Descolocado por un recuerdo

Descolocado por un recuerdo

Juan Oscar Cepeda

15/07/2020

Señoras afligidas por llegar a casa a preparar comida rápida para el marido y los hijos que, en estos tiempos del desarrollo, la modernidad, las telecomunicaciones y los intensos flujos de información (más mala que buena y útil), aún no digieren eso de la liberación femenina, la equidad de género y el “empoderamiento de la mujer”; y regresan a casa con la certidumbre de que la “señora de la casa” habrá de tener dispuesta la mesa para que la familia comparta los alimentos y se mantenga la tradición de la convivencia familiar como eje de la cohesión social.

Un grupo bullicioso y con excedencias de energía, de expectativas en su vida, de sueños y de ausencia u olvido de su realidad, platican y bromean entre sí, las niñas lo hacen de “bulto” y se buscan y encuentran cariños limpios y fraternos envueltos en un jalón de trenzas o en un abrazo que más parece que las “chinean” aunque evidentemente es con mucho aprecio.

Desde luego, obreros, albañiles, Godínez, con una gran carga reflejada en el rostro sombrío, triste, preocupado y sin ninguna brizna de esperanza para darle un mínimo, pero legítimo bienestar a su familia; aún hay quien lo procura y se preocupa por ella.

Aglomerados todos, se encuentran a la orilla de la banqueta que asemeja el andén de ascenso y descenso de los usuarios del desvencijado y deteriorado vehículo que luce un hipócrita anuncio de “Servicio Público”.

Ese pequeñísimo espacio geográfico que aloja, además: taquerías semi-establecidas de trompo, cabeza de res, tripa, suadero y el infaltable tepache “puro de piña sin adulterar”; dulcerías, tabaquerías de uno por uno, accesorios de celulares que recargan, reparan desbloquean, instalan diversas aplicaciones, etc.

Aun así, descrito de manera apretada, es parte del paisaje urbano de la emblemática colonia de esta gran metrópoli, que invita a exclamar: Tacubaya es Tacubaya.

De entre esa jungla citadina y popular aparece menudita y decidida, pizpireta, con la diferencia marcada por unos espejuelos que medio esconden esos dos luceros que en una ocasión le arrancó al firmamento; y por el paso con los odontólogos, los dos dientes de conejo desaparecieron, la cara inexpresiva como siempre, en el conjunto incluido el “yo interno”, igual que medio siglo antes.

A manera de una bomba que sube el agua al tanque elevado, sentí que el torrente sanguíneo se agolpó en el cerebro haciendo presión en las arterias al punto de la obnubilación, para luego presenciar, como en “súper ocho”, —la escena de ese día en que se celebra la libertad, en un clásico baile pasado por agua, con orquesta al estilo de las “big band”, y ella de pie, sostenida por esas dos torneadas pantorrillas y las zapatillas de breve tacón, que antes de mirarlas fue obligado descubrir las rodillas algo encontradas, como si hubieran sido hechas para estar mirándose una a la otra de manera permanente.

Cara de “palo”, ensimismada, retraída, altiva y ataviada con un casi imperceptible maquillaje; la pintura rosada de los labios como aplicada con temor, un muy cuidadoso y discreto peinado, algo abombado en la mollera y un vestido del color de su alma, con un adorno plateado, dos centímetros arriba de esas, (otra vez, pues se trata de un referente indispensable), inusualmente estilizadas y redondas, rodillas.

Inició la melodía, un instante después la gran pista de baile se saturó de ansiosas parejas que cadenciosamente seguían el ritmo entre risas, suspiros y conversaciones boca con oreja.

La premonición y el destino hicieron que muy a mi pesar, apareciera una inusitada pesadez que me oprimió los pies en el suelo en una lucha de la voluntad con ese extraño suceder.

Deseé acercarme para cubrir el protocolo de invitarla a bailar, al tiempo que la razón me indicó que aguardara media melodía, asumiendo el riesgo de que alguien más lo hiciera; y el destino tomara otro rumbo, tal vez para siempre.

Así fue como, “girando una vuelta a la tuerca” sentí su tersa y tímida mano que me permitía llevarla al espacio que, también el destino nos reservó. A manera de un match de boxeo, se inició un complicado e indescifrable round de sombra, preguntas obligadas y respuestas en monosílabos o éstos aderezados con otra pregunta.

Tuve el presentimiento que, al igual que yo, deseaba continuar toda la fiesta aproximados uno con o contra el otro, en una contradicción extraña como si estuviera de antemano diseñado de manera tan perfecta, el ensamble de las dos piezas, nos acomodamos, ni duda me cupo.

Pareció un suspiro el tiempo que bailamos antes de que osara acercarme y de manera casi imperceptible, en la oreja murmurarle muy quedo un piropo que, no solo le complació, sino que sentí que su cuerpo emitió una muy suave convulsión y un involuntario escalofrío.

Como si fuera el prólogo de un sentimiento silenciosamente guardado, las mejillas se tocaron produciéndose una agradable descarga eléctrica que se inició en la punta de un cabello para recorrer el cuerpo a lo largo y escaparse en la punta del dedo gordo del pie derecho.

Días de alboroto interno, de excitación trémula, de zozobra, algunos espasmos de tiricia, tristeza, ganas de llorar y noches, por esa descolocación descrita, de poco y mal dormir.

Con alivio llegó un resplandor que me encandiló porque configuraba un camino hacia el sosiego, pero acompañado de una profunda intranquilidad que, más parecía angustia o congoja. Llamar al teléfono cuyo número recitó, de dos en dos dígitos, atropelladamente en el instante mismo que la “arrastraban” hacia la puerta de salida.

Dudas que se arremolinaron provocando severa ansiedad: de si me recordaría, de si me contestaría, de si estaría en el mismo ánimo con que bailamos, de si alguien de su familia no le permitiría contestarme, qué le diría, cuál era el propósito de la llamada,

Los sábados en la tarde me parecían los más luminosos y ligeros como al nivel del mar, deambulábamos por esa ciudad, conversaciones largas y sin tema, me atraían sus frases cortas y sus monosílabos, eran una delicia sus ensordecedores silencios, las referencias esporádicas de su familia, como niña crecida invariablemente ejemplificaba con su Mamá, el eje de su vida lo ubicaba en la enseñanza a niños chiquitos; a ese tema le ponía acento ortográfico y emoción, casi pasión. En esos tiempos existía un concepto o virtud que, como aprendido por nota, el pudor constituía su divisa.

Como el prólogo de un pedazo esencial de mi vida aparecimos en el camellón del cruce de Revolución y Martí, setenta centavos en la mano que entregué al operador del “Obregón-Insurgentes”, platicamos todo el camino, percibió, pero con esa otra de sus virtudes, la discreción, no aludió a mi intranquilidad ni adonde nos dirigíamos.

La parada de Avenida Hidalgo fue nuestro destino inicial, aún en el camellón le señalé que frente a nuestros ojos se encontraba la casa donde nació el célebre Germán Genaro Valdez, Tin Tan.

Luego nos encontramos cruzando una monumental puerta de madera labrada a mano, una hermoso jardín todo verde, tres tablones negros, unidos entre sí, encima de un caballete, también de madera de pino con el gran anuncio “La Hostería del Bohemio”, en los corredores de los arcos se encontraban mesas para dos, no había ni para tres ni para más, diseñadas con troncos, al igual que las sillas, encima un porta veladoras de lámina de metal, desde luego, con su veladora encendida, un cenicero de barro y el menú en una hoja bond,

Edificado el ex Convento de San Hipólito en el siglo XVI, convertido en un templo de amor y amistad verdaderos, participó presencialmente en un suceso trascendente de mi existencia. Volvió el desasosiego y la angustia aparejados con un halo intenso cuyas luces dibujaron la expresión común “feliz o Feliciano”. A boca de jarro dije: ¿quieres ser mi novia? Me temblaba todo, la sangre fluía con más velocidad, sudaba por dentro y sentía todos los malestares conocidos y los no conocidos.

Su silencio se hizo eterno, bajó la vista, ¿apenada y feliz preguntó un “porqué”? La repuesta no pudo ser más estúpida: “porque siento algo por ti”, esa noche recapitulé y debí haber dicho que ese algo era un todo, que junto a ella me sentía lo más cerca de Dios, que había invadido mi corazón, que yo lo había consentido con agrado, que no solo lo invadió, sino que se posicionó a sus anchas, que ella y ese amor no cabían, con el riesgo de que creciera aún más.

Similar escena del camellón y los setenta centavos tintineando en la mano, solo que esta vez mirando hacia la Alameda, señorial parque de la ciudad, centro de concentración de familias con muchos niños, mucha algarabía, globeros, fotógrafos que esconden la cabeza para lograr las mejores condiciones de la placa, pajaritos de las cartas de la suerte, vendedores de manzanas rojas.

Transcurrieron pocos minutos y de pronto reparé en esa regordeta mano entrelazada con la mía, silencio espiritual como si el lenguaje gutural no fuera necesario, la transmisión de sentimientos junto a las neuronas del corazón efervecían y me hacían sentir la metamorfosis acaecida, era otro distinto al de aquel camellón.

Con suavidad y despacio busqué con la mía su otra mano, sentí una casi imperceptible opresión con todos sus dedos, ahora los latidos en las venas temporales se aceleraron, en tanto que nos miramos en un interminable silencio lingüístico, dejé que esos ojitos negros, chiquitos pero miradores, se introdujeran como un catéter hasta el corazón, deseé que se enterara de todo ese sentimiento que no cabía ya, que se desbordaba, que si no ocurría algo podría reventar y rociar el universo entero.

No sé cuál, pero en algún momento huyeron la razón, la memoria y los cinco sentidos; para mi vida quedó nublado ese bendito lapso. Solo volví en mí con la aparición del embeleso que se produjo al tocarnos los labios, su fresca, o más bien, fría saliva; decidí pues, con la anuencia del corazón, del alma y de mi existencia entera que sería el amor de toda mi vida. Desde entonces no ha habido un solo día que no la piense, que no haya deseado sentirla y que no haya sentido estas ansias de hablarle.

La moderna bioética distingue dos sucesos para construir el tratado de la vida, el nacimiento y la muerte como parte de ella, introduciría uno intermedio, nací de nuevo en esos instantes.

Como si hubiera transitado por el Espinazo del Diablo, en la cerrada neblina por esas cerca de dos mil curvas para llegar al escampado cuya claridad reconforta, con un horizonte muy verde y despejado que promete tranquilidad y estabilidad.

En efecto, los días, semanas, meses que prosiguieron fueron de sosiego pleno, de efervescencia espiritual, de fortuna, fuimos, fuimos más lejos, venimos, venimos más cerca. Todo se asemejaba a la aurora boreal, despejado, blanco brillante, amanecido, con grandes expectativas de alegría y felicidad.

Me dejó entrar a su mundo, me hizo un recorrido donde conocí la escuela en la que sostenía su proyecto de vida, con aquel uniforme que la hacía parecer de quince, por eso y la concordancia con el contenido y la construcción de sus conversaciones. La suya era una imagen potente pero llena de dulzura y bondad.

Vagabundeamos por la Ciudad Universitaria, la escuela que fue depositaria de mis sueños, la portentosa Biblioteca, “las islas”, el Paseo de la Salmonela”, el estadio, los frontones, en el auditorio Justo Sierra presenciamos el concierto de la Maciel con sus Rosas en el Mar, Nos abrazamos muy fuerte como pretendiendo la ecuación de uno más uno igual a uno.

El mejor hotel de la época fue escenario de la fiesta de graduación, lujo nunca mirado por mí, la mesa familiar harto-concurrida, supongo que hubo buenas viandas y vino del mejor, una orquesta de renombre. Ahí estaba Ella con su cara de un solo modo: como resorte se paró y fue a mi encuentro, me arrastró a la pista de baile. No paramos de bailar muy juntos y algo más; por primera vez le dije cuánto la quería con Blue Moon de fondo. Aun ignoro por qué no me invitó a la mesa de la familiar.

En esas otras condiciones de seguridad que proporcionaba la buena calidad de vida, jalé el cordel del pasador de la puerta que daba paso a una pequeña estancia de tránsito hacia el diminuto comedor contiguo a la cocina, con una escala que alojaba dos camas grandes y una chica.

Ceremoniosos se pusieron de pie para recibirla con sendos saludos cálidos y afables – me hubieran avisado que vendrían- cumplido clásico de mi Madre, – qué bueno que te decidiste a venir, eres bienvenida siempre- terció mi Padre. Prosiguió la conversación-interrogatorio, sutil y cuidadosa; se esforzaron por hacerla sentir bien, campearon las frases de tanteo, destacó la de –siéntete como de la familia-.

De manera simultánea aparecieron un marcado rubor y chapas en las mejillas que intentó disipar con un nervioso estrujar de dedos. –Parece una buena niña- comentó mi Padre; – trátala bien, no le hagas daño- me recomendó mi Madre.

La vida buena y plena no es eterna, ni al menos duradera; en medio de la felicidad que se consigue con: conversaciones auténticas y hasta insulsas, pero que saben a dulce, con los aturdidores silencios que miran a los ojos y destilan un lenguaje casi sacro y con las proximidades de dos almas; apareció el inducido desencuentro motivado por insidioso comentario que traería consecuencias y trascendería por muchos lustros.

Se sumó ese gran orgullo que tiene y la soberbia que hasta entonces no se había revelado, a la actitud poco tolerante que emana del ancestral machismo. Fue esa irracional mixtura que rompió de tajo el “todo” que se había tejido con cuidadoso y perseverante enhebrado.

Acto seguido, una fiesta de tristeza, de amargura, de melancolía, de sufrimiento; no hubo cordura ni cesión alguna. Solo silencio opresivo.

Altiva e indiferente, entre una lluvia de ese blanquecino cereal, salió triunfante por la gran puerta de esa iglesia del siglo XVIII, con estilo barroco inconfundible, donde los marzos bailan los huehuenches. Inexpresiva y orgullosa fingió no mirarme. Fui vencido: “un gavilán más prieto” se la llevaba. —

Salido del instantáneo estado de “coma” la encontré en el asiento derecho, un poco alterada, inquieta e inesperadamente oronda. Frases hechas o estudiadas de antemano o espontáneas:

Que pasó! (saludo desconocido por mí), eres igualito a tu Papá; no pensé que esto pudiera ocurrir, quería y no; han pasado tantas cosas en estos, casi 50 años.

Nos instalamos en una cafetería de “chinos” en el corazón de Tacubaya y linderos con la colonia de Guillermo Fadanelli. Fue una conversación abigarrada y atropellada, ambos deseábamos decirnos los rasgos de nuestras historias en un diálogo peculiar, cargado de “economía del lenguaje” sin ilación, pero con entusiasmo y actitud transparente.

Memoria y flujo acelerado de sangre, como uno solo, irrumpieron trastocando el equilibrio relativo, al mirarla ponerse de pie y pedirme un abrazo. Fue el antes y el después de esta historia compartida, vivida e inacabada.

El estupor de ese momento de obnubilación y los subsiguientes de irreflexión e inconciencia, quizá voluntarios o consentidos, tal vez acompañados con el significado de la coloquial expresión “dejarse llevar”; impidió mirar el horizonte con la claridad necesaria.

Se reanudaron los encuentros, los paseos sin rumbo, los cafecitos, las largas conversaciones, los transportes comunitarios. Las aproximaciones corporales estuvieron ausentes por un buen tiempo, a diferencia, las espirituales se solidificaron y ensamblaron con cierta facilidad, los pormenores de las nuevas vidas quedaron al descubierto con la debida actualización.

Entre esa inconciencia aparecía un extraño halo en forma de sonrisa o risa irónica que dibujaba muy tenues dos vocablos apenas reconocibles, segundas partes vs segundas oportunidades,

Desentenderse fue la receta, así dio comienzo esa inolvidable tarde, con una fructífera sesión de riego por aspersión manual, al abandonado jardín del Jardín.

Siguió con una atropellada conversación, rara y sin tema, es decir, una conversación de nada, que desembocó en un torbellino que envolviera el alma fundida de los dos, hasta quedar ahítos de ese húmedo radical que, con su aquiescencia explícita arribamos hasta ese espasmo, por lo que vale la pena vivir.

A lo lejos solo se escuchaba la “sonidera” canción de barrio que, penetra hasta los huesos y que cada estrofa concluye con “nomás contigo”. Solo así fuimos lo que necesitábamos ser para el otro.

Otra vez, por un buen tiempo que más pareció un suspiro, fue posible paladear la vida plena de tranquilidad y paz interna, de entusiasmo y emoción, de pensaderas agradables y edificantes y sobre todo de conversaciones largas y a distancia; creo que no dejamos pasar ni un segundo sin pensarnos.

Sería prolijo y tal vez “amelcochado” confeccionar una apología de la fusión de dos espíritus, de dos almas, de dos cuerpos y de dos maneras de concebir un sueño para engancharlo con la realidad.

Baste hacer referencia a la médula del título de estas líneas, si fuese permitido, a manera de un pliego de providencia.

Con la palidez del trance del día con la noche, adornada con neblina, con ganas de llover y con descargas eléctricas, aparece como una premonición del final amargo y sufridor de una historia que, enfrenta los sueños con la falsa y utilitaria vida que el pragmatismo de la modernidad nos impone.

Verdad VS Mentira, o bien, mentira vs verdad.

El cinismo nos empuja a “altercar” con argumentos fútiles: “medias verdades, o medias mentiras”; “mentiras piadosas, ingeniosas, inofensivas, divertidas, de ocultación, de falsificación” y muchos etcéteras más.

Al final de cuentas toda mentira o toda no verdad, denotan un problema de actitud y de valores.

El olvido del individuo, por el solo hecho de ser eso, a cambio de los aparatitos que alojan en su esencia, información verdadera, falsa, útil o no; son herramienta para conseguir desconocidos amigos, para enviar a un “grupo de difusión” figuritas que nada dicen y que denotan flojera y falsedad, que ayudan a dar “atole con el dedo” (perdón por esa frase coloquial), permiten copiar y pegar disertaciones huecas que pretenden sugerir valores que ni siquiera se razonan.

Ello condujo a que el final fuera un desastre y que la historia quedara resumida en sólo un sueño y en un perenne recuerdo.

verano 2020.

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