas, como el chupinazo de San Fermín.

Es fácil imaginar que sucedió meses más tarde con la espiral manguera.

El patio, que es de por sí estrecho, se vio invadido por un monstruo verde serpenteante cual culebra perezosa, retorcida en forma de bucle enroscado y revuelto. Un monstruo enmarañado, sucio y pesado que en nada invitaba a regar. Enfrentarte a ese monstruo, de verde espiral, para dar de beber a las plantas requería fuerza, destreza y sobre todo paciencia, porque cada dos por tres el agua dejaba de salir, a causa de los múltiples nudos de la manguera y terminabas maldiciendo al agua, a las plantas y sobre todo al creador del monstruo verde.

Como regar ya no era relajante, el jardín llevaba meses sin regar. No sé cuántos, quizás años. Si ha sobrevivido es por el agua de lluvia y por la asistencia misericordiosa del jardinero.

Hoy he salido al jardín a no sé qué.

Rezuma primavera y el cactus, que desconocía que teníamos, ha florecido. A pesar de la falta de cuidados, está exultante de vida y trasmite una alegría que yo no creo merecer.

Al intentar avanzar para quitar unas hojas secas he tropezado con la manguera. En cualquier otro momento hubiese encolerizado y maldecido al padre del monstruo verde espiral, pero no lo he hecho. No lo he hecho porque llega un momento en el que ya no puedes seguir apartando la vista del problema, porque ya no puedes retirar la manguera con el pie para pasar, porque el problema ocupa todo el espacio. Porque si quieres poder caminar por el patio, si realmente merece la pena, tienes que hacer algo.

Sin pensarlo dos veces cojo unos guantes de la covacha y, con paciencia infinita y firme propósito, me pongo a desenredar aquel entuerto imposible, como si en ello me fuera la vida.

En el primer intento pronto me doy cuenta de que, en ocasiones, cuando más nos ofuscamos en deshacer el enredo más lo enredamos. Cuanto más muevo al monstruo, más nudos tiene. Comprendo que debo pensar en el procedimiento, ya que la intención, sin una eficaz forma de realización se queda en puro propósito.

Como no me puedo enfrentar al caos directamente, porque no hay por dónde cogerlo, decido dividir el problema. Divide y vencerás. Recuerdo la clase de historia y a Dña. Isabel explicando la estrategia romana contra la liga latina.

Separo los diversos tramos de manguera y, aunque el enredijo sigue estando allí, ahora sí que puedo centrarme en cada parte, en cada nudo y deshacerlos uno a uno.

La forma espiral de la manguera con su memoria de alambre, dificulta obstinadamente el trabajo. Los nudos se oponen a desaparecer con severa tozudez, como el niño que forcejea y se resiste a dejar los columpios antes de volver a casa.

Nudos y re-nudos enroscados y sucios de polvo y barro increpan mi paciencia. Estoy a punto de desistir en varias ocasiones. Siento como el enfado y la frustración hierven dentro de mis venas. Pero pienso que esta es la única y última ocasión, que si no lo consigo algo terrible va a suceder.

Respiro. Cambio el pensamiento por otro positivo. Y aunque me siento como Sísifo en la montaña, pienso en la frase del meme que leí esta mañana en Facebook “es intentando lo imposible como se realiza lo posible” y sigo desanudando.

Pronto, empiezo a sentir cierta sensación de alegría al deshacer cada nudo, alegría que se acrecienta cuando es un tramo de manguera el que se ha liberado de la confusión.

Lo aparto y lo guardo como un problema superado. Como un triunfo. Y sigo así, desenmarañando uno a uno los ocho tramos de manguera que Pablo había ido adosando, los ocho tramos que yo le había dejado adosar, sin decirle nada.

Y, al llegar al primer tramo, siento como si recuperase algo perdido, como si encontrara el origen del problema, como si todo pudiera empezar de nuevo y, súbitamente, me invade una reconfortante sensación de clarividencia.

(Música: Dusty Trails Luius)

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