GUANTES DE AMOR

Un minuto. Un minuto es el tiempo que posee el boxeador para descansar y recibir indicaciones de su entrenador entre asalto y asalto. Cada uno de sus ayudantes tiene una misión: cuando termina cada asalto, sus manos se moverán frenéticas durante los sesenta segundos de intermedio para colocarle el taburete; otro le tirará de la cintura de los pantalones del púgil para ayudarle a respirar; se le limpiará la cara con almohadillas esterilizadas; le sujetarán el protector bucal, le darán de beber, escupirá, secaran su sudor, le moverán aire con movimientos de toalla y aplicaran sales aromáticas a la nariz si está grogui… Mientras el entrenador normalmente intenta animarlo, indicarle lo que está haciendo mal. A menudo le dice que está perdiendo si va ganando o ganando si va perdiendo. A veces lo que se dice en el rincón durante la pelea ejerce un efecto sorprendente en el desarrollo del combate. Todo esto mientras el boxeador mira inquieto a su oponente en la otra esquina, hasta que al sonar la campana sus ayudantes le retiran el taburete y vuelve a quedarse solo en el ring.

Ese mismo minuto era el tiempo que llevaba mirando fijamente mi pupila azul en el espejo. Frente a frente. Cara a cara. Sin vacilación ni ambigüedad. Observaba mi rostro pálido, constreñido, famélico; me fijaba en la mirada insidiosa que poseía, serena pero tensa, furiosa a la vez que calmada, débil sino firme, inquieta contra prudente. Procuro respirar lentamente, seguir la inhalación y exhalación fluir por mi organismo… De repente oí la campana de fondo. A continuación la voz del speaker de la velada: ¡segundos fuera!

Vi mi pasado en los ojos, vi mi presente, sin embargo no vi mi futuro. Seguía contemplando mi rostro en el espejo. Vi mi infancia, mi adolescencia, mis primeros pasos, mis primeros besos, los primeros amores, mis primeras travesuras; la escuela, el barrio, mi familia. Vi mis errores, mis defectos, mis desdichas, propósitos, sueños, convicciones, inquietudes, traumas, frustraciones, abusos… Y por más que miraba en el espejo solo veía ansiedad. Sí. Eso. Ansiedad. Ansiedad por salir al ring y golpear al pasado, golpear a mis propios miedos, golpear a mis dudas, golpear a los prejuicios, esquivar los abusos, esquivar la explotación, fintar el maltrato, fintar la opulencia, esquilmar la miseria, las injusticias, la corrupción, la inmoralidad… Por eso me hice boxeadora, para derrotar a los fantasmas que me perseguían.

Vi lo más recóndito de mi ser, lo más profundo y revelador de manera inexorable. Y en ese nítido espejo me vi reflejada de una u otra manera, intentando digerir lo que veía.

Hoy voy a debutar como boxeadora amateur en un combate oficial después de dos años entrenando muy duro en el gimnasio para vencer mis miedos, desconfianza, inseguridad, frustraciones, amargura, odios, desigualdades. Derrotar a las modas estériles, las apariencias, la estética y cosmética, la vida frívola y artificial… El boxeo me lo ha dado todo para frenar las etiquetas impuestas por parte de la sociedad.

Empecé a boxear para recuperar mi dignidad, mi fuerza de voluntad, mi confianza, autoestima, libertad, personalidad y sensibilidad. Dos años después lo he conseguido. El boxeo me ha devuelto lo que otros me secuestraron. El cuadrilátero es un espacio de vida, la más pura y genuina esencia del arte de vivir. Eso sí, sobre el ring no existen las medias tintas ni las medias verdades. Todo es valor y soledad. Una mezcla inigualable de lucha personal contra uno mismo. Es por eso que al mundo convencional no le interese, es mejor correr sin mirar atrás porque lo importante es no detenerse a pensar, reflexionar, meditar, y así conocer la respuesta a las grandes preguntas trascendentales.

Creo que fui muy vulnerable desde pequeña, me deje influenciar desde muy joven por las falsas apariencias, la banalidad, la vida artificial, el hedonista, la arrogancia, la envidia, lo cosmético…, esto supuso crearme diversas frustraciones, amarguras, obsesiones, depresiones. Y yo no era así, lo aseguro, no era así, nunca fui así. Me convertí en una salvaje.

Quizás fue el barrio donde crecí. Las malas compañías, la educación recibida, el sistema imperante, la precariedad laboral, el ambiente familiar, la resignación; no sé; lo cierto es que tocar fondo fue lo mejor que me pudo pasar. En ocasiones para avanzar y evolucionar en la vida es necesario dar un paso hacia atrás.

Descubrí el boxeo, o quizás fue el boxeo quien me descubrió a mí. Lo cierto es que ahora soy otra persona: alegre, locuaz, simpática, soñadora, divertida, segura, motivada, perseverante, prudente, noble. Y todo se lo debo al deporte de las 16 cuerdas. Ahora soy libre para «elegir» lo que quiero ser, porque la verdadera libertad es elegir entre ser o no ser, todos podemos elegir en qué realmente queremos convertirnos solo con nuestro comportamiento. Lo único que se necesita es pensar por sí mismo para decidir, y eso lo conseguí rompiendo con ciertas cadenas que me ataban o sometían a las etiquetas establecidas.

El boxeo es vida y el ring un espacio de amor, si, de amor, porque los púgiles a pesar de los golpes, a pesar de caer a la lona, se levantan para combatir siempre contra el mismo enemigo: sus propios miedos.

Las cuestiones más esenciales surgen en la adversidad, poniendo a prueba nuestra sociedad y a cada uno de nosotros mediante nuestra respuesta o comportamiento. Lo irreversible de nuestras decisiones, la fuerza de nuestras convicciones, la fragilidad ante el paso del tiempo, la capacidad de amar, de sentir, de razonar; y la supervivencia se debaten dolorosamente de manera, a veces, dramática, en el cuadrilátero de la vida, dinamitando el minúsculo equilibrio sobre el cual estamos asentados.

Oigo mi nombre de fondo: «Ya es la hora Amanda, prepárate, salimos en quince minutos».

Es mi momento. Ha llegado la hora de la verdad. Me miro por última vez. Pupila contra pupila. Verdad contra mentira. Suspiro, respiro profundamente, sonrío. No sé lo que pasará en el combate, tampoco conozco a la rival y no tenemos una estrategia clara para los tres asaltos. No importa, será una experiencia inolvidable. Es la mejor oportunidad de romper con el pasado, olvidar mi etapa salvaje y enfocar el presente desde hoy mismo con otra perspectiva, otra mirada. Vivir para sentir y ser.

Me recojo el pelo hasta envolverlo en una coleta, mojo mis manos, lavo la cara, empapo la nuca, me vuelvo a mirar en el espejo. Ahora sí. Me acerco al banquito de este vetusto vestuario; saco las vendas de mi bolsa de deporte, procedo a vendar mis manos con lentitud, solemnidad, respeto, amor, dulzura; ahora sello con cinta el precinto para asegurar su cierre. Sigo con el ritual. Le toca el turno a los guantes, diez onzas, los ajusto; mis manos se sumergen en cuero rancio para proteger su choque con el rival, golpeo puño contra puño varias veces. De repente la voz de mi entrenador me despide de este proceso litúrgico impregnado de espiritualidad: «Amanda, cielo, en cinco minuto salimos a la tarima, vamos». Me pongo de pie, no sin antes coger el bucal para introducirlo en la boca procurando ajustar el «bocao» con los dientes. Lo aprieto con firmeza.

Salgo con paso firme del vestuario. Mi entrenador me espera. Me recibe con un beso en la mejilla a la vez que me transmite tranquilidad, confianza, sosiego, respeto. Oigo mi presentación ante la incertidumbre del público congregado. Empieza a sonar una canción inconfundible que me acompaña al cuadrilátero. Camino con paso lento al compás del tema que suena de fondo, “La niña» de Mala Rodriguez.

La búsqueda del sentido de la vida es un camino duro, convulso, cargado de impedimentos e incomprensión, lleno de dudas, quebrantos, remordimientos…, pero repleto de emociones, desarrollo personal, crecimiento interior y amor, mucho amor. Por eso la verdadera felicidad es estar satisfecho con uno mismo, con nuestra conciencia. Los golpes sobre el ring son golpes de amor contra nuestras adversidades, sinrazones, fantasmas, inquietudes, desdichas; y por más duros que sean los golpes del rival, siempre dolerán menos que los directos a la propia alma. El golpe que te noquea es el no esperabas. Por eso me hice boxeadora. Si algo bueno tiene el boxeo en detrimento de la vida real es que están prohibidos los golpes bajos.

** El relato «Golpes de amor» es una historia ficticia escrita por Sergio Núñez Vadillo.

sergiovadillo@hotmail.com | @sergiovadillo76 | http://sergiovadillo.blogspot….

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