Zhou Zha. El maestro peregrino

Zhou Zha. El maestro peregrino

Worahnung

27/04/2020

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ZHOU ZHA

El Maestro peregrino

-¡Mei Shu! ¡Mei Shu! ¡Espérame!

Mei, quería irse del pueblo. Se había hecho una coleta y calzaba unas zapatillas nuevas de lona. Cargaba un pequeño maletín y caminaba decidida bajo el sol de mediodía a coger el tren que la llevaría a Shanghái. Había amenazado con cortarse las venas, o lanzarse a los remolinos del río si no la dejaban hacer el viaje. Era aún muy joven, sumamente bella, y también muy terca. Sus padres habían intentado por todos los medios hacerla cambiar de ideas, sin resultado. Desesperados, llamaron al maestro peregrino Zhou Zha para que intentara convencerla. El anciano trotaba tras ella apoyado en su bastón. Tenía el pelo blanco y le faltaban dos dientes. Había llegado de la frontera, más allá de la Ciudad Dormida, pero decían de él que entonaba versos antiguos que atraían o desviaban la lluvia. Llevaba un año por aquellos parajes y todos le respetaban. No obstante, había algunos que aseguraban que no era tan viejo, y que en el fuste de su cayado ocultaba un arma.

El maestro consiguió alcanzarla y se colocó a su altura. Estaba sin aliento, le costaba seguirla el paso, pero aún se le cortó más la respiración cuando contempló la hermosura de la muchacha, nunca antes la había visto tan de cerca.

-¡Mei Shu, detente! ¡Me envía tu padre, tenemos que hablar!

Para el maestro Zhou Zha no era tan importante lo que decía como la manera de expresarlo. En su palabra se mezclaban simultáneamente una variedad de voces y sonidos tornadizos. Era capaz de encerrar a la vez en su discurso el siseo de un viento nocturno, el franco piar de los chorlitos, y hasta los lamentos nocturnos de una hiena; desconcertante pero efectivo. La muchacha soltó el maletín de mala gana y le encaró, muda, tensa como una pértiga. El anciano recogió del suelo el equipaje de la joven y se encaminó a sentarse en un poyete de piedra cercano bajo la sombra de un árbol, el calor era asfixiante.

-Mei Shu, tu padre me ha puesto al corriente de tus intenciones –dijo aún jadeante, estudiando a la chica.

La muchacha seguía de pie cruzada de brazos, se mantenía distante a tres pasos del maestro. Parecía dispuesta a hacer como que escuchaba, sin embargo su mirada era abrasiva e impaciente, y expresaba abiertamente la inutilidad de cualquier sermón; no iba a ceder. Pero el anciano maestro Zhou Zha estaba acostumbrado a hablar solo. Ya en su lejana y caótica juventud había entablado largas conversaciones consigo mismo para escapar del suicidio, y aquella encantadora mocosa no iba a conseguir amilanarle con sus duros ojos silvestres. Desde la estación, camino arriba, llegaban voces de gente, y golpes de hierro; tras la máquina de vapor estaban enganchando una larga columna de vagones. El maestro bajó la vista un instante, adoptó el tinte de voz más conveniente, y empezó su argumentación.

-Mei Shu, ante todo quiero que sepas que respeto tu decisión, pero me pregunto si eres consciente de todas sus consecuencias, pues resulta de suma trascendencia que abandones a tu padre y a tu madre, también a tus hermanos, y a ese pequeño amigo que te sigue a todas partes… ¡Sí! me refiero a Gou, tu perro lisiado…

Zhou Zha no quitaba ojo a la muchacha. Se dio cuenta que la chica cambiaba el peso de una pierna a otra, pensó que había acertado en alguna flaqueza y que recién estaba empezando a tambalear su muralla. Prosiguió.

-Te marchas porque dices que estas harta del barro que se pega entre los dedos de tus pies cuando regresas del arrozal, y que no soportas más los arañazos de los ortigas ni la picadura de los mosquitos, y que tampoco quieres que tus vestidos huelan toda la vida a mierda de cabra. La sencilla solución a tus problemas pasa por coger un tren y alejarte de todo esto, porque tienes bien pensado un futuro mejor para ti. ¿Cómo puede nadie desaprobar medida tan sabia?

El maestro advirtió que la joven le miraba suspicaz. Esta vez moduló la voz de forma imperceptible y la envolvió en un suave zumbido de abejorros. Pero estaba resuelto a zarandear a Mei; no disponía de mucho tiempo

-¿Qué harás cuando llegues a la ciudad?, ¿te ayudará tu prima Ji Nu a buscar una plaza de sirvienta?, ¿para ser humillada, pasar hambre, y aún ser más pobre?, o… ¿preferirás, como ella hace, aspirar a ganarte la vida con tus encantos? De sobra sabes que eres preciosa, pero ni te imaginas dónde te metes. En Shanghái viven las mujeres más bellas de la tierra. Desembarcan simpáticas jóvenes de París y chiquillas tatuadas de la India, acuden hechiceras de remotas ciudades del Nilo y también cristianas de Roma. Buscan un porvenir dorado: vino, sedas, manjares, fama, y un insaciable acopio de riquezas. Son expertas en la mentira, en camuflar sus defectos, y en el arte de revolcarse en la cama. Cuando hayas aprendido a vestir y a comportarte como ellas, ya te habrán despedazado; la competencia entre las rameras es imaginativa, excesiva y cruel. Te falta formación, perfidia, te sobra candidez, tampoco sabes manejar veloz la daga, y el tamaño de tus pechos no daría ni para medio “po”* de leche. Aún no estás hecha. Abandona tu sueño y comienza un proyecto. Retrasa tu viaje, prepárate, ganarás tiempo. Y si te empeñas en ser puta, yo… puedo ayudarte.

A Mei Shu nunca, nadie, le había hablado con palabras tan groseras, estaba asustada. Miró alrededor por si alguien los escuchaba. Pero el maestro parecía ajeno a todo decoro y no daba tregua. Las cosas ocurrían demasiado deprisa.

-No te escandalices por lo que te digo, pequeña Mei. No te enseñaré a abrirte de piernas ni a fingir, eso es un instinto con el que se nace, pero sí te educaré a hacerlo, o a negarte de sugerentes formas, pero con la frialdad del momento exacto. Si aceptas mi proposición, has de tomártelo con disciplina. Ese mundo no es de juego, en él se puede ganar o perder la vida.

Siguió el anciano imparable con su discurso, movía las manos y dispersaba ideas desconcertantes que Mei muy bien no entendía. Le dijo que un tren podía esconder el ruido de otro tren, que un hombre puede enmascararse en un nombre, que una pequeña caja puede ocultar una carga muy pesada, y que un gran amor puede encubrir la más ruin de las miserias. Le habló de espejos, de magias, apariencias, y de obsequios que encierran venganzas. Le aseguró que su mayor virtud podría convertirse en su condena. La muchacha pensó que el viejo estaba loco, pues observó que la miraba con ojos desatinados, pero al mismo tiempo reconocía la suerte de estar ante un anciano venerable que le dedicaba su tiempo. Al rato, dedujo la chica que suya era la culpa por no desentrañar aquellos mensajes del maestro peregrino, y que le quedaba todo por aprender.

De la estación se propagaba un olor a grasa y el siseo fuerte e intermitente del escape de vapores. Una columna de humo negro salía por la chimenea y se elevaba al cielo. La caldera de la locomotora ganaba presión y el convoy pronto levantaría frenos. Mei Shu giró la cabeza y contempló la máquina unos instantes, luego volvió a mirar a su maestro. Abrió la boca tímidamente y pareció decir algo. El maestro le dijo que se acercara a él, simulaba no escucharla entre tanto ruido.

El maestro Zhou Zha oía perfectamente, pero ese no era su sentido más desarrollado. En algún momento de su pasado, la accidental ingestión de las flores de una planta velluda, le incrementó la sensibilidad del gusto exponencialmente. Por increíble que pareciera, a partir de entonces, su lengua y paladar tenían la desconcertante facultad de discriminar y reconocer millones de sabores. Cuando llueve y la tierra se humedece, y el vaho que se desprende del suelo sube hasta su boca, es capaz de detectar bajo sus pies los profundos despojos de gigantescas criaturas extintas, cenizas de fuegos primitivos, hondas minas de mercurio, y hasta los añejos residuos de guerras olvidadas. Al acercarse la muchacha a él cerró los ojos y aspiró el aire que le escapaba de la bata. Con media docena de partículas de sudor que entraron en su boca tuvo suficiente. Mei Shu, en un instante, se hizo transparente; era tierna, frágil y simple como una hoja de repollo. Abrió los ojos y ahora el maestro la miró con dulzura. La chica tenía la cara roja como un tomate y con un gesto la animó a que le repitiera la pregunta.

-¿Maestro, me crecerá el pecho? –preguntó con un hilo de voz.

-¡Pues claro! –contestó el maestro clarividente.

Se escuchó un pitido seguido de un estrépito al curvarse las piezas de acero, y el tren de Shanghái se puso en marcha. Lo vieron pasar con su variedad de mercancías hasta el último vagón, ganar velocidad y luego alejarse. La muchacha cogió su maletín y esperó quieta las instrucciones del maestro.

-Ven, Mei Shu, sígueme. Tengo en casa tuétanos de cerdo, sangre de paloma, queso fresco y almendras. Después de la merienda, comenzaremos inmediatamente tu instrucción.

Al maestro Zhou Zha le caía bien la chica, no hablaba demasiado. Caminaron bajo el bochorno. Cogieron por la senda que bordeaba el pueblo. No tardarían en aparecer sobre las montañas del este el frente de nubes que anticiparía el diluvio; él ya lo adivinaba en el aire. 

-“Dichosos los que aman en secreto” –murmuró de pronto. 

* * * *

Sólo una cosa ha dejado el ladrón, la luna en la ventana. (Ryookan)

*(Po). Vasito de leche.

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