VIVIR EN EL CAMPO

Dos días antes del viaje, cuando ya tenía todo preparado, visité a mi madre para despedirme de ella. Iba a ser duro, este podía ser un viaje sin retorno, pero tenía que afrontarlo. Mi madre vivía en un pueblo cercano a las montañas, una casa auto gestionada con la pensión de las diez personas que residían allí. El pueblo era pequeño y con buen clima, en invierno tenía menos de cincuenta habitantes. Durante los meses de verano triplicaba su población debido, sobre todo, al frescor de las noches y al aire limpio que se respiraba en comparación con el de la ciudad. Cuando llegué, aparqué en la plaza, junto al ayuntamiento y fui caminando hasta la casa. Tenían un trozo de parcela bastante grande. Vi que cultivaban, entre otras cosas que no identifiqué, judías verdes, cebollas, patatas, calabacines y tomates. Era un huerto bien soleado con pequeños frutales a su alrededor que aún estaban creciendo. En ese momento un vehículo irrigador de color amarillo que emitía unos sonoros bips sobrevolaba los sembrados echándoles agua pulverizada. En realidad, el pueblo no estaba muy lejos, los noventa kilómetros desde mi casa se hacían en apenas diez minutos. La casa era de diseño siglo veinte, color ocre y dos plantas. El piso superior y sus escaleras se salvaban con un dispositivo con silla incorporada, pero también había habitaciones en la planta baja, la de mi madre era una de ellas.

Cuando nos contó que se iba a unir a este colectivo me pareció una buena idea. Ella siempre había dicho que no quería terminar en una residencia donde solo se jugaba a las cartas, se bailaban tonterías los domingos y se esperaba a que llegase el final. Y que, además, tampoco quería que ni mis hermanos ni yo tuviésemos que soportar el pago de una residencia privada para estar atendida sanitariamente. Esta casa era una buena solución, un médico pasaba consulta todos los jueves por la mañana. Ellos mismos gestionaban el espacio y hacían frente a los recibos de agua, luz y gas. Incluso contrataron dos auxiliares, dos mujeres del pueblo en situación de necesidad, en turnos de mañana y tarde.

Al entrar en la parcela encontré a Aurelio, un hombre delgado de unos setenta y muchos que vestía una camiseta de Janis Joplin con la leyenda “Make love, not war”. Recogía tomates en una cesta.

–Hola Daniel –me saludó. –Tu madre dijo el otro día que te vas de viaje. Qué suerte, tío.

–Sí, vengo a despedirme –dije. –Oye, vaya pinta que tienen esos tomates.

–Totalmente naturales, sin aditivos ni fertilizantes. Saben a gloria con un poco de sal y un chorrito de aceite. Ahora abro unos y te los llevo. Ahí tienes a tu madre –dijo señalando el entoldado de la entrada, –lleva esperándote desde hace más de media hora.

–Pues he tardado poco, pero había mucho tráfico de salida.

–Claro, por el buen tiempo –dijo señalando el sol y el cielo.

Me dirigí hacia ella sin que se me notara la tristeza. Estaba sentada en la silla de ruedas eléctrica que le compramos, llevaba un vestido blanco muy vaporoso y una especie de diadema o guirnalda de flores en la cabeza. Nos abrazamos.

–Hola hijo, pero qué alegría verte. Estás más delgado –dijo evaluándome. –¿Qué pasa, no te dan bien de comer?

–Como correctamente, mamá. Lo que pasa es que tengo que hacer mucho ejercicio. Hay que estar en forma –bromeé.

–Claro. ¿Cuándo te vas? ¿Mañana?

–No, dentro de dos días. Hoy es viernes, salimos el domingo por la noche. ¿Cómo estás?

–Qué bien. ¿Estás nervioso? –me preguntó.

–Un poco. Un viaje largo tiene siempre algo de incertidumbre. ¿Estás bien aquí?

–Sí te entiendo. Todavía me acuerdo de la noche anterior al viaje que hice a Berlín con tu padre, que en paz descanse. No pude dormir apenas y luego me quedaba frita en todos los sitios: mientras esperábamos en la puerta de embarque, en el avión, en el taxi que nos llevó al hotel. Qué viaje tan bonito y qué días tan estupendos nos hizo. Solo llovió uno de los diez que estuvimos allí. La Puerta de Brandemburgo, la Isla de los Museos, el Charlie Point ese. Qué bonito todo. Y qué codillo con puré de patatas con perejil y ajo nos comimos, estaba buenísimo. A tu padre le encantaba y se tomaba unas cervezas grandísimas. ¿Te lo he contado alguna vez?

–No, mamá –mentí. Estaba claro que mi madre se encontraba bien, solo le faltaba alguien a quien soltarle el rollo. Tal vez no le gustase enterarse de lo que iba a pasar.

–Y tú, ¿lo tienes todo listo?

–Sí, todo preparado. Verás mamá…

–¿Seguro? –me interrumpió. –Acuérdate de llevar una muda limpia que nunca se sabe lo que puede pasar.

–Sí mamá, ya sé. Para que los médicos que me atiendan no piensen que soy un guarro. Gracias. –Volví a preguntar cómo se encontraba, si estaba a gusto en esta especie de comuna hippie. Indignada me contestó que de hippie nada y me explicó las actividades que hacían.

–Tenemos un taller de cerámica, hacemos botijos y cacerolas muy buenas. También hay un taller de encuadernación donde hacemos cuadernos de papel reciclado y otro de carpintería. Restauramos muebles que la gente de por aquí tira y Francisco, hace unos cucharones de madera que se venden muy bien. Llevamos las cosas a los mercadillos cercanos donde tenemos un puesto. En verano se saca algo de dinero con los turistas, ¿sabes hijo? Ven, sígueme, vamos a la cocina que te he preparado unas cosas –puso en marcha la silla de ruedas y una vez allí abrió el frigorífico y sacó tres tápers del interior. Intenté decir que no hacía falta, qué dónde iba yo con tanta comida, pero no me oyó o no quiso oírme. –Mira, te he hecho unas croquetas. Creo que hay veinte, son de jamón, no había bacalao. Las hice ayer, así que cuando llegues a casa las congelas en una bolsa hermética de esas. ¿Tienes bolsas?

–Pero mamá…

–Ni peros, ni peras, que estás muy delgado. También te llevas estos dos tápers de albóndigas. Unas son con tomate y otras con guisantes y cebolla. Ya están congelados porque los hice anteayer, solo tienes que calentarlos en el micro.

–De verdad mamá que no hace falta. Allí me darán de comer. Además, ¿dónde voy a freír las croquetas?

–Ay, hijo, pues en una freidora o en una sartén, como todo el mundo –dijo mientras cogía cuatro tarros de cristal con tomates en conserva de uno de los armarios. –Y te llevas también estos tomates para el invierno que viene. Aquí tenemos de sobra, ya no sabemos qué hacer con ellos y los envasamos. Salen unos gazpachos riquísimos. Eso sí, una vez los uses no tires los botes. Me los traes aquí que los desinfectamos y volvemos a usar.

–Pero mamá por favor, ¿dónde crees que voy? ¿De excursión con los colegas? –protesté con los tápers en una mano y en la otra una bolsa con las conservas.

–Ya, ya sé que es un viaje de trabajo, pero supongo que también comeréis y tendréis algún tiempo de descanso, ¿no? Toma, también te llevas una pulsera de estas que hace Aurelio. Es cuero bueno –dijo mientras se servía un vaso de agua.

–Claro que tenemos tiempos de descanso, pero no puedo freír croquetas de jamón en el espacio. ¿Lo entiendes? En una nave espacial no hay sartenes, ni freidoras, ni cocinas de gas o eléctricas –miré la pulsera porque no me atrevía a mirarla a ella, tenía un trenzado bonito.

–Ay, hijo, qué raro eres. Lo que no tengo para darte es vino, se ha acabado. Si acaso una botella de licor de moras. También lo hacemos nosotros con las que recolectamos en las fincas. Los del pueblo no las aprovechan, prefieren comprar el licor ya hecho –bebió el agua, hizo una pausa y preguntó extrañada: –¿El espacio?

–Voy a explorar el planeta Saturno, el de los anillos. Será una misión larga, mamá.

–Ah, bueno, Saturno –dijo como si no importara, –entonces tendrás prisa que eso está muy lejos. No te entretengo más. Hala, al coche y para casa. Ten cuidado y a la vuelta ven a verme que te prepararé un pisto que te vas a chupar los dedos –dijo mientras me empujaba hacia la salida.

Me despedí de ella con un beso en el entoldado. Me dijo que no me preocupase, que estaba encantada con estar allí, que era lo que siempre había querido: vivir en el campo, como en aquella vieja canción de Neil Young. Supuse que se refería a “Are you ready for the country” solo que mal traducida. “Country” era país, no campo y la canción hablaba de Vietnam.

Cuando me dirigía cargado hasta los topes hacia mi coche aerostático, volví a encontrarme con Aurelio que fumaba marihuana apoyado en la valla.

–Es mi terapia –dijo señalando el porro. –¿Te vas ya? ¿Tan pronto?

–Ya me ha echado, que no es lo mismo –respondí.

–Bueno, ten paciencia. Tu madre de vez en cuando pierde un poco la cabeza, pero aquí está bien cuidada. La queremos todos mucho.

–No he podido decirla que probablemente, cuando vuelva a la Tierra, ella ya no estará. ¿Me ayudarás? –le pregunté.

–Claro, no te preocupes. ¿No podrás hablar por videoconferencia desde allí? Aquí estamos preparados, mi equipo es última generación.

–Imagino que sí, no creo que haya problemas, pero no es lo mismo ver que abrazar.

–Claro, lo entiendo. ¿Una caladita? –dijo ofreciéndome el porro.

–No puedo, Aurelio. Muchas gracias por todo –dije tendiéndole la mano.

–No hay de qué –apretó mi mano con fuerza. –Y ten cuidado con las saturnianas –dijo con una sonrisa mientras expulsaba humo. –Si es que existen, claro.



José Mª Sánchez.

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