Eran las doce de la noche. Las doce, el cambio. Un fin y un principio. Sabemos qué acaba, pero ignoramos qué es lo que comienza. Pero por qué pensar eso, por qué asignar a ese punto tamaña importancia. No lo puedo evitar. La última campanada, un punto infinito en un intervalo de tiempo infinito. Un agujero negro. Una grieta muy profunda salvada de un lado al otro por un infinitesimal vínculo.

Por esos lares andaba yo. Ya estaba al otro lado del puente del abismo. Esa noche no había caído. Esa noche había traspasado la frontera sin más avatares que el saber que la estaba pasando.

A veces siento un profundo rechazo hacia mí misma, otras una admiración incalculable. No sé si eso se puede llamar poseer un cierto equilibrio. Quizás. Soy incapaz de vivir sin dejar de llegar un poco más allá. Incapaz de dejar de cuestionarme cosas, de preguntarme, de escuchar. Los demás no escuchan. Nadie los escucha. No puedo respirar sin ver y sentir lo que nadie siente. Sólo me entiendo yo. Los años me lo han hecho saber y me han separado del resto del mundo.

Llegué intentando no romper el silencio con mis pisadas a la plaza Miral. Allí estaba mi banco debajo de las acacias. Como siempre estaba muy sucio. Lleno de excrementos de tordos. Son una plaga. Saqué una hoja de periódico que llevaba en el bolso, la extendí encima de toda aquella porquería y me senté. La hora y el fresco de la noche habían recogido en sus casas a todos los habitantes. Se respiraba una calma fría y húmeda que llenaba mis pulmones. Y comencé a jugar. Con los años había aprendido a jugar con ello. Miré las casas. Algunas me miraban, otras me guiñaban el ojo. Aquello se ponía interesante. Comenzaron a hablar. Todas querían hacerlo al mismo tiempo. Les dije que estaba cansada pero no me hicieron caso. Lo necesitaban. Me contaron lo que había pasado fuera durante todo el día. Eran unas chismosas. Y lo que estaba pasando dentro. Ahí la chismosa era yo. Me gustaba escuchar las intimidades de esas personas a las que conoces de día con una imagen, pero por la noche se quedan en ropa interior. Cuántas bondades y barbaridades me vomitaban a torbellino mis queridas casas.

Demasiados sonidos, demasiados ecos, demasiadas realidades. La cabeza me daba vueltas. El sueño me vencía y no podía más. Tiré el papel a una papelera cercana. Caminé despacio hasta llegar a mi casa. Siempre pensaba antes de entrar qué pensaría ella sobre mí. Me quedé unos segundos escuchando. No se oía nada. No había forma de pillarlas. Giré la llave con cuidado y no encendí la luz, no las quería despertar. Entré a mi habitación y las miré. La persiana estaba abierta y la luz de las farolas de la calle atravesaba las cortinas, se difuminaba y las iluminaba tenuemente. Allí estaban. Llevaban años. Ellas eran las responsables. Ellas me habían hecho vivir muchas doce horas.

De niños, cuando llegaba la hora del abismo todos dormían menos yo. Una tortura constante, un martirio sin santidad. Agarraba el delantal de mi madre con fuerza y le gritaba. No me hacía caso. Por más que explicara mis sospechas y mis miedos siempre me decían que a todos los niños les pasaba lo mismo. Recuerdo las palabras de mi padre. ¿Y quién no ha visto de crío un fantasma en la habitación, un gran oso en las nubes o una silla que se ha cambiado de sitio? Tonterías. Todo lo cura el tiempo y la sensatez. Aunque a mí aquellas medicinas nunca me hicieron efecto.

Cada seis de enero, cada cumpleaños, como si no existiera otro juguete, me las fueron regalando. Y una a una se fueron adosando en aquella estantería. Las odiaba. Esos ojos que me miraban se fueron sumando. Doce muñecas, doce, como los dioses del Olimpo, como los hijos de Jacob… A partir de la última ya no hubo más regalos. Mi madre murió. Desde entonces me ocupé yo de la casa y de todas sus labores. Mi padre ni siquiera me miraba, no me volvió a mirar más. Cada uno hacíamos lo que teníamos que hacer y así se nos fueron los años. Y él también se fue. Un día doce de diciembre a las doce de la noche cayó en el abismo. Su débil cuerpo consumido por la enfermedad no pudo saltar el puente.

Me acosté. Había aprendido a hacerlo casi en silencio. De nuevo reclamaban mi atención. Ni siquiera las historias de las casas de la plaza me habían hecho olvidarlas. Como todas las noches de todos los días de los doce meses tenía que sentarme, y como un ritual de sanación las cogía, las acariciaba, les cantaba, si era preciso las peinaba, les daba un beso y las volvía a colocar donde estaban, en el mismo orden, en la misma posición, en la misma postura. Al principio sentía nauseas, temblaba, me acurrucaba y lloraba, lloraba mucho, pero con el tiempo todo se fue suavizando. Mi cuerpo se acostumbró a los síntomas de repugnancia y mi mente a los de rechazo.

Pero ellas seguían allí, como siempre, controlándome, buscando el momento para hablar, para contarme. Su tiempo debía de ser distinto, sus segundos eran mis años, su eternidad era mi instante. El momento no había llegado. Querían moverse y no podían y yo las vigilaba y esperaba. Eran prisioneras dentro de un cuerpo inerte, y yo lo sabía.

Las volví a colocar en su sitio. Empleé mucho tiempo, iba despacio: cada pierna, cada brazo, cada una tenía que estar igual que el día anterior, igual que todos los días de todos los años anteriores. Aquella era la imagen que recordaba cada día al despertarme, y así comprobaba que no se habían movido.

Por fin me acosté. No quería mirarlas. Cerré los ojos para intentar dormir, pero no pude dejar de verlas, allí colocadas, siempre de la misma forma, como los doce apóstoles en la Última Cena. En la oscuridad de mis apretados párpados veía sus ojos, esos ojos que nunca se cerraban, todos mirándome fijamente, suplicando, todo el tiempo, todos los segundos. Busqué los ojos de mi padre, pero no los encontré. Los de mi madre ya los había olvidado.

Me hubiese gustado que me hablaran, que me contaran sus secretos como lo hacían las casas, como los árboles del parque, como el agua del río. Lo necesitaban. Lo sabía. Pero no. Entonces todo acabaría. Pero ellas seguían calladas, mirando. Tampoco se movían. Abrí los ojos, las miré y les dije con mucha delicadeza que tenía mucha paciencia.

Estaba muy cansada. No lo sabían y no creí que oyesen mis pensamientos. Algún día a las doce no querría pasar el puente, las cogería a todas y saltaría con ellas al abismo, y entonces gritarían. Por fin hablarían y hasta bailarían conmigo.

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