Se llamaba Luis y era especialmente bajito para tener doce años. Castaño claro, medio cobrizo, cara de bueno. Por todo eso, desde que entró por la puerta el primer día de clase supimos que nos iba a dar juego. Bueno, en cuanto cogiéramos confianza -nosotros, no él-. Que fuera repetidor era irrelevante en su caso. Si, en general, el ser mayores y presuntamente más problemáticos -o disfuncionales, por lo menos- otorga a los repetidores un estatus especial dentro y fuera de clase, en el caso de Luis apenas tuvo efecto positivo haber nacido en el 89. No daba ningún miedo. Luis era un repetidor, sí, pero no levantaba un palmo del suelo y, por lo que sabíamos, sólo se juntaba con los más frikis del curso siguiente. Habíamos tenido algún rifirrafe con ellos, pero nos acabaron respetando.

Había que explicarle a Luis quién mandaba en nuestra clase y con quién no debía meterse si quería llegar a fin de curso con la mochila intacta. Seguramente habría oído lo que le hicieron a Pablete el año anterior, cuando unos bromistas le metieron una mierda recién hecha en el compartimento del estuche. Probablemente Luis no estuviera al corriente de quién se había cagado en la mochila de Pablete -por lo demás, un buen amigo de todos- pero, lo supiera o no, la verdad es que desde el principio se esforzó en dar una imagen de tipo duro, una carcasa nueva con la que parecía intentar impresionarnos. Era como si, con solo mirarnos, supiera ya, en aquellas miradas del primer día de curso, lo que todos nosotros estábamos pensando. “Vamos a por ti”, debía de leerse en nuestras comisuras arqueadas.

Pasadas las primeras semanas del calendario académico, en las que por lo general suele reinar la novedad, el periodo de prueba de Luis expiró un martes de octubre. Fue después de la clase de Educación Física. El partidillo se prolongó durante el recreo. Nuevos delanteros se unieron al juego provenientes del aulario, era difícil saber quién iba con quién. En medio del batiburrillo, el equipo contrario marcó el gol que les ponía por delante por primera vez en el partido, justo en el último minuto, como en las películas americanas. Rompió a tronar la sirena que nos mandaba de vuelta a clase. Siguiendo la tradición de que el último en marcar gana, sacamos de centro convencidos de la remontada. La pelota trianguló por el centro del campo hasta llegarme a mí, que la pedía desde la banda izquierda con los brazos en alto esperando mi momento triunfal.

Apenas me dio tiempo a encarar la portería cuando aparecieron de la nada unas piernas para mandar el balón a la carretera. Eran las piernas de Luis, que de un cruce perfecto había cortado de golpe nuestro último ataque. Y lo había hecho limpiamente. Lo primero que hice al levantarme fue ir a por él. Lo segundo, cruzarle la cara con todas mis fuerzas. Lo tercero -él nunca se lo habrá imaginado-, contenerme las ganas de echar a correr, no sólo de miedo sino sobre todo de vergüenza. Antes de ese día, Luis había respondido con un par de huevos a cada intimidación, por lo que en ese momento no supe muy bien qué esperar.

Me era imposible prever cómo encajaría el golpe, solo se me ocurrían dos escenarios posibles: que saliera corriendo en busca de la seño, o que me devolviera el bofetón y selláramos la cosa con empate. Por un momento preferí la segunda opción. Pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro. Luis permanecía quieto, mirándome con las cejas muy arrugadas.

Me acuerdo perfectamente, se me hizo eterno. Luis no decía ni hacía nada más que mirarme de frente, con el odio quemándole por dentro. Su falta de respuesta no sólo me sorprendió, me asustó aún más. Por un momento pude verme desde fuera, juzgarme en directo al margen de la adrenalina de antes. De pronto, me di cuenta de que Luis estaba llorando. No le caían las lágrimas ni nada, no como les caen a los niños. Se las guardaba para no darme ese gusto, tragándose las ganas de llorar. O de pegarme una hostia y dejarme seco. Hay temblores que sacuden de por vida.

Me estaba diciendo que no aceptaba la derrota. Y me enteré sin necesidad de palabras. Alrededor todo el mundo enfilaba ya el aulario, el interés disuelto al no prosperar la pelea por culpa de Luis, el cobardica. Pero Luis no era ningún cobardica. Ahí seguía, estoico, poniendo a prueba mi amor propio. Y yo tampoco me inmutaba, no sabía qué hacer. Me costaba cada vez más aguantar la mirada. Ahí comenzaron los remordimientos.

Entramos a clase juntos y juntos nos castigaron por llegar tarde. Luego, en el descanso antes de última hora, algún gracioso le escondió la mochila mientras iba al baño. El gracioso debía ser Rodri, con su risa flemática que le delataba, porque lo primero que hizo Luis al volver a entrar en clase fue ir directo a por él y estamparle la cabeza contra la pared.

Cuatro puntos en la ceja. Reunión en el despacho del director. Llamada a los padres de Luis. Reunión con los padres de Luis y Rodri. Todos se echaron sobre Luis, la cosa trascendió y por poco no lo expulsaron del colegio. Tuvo que pedir perdón a Rodri delante de todos. A cambio de su absolución, Luis también había dado los nombres y apellidos de aquellos que, desde el principio de curso, le habíamos estado puteando. Se despachó bien a gusto contándole al director los juegos que teníamos para los nuevos, lo de la mierda en la mochila y todo eso. Bueno, en realidad nunca tuvimos certeza de que aquel día Luisito se chivara. Yo tampoco estuve allí. Como todos los demás lo supuse, más que nada, por la actitud del director hacia nosotros a partir de entonces hasta que dimos el salto al instituto. Luisito empezó el nuevo curso en otro colegio…

Luis ha cambiado bastante. La ropa de adulto le hace más alto. La verdad que la barba le sienta bien. Está delgado, pero seguro que es de hacer deporte. Le observo a través del expositor de muffins, preguntándome qué sentido podría tener acercarme. Seguro que ni se acuerda de mí. Además, parece que se va, ¿no? Sí, se va. Podría decirle que soy otra persona, que más vale tarde que nunca, que todos hemos sido niños… Que lo siento mucho. Pero ya está pagando la cuenta. Luis, yo… En fin.

Bueno, pero seguro que me perdonaría. Cómo no me iba a perdonar, si sigue teniendo la misma cara de niño bueno.

  –Perdona…

  –¿La cuenta?

  –No, no. Otro cortado.  

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