
«Para comprender el mundo en el que vivimos, incluso el universo entero, es necesario conocerse a sí mismo.»
Esta era la lapidaria frase que figuraba como lema de presentación de aquel curso al que asistió Armando ese verano en el que decidió dejar de fumar.
En realidad se apuntó de casualidad. Estaba solo en Madrid y decidió emplear un poco de su tiempo libre matriculándose en uno de los innumerables talleres y seminarios que se ofertaban en la capital, casi siempre en los campus universitarios, ahora vacíos, para gentes en su mayoría de formación superior. En un principio, Armando estaba interesado en otro tipo de temas, más relacionados con la arqueología, la antropología, la historia comparada; pero comprobó que los cursos que se ofrecían en sintonía con sus intereses estaban ya copados por alumnos que se dieron algo más de prisa en solicitarlos. Al que finalmente se apuntó pertenecía al ámbito de la psicología: «Aprender a conocerse». Parecía el título de un libro de esos de autoayuda.
—Bueno, por probar que no quede —se dijo—. Si luego resulta una patochada, lo dejo y en paz.
Escéptico por naturaleza, se enfrentó a la primera clase con una ligera incredulidad; pero, según fueron pasando los primeros minutos de exposición, ese temor se fue disipando en el aire y el interés fue reemplazando a la desconfianza. Le estaba gustando lo que escuchaba. Y el ponente era muy bueno, un gran comunicador que sabía muy bien conectar con su público y despertar su interés. De tal manera que, tras la primera sesión, Armando se fue a su casa plenamente satisfecho.
—Somos en realidad un universo en pequeño. Nuestro sistema nervioso, nuestra piel, nuestras células conforman un mundo particular con sus leyes y sus grados de interacción propios —decía el ponente en la segunda jornada de clase—. Si somos capaces de entender esto, estaremos en disposición de entender también a los demás y de comprender el mundo que nos rodea. Las mismas leyes que gobiernan nuestro cuerpo y nuestra psique son las que rigen el universo conocido, del que nuestro planeta forma parte.
En líneas generales le estaban pareciendo las sesiones sumamente interesantes y provechosas. Disfrutó mucho del curso. Se le hizo corto. Su grado de aceptación y de implicación en él le dejó una sensación parecida a cuando uno se queda con apetito por haber comido a medias: el día en que finalizaron las clases sintió una especie de vacío, como si hubiera perdido algo. Y no era algo material.
Cuando llegó a casa se preparó un combinado de ginebra con cocacola y puso un poco de música. Eligió un tema especial que conectara con su estado anímico, un vinilo de los primeros años ochenta titulado «Cosmos», de Vangelis, muy vinculado en su día con la serie y el libro de Carl Sagan y con las músicas relajantes y de ambiente típicas de los planetarios.
El espacio estaba de moda en aquellos tiempos. Y los temas instrumentales y sugerentes que abrían las mentes para la comprensión del universo pegaban fuerte. Y Armando eligió esta música para relajarse un rato y como una forma de continuar con aquella frase lapidaria que lo saludó el primer día de clase:
«Para comprender el mundo en el que vivimos, incluso el universo entero, es necesario conocerse a sí mismo.»
Dio un trago largo a su bebida, se tumbó en el sofá, entornó los ojos e intentó relajarse. Se propuso sentir todo su cuerpo. Cada poro de su piel, cada milímetro de su carne, cada célula tenían su valor, su importancia. Hizo un esfuerzo por verse desde dentro. Buceó en su interior. Se sintió un glóbulo rojo circulando por sus arterias, una burbuja de aire entrando en sus pulmones, un espermatozoide navegando en su semen con el objetivo de intentar fecundar un óvulo, un hepatocito fabricando bilis. Jugó a ser una plaqueta haciendo de tapón para evitar un sangrado innecesario, una neurona transmitiendo a velocidad del rayo un impulso nervioso, una glándula lacrimal fabricando una lágrima que lubricara sus párpados, una papila gustativa reconociendo el sabor de un caramelo, un leucocito devorando a un organismo invasor. Notó sus latidos, su ritmo al respirar, el parpadeo inconsciente del ojo, el tacto suave del sofá, el regusto residual en el paladar del trago que acababa de tomar, el movimiento de sus intestinos… Percibió sus músculos, sus diferentes órganos, sus articulaciones y sus huesos. Notó que todo estaba en orden, que la armonía reinaba entre las diferentes partes de su organismo, que era muy joven todavía para que se produjera un cataclismo en su interior que acabara con la paz y el orden que ahora reinaban en su cuerpo. Entendió que las patologías y la vejez serían como revoluciones incontrolables o guerras devastadoras que con su ímpetu violento acabarían por desestabilizar y destruir todo el sistema. Comprendió entonces que formaba parte del universo, un universo en equilibrio.
De pronto, un espasmo, una sacudida violenta, un retortijón en el bajo vientre le avisaron de que algo no iba correctamente. Tal vez la comida aquella del mediodía, un kebab de dudoso estado acompañado de una cerveza. O, posiblemente, el cubata que se preparó hacía un rato. El caso es que lo que fuera no le sentó del todo bien. Se levantó del sofá y enfiló por el pasillo, dirigiéndose con premura al baño.
Lo primero que expulsó fue aire, mucho aire. En términos climatológicos se podría asimilar a un vendaval, a una tormenta con aparato eléctrico, truenos incluidos. Luego, el aire dio paso a un importante contingente de materia fecal en estado semisólido. Aquello se asemejaba a una especie de erupción volcánica; pero también guardaba cierto parecido con un alud, con un corrimiento de tierras, tal vez una arroyada, un aluvión de fango que amenazara con salirse de madre. En una palabra: el universo particular de Armando había entrado en una especie de big bang, una explosión que amenazaba con romper la placidez de un día tranquilo.
Entonces fue cuando comprendió que estaba vivo.
Y que además del tabaco debía dejar la puta cocacola.
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