Un cuento marinero

La sirena de la triste sonrisa

Camina lenta y cadenciosamente por el paseo marítimo, con un andar torpe que más parece de pato que de gaviota. Ajena a la gente que anda despreocupada junto a ella, ignorándola.

De un salto, que parece costarle demasiado esfuerzo, se sube a la barandilla que separa el paseo de la playa y se pone a observar, como un turista más, el castillo de arena gigantesco, recargado de torres y estancias, que se exhibe un par de metros más abajo.

Estática,,   contempla el elaborado trabajo hasta que algo interrumpe bruscamente su ensimismamiento: junto a la trabajosa edificación, (apenas medio metro las separa) una sirena custodiada por un delfín se muestra esplendorosa. Sin recato, con sus atributos femeninos bien resaltados.

Una sonrisa triste, como de una Gioconda de arena, de larga y rizada melena, agradece a los viandantes las monedas que lanzan sobre un espacio en el suelo arenoso alisado. Sus ojos, truculentamente creados con dos canicas de cristal, parecen chispear al recibir cada recompensa.

En varios idiomas, el ruso en primer lugar, se agradece la generosidad de los desprendidos paseantes, escritos en un rectángulo enmarcado en la tierra .

Visiblemente enfadado, el pájaro baja con un salto  torpe, extendiendo apenas las alas. Se coloca junto a la sirena, ignorando al delfín que la guarda.

Desde el suelo parece increparla con graznidos destemplados apenas audibles; finalmente, de un pequeño salto, trepa sobre la parte delantera de la cola y le lanza un picotazo violento sobre la cara. Y otro sobre el pecho.

La agresión no ha conseguido, si es lo que pretendía, cambiar un ápice el semblante de la sirena; continúa sonriendo impávida.

El bicho repite el ataque, pero el resultado es el mismo.

Corriendo por la arena desde los lavapiés, cargando con un cubo lleno de agua,de gran tamaño (un bote de pintura reciclado) se acerca gritando y braceando el autor de la obra.

Maldice en ruso y lanza una bola de arena humedecida que impacta de lleno en la espalda del pájaro; emite un grito mudo que tan solo se queda en una velada amenaza de su pico abierto encarándose a su atacante.

El artista ha conseguido su objetivo: el ave abandona su presa y, sin precipitarse, se aleja renqueando hacia la orilla. Atraviesa la arena ardiente, un mar de toallas extendidas, tumbonas y bañistas que, en su algarabía la ignoran .

Una vez en el agua comienza a alejarse, con una lentitud exasperante, hacia la línea del horizonte.

El sol comienza a declinar.

Todo parece indicar que el pájaro también está en las últimas.

— ¡Maldito seas, Pavel! —grita el viejo artista, con rabia contenida, observando cómo se va perdiendo en la lejanía.

Por su mejilla, curtida y arrugada, resbala una lágrima que le ha resultado imposible contener.

Emíl y Pavel

Cuando eran jóvenes Emíl y Pavel parecían más hermanos que amigos: siempre jugando juntos, juntos en la escuela, cómplices en las travesuras…

Físicamente eran muy diferentes: Emíl, recio, ancho y no demasiado alto, Pavel, delgado, pero de constitución atlética, un poco más alto.

Siempre les había hechizado el mar. Era de esperar que al crecer y hacerse  adultos decidieran, sin dudarlo, embarcarse para conocer mundo; su entorno se les había quedado pequeño y cerrado.

Los padres de Emíl tenían una pequeña tienda de artículos náuticos que apenas les daba para  mantener su casa. La bebida que consumía al padre se llevaba una parte de las exiguas ganancias.

El padre de Pavel se embarcaba cuando le ofrecían trabajo. Siempre que no estuviera borracho. O sea, muy de tarde en tarde.

Como en sus casas no sobraba ni la comida ni el espacio lo mejor iba a ser dejar hueco para sus hermanos y enviar una parte de su paga a casa. El dinero lo recibirían directamente las madres ya que los padres solían gastarse su propia paga en usos ajenos a mantener a sus hijos.

Lo que más les dolía era pensar que ahora sus hermanos se convertirían en las víctimas de su padre…

Se enrolaron durante años en barcos de distintos pabellones, sin importarles que se tratara de viajes a ultramar o de cabotaje.

Siempre el mar. Durante incontables años.

Solo un acontecimiento luctuoso, como la muerte de un allegado, o un imponderable, como un temporal les obligaba a permanecer en dique seco.

Fue durante una de esas temporadas de descanso obligado cuando la conocieron.

Como caballeros que eran, pagaron por sus servicios; nunca se habían preocupado de entablar relaciones con ninguna mujer. Su único recurso era ese: pagar.

Se convirtieron en asiduos. Tanto que, con el tiempo, llegó a establecerse entre los tres un extraño vínculo de amistad más allá de lo meramente mercantil.

Emíl se enamoró como un becerro, pero nunca se atrevió a confesárselo a ella; se tatuó en el brazo derecho una sirena de generoso pecho que recordaba sospechosamente a la mujer de sus sueños.

Durante los años siguientes a conocerla ella se convirtió en su puerto.

Hasta que  mostró, sin ambages, su preferencia por Pavel.

A partir de entonces, en el pecho de Emíl creció una rabia ciega hacia su eterno compañero que a duras penas logró disimular una temporada.

Cuando Pavel hablaba ella reía, jocosa, o le escuchaba embelesada, reverencialmente. Emíl, algo apartado, rumiaba su envidia, la bilis que le corroía, encerrándose en la botella.

Ya no podía más; decidió volver al mar en solitario, en un buque mercante que recorrería el mundo. Ese mundo que ahora se le antojaba tan pequeño. Tardaría un año en volver a puerto.

El mismo puerto en el que ahora se encontraban ellos, sus ex amigos, abrazados despidiéndole.

Pavel intuía que algo le pasaba, que algo se había roto entre ellos, pero tampoco dedicó demasiado tiempo a pensar en el estado anímico de su amigo.

Ahora en su mente solo había sitio para su amada.

—Lo siento, viejo amigo— le dijo Pavel—; no entiendo ese empeño en irte solo… Aunque, si te soy sincero, yo estoy pensando en retirarme. Y en retirarla. Un viajecito más y a tierra. Pero no quisiera que nos olvidaras.

Ese “nos” se clavó en el alma de Emíl como una astilla emponzoñada.

Emíl el taciturno, Emíl el que escuchó, sin inmutarse, toda la alegre perorata de despedida de Pavel; ni una palabra.

—De todos modos- continuó Pavel, riendo con energía—, si me muero alguna vez tengo muy claro que me reencarnaré en una gaviota e iré a buscarte allí donde estés, aunque tenga que recorrer los siete mares. Eso si no te mueres tú antes…

Pavel, por una vez, tripulante en un barco distinto al de Emíl. En un par de meses había regresado con el fin, impensable en un marino de raza, de echar raíces en tierra.

Pero ella no estaba.

Se le habían adelantado: un garrulo, propietario de innumerables invernaderos, la había retirado y se la había llevado a su lejana propiedad.

—Convertida en una señora respetable— pensó, mientras una sonrisa triste y socarrona se dibujó en su rostro.

A partir de ese momento, no dejó de beber ni una sola noche; deambulaba por las calles cerrando bares de los que, la mayoría de las veces, era expulsado con cajas destempladas.

Llorando su desconsuelo a las mudas botellas. A una tras otra.

También se acercaba al espigón cada atardecer, ya bastante borracho, para mirar por si en la lejanía aparecía el barco que trajera a Emíl.

¡Cómo le echaba de menos!

Hasta hoy no había comprendido nada: le había traicionado por aquella zorra y, lo que era peor, hasta hoy no había descubierto quién era la sirena que Emíl ostentaba orgullosamente sobre su brazo derecho.

Esos recuerdos se convertían en un lastre para su roto corazón. Decidió que había llegado la hora de lastrar también su cuerpo: llenó sus bolsillos de piedras y se lanzó a las oscuras aguas de la tarde.

Ya sólo regresaría convertido en  una triste, irascible y solitaria gaviota.

Emíl

Meses después de la muerte de Pavel desembarcó y hastiado del mar, eterno compañero, que le había arrebatado a su antiguo socio, decidió quedarse en tierra para siempre. Solo lo consiguió a medias; tras una temporada corta viviendo en un pueblo del interior fue incapaz de adaptarse.

Finalmente volvió a la costa.

Allí se dedicó a construir sus efímeras ensoñaciones de arena. A su edad era impensable conseguir un trabajo; de todos modos, había arreglado los papeles y conseguido una pensión medianamente decente. Aposentó sus anchas posaderas en una silla plegable en la playa, junto al paseo marítimo de una ciudad costera y ofreció su arte a los aburridos observadores vespertinos. Le obsequiaban con una pequeña recompensa; generalmente a cambio de hacerse una foto con su obra.

Durante años vivió de la arena; a veces era un crucificado sangrante el que se exhibía ante los asombrados espectadores, otras un borracho (que recordaba tristemente a Pavel) tumbado sobre un banco, o un león enorme en actitud hierática, pero mostrando unos dientes amenazantes…

Todas sus obras provocaban una sonrisa y le procuraban unas monedas.

Pero siempre, siempre, siempre una sirena, como la que lucía en el brazo derecho el viejo, junto a la obra que otros valoraban como principal. El castillo, el Cristo, el león…

Su compañera, una  rusa silenciosa con la que convivía desde hace años (en la que consideraba como la recta final de su vida) se limitaba a mantener húmedas las esculturas sin hacer preguntas; se había acostumbrado al hermetismo de Emíl. Ninguna pregunta, ningún reproche. Al fin y al cabo, había sido el único, desde hacía mucho tiempo, que no le ponía la mano encima. Incluso la trataba con cariño; un cariño peculiar, a su manera, ya que no era muy dado a mostrar sus afectos. Excepto a la sirena.

No entendía muchas cosas de él, pero no preguntaba: su obsesión por observar las gaviotas mientras construía el cuerpo del mitológico ser marino.  Parecía no costarle el mínimo esfuerzo,  esculpía con un mimo y una suavidad que no parecían corresponderse con esas manos de oso, torturadas por la vida del mar, ese torneado cuerpo femenino. El sinfín de escamas, los espectaculares pechos y la larga y ondulada melena rizada sobre la desnuda espalda…

A veces le veía rezongar, divagar (especialmente cuando estaba un poco bebido); de su pastosa boca salían claramente, quizás lo único claro de su discurso, el nombre de Pavel o un insulto y una maldición dirigidos a una desconocida de la que nunca pronunciaba su nombre… O mirando a las gaviotas, al caer la tarde, preguntándole a la más atrevida, a la que más se había acercado a su obra: ¿eres tú, Pavel?

Hoy le ha visto llorar tras lanzarle una bola de tierra a una gaviota que, es cierto, se comportaba de un modo extraño: ha picoteado la cara y el pecho, perfecto, de SU sacrosanta sirena con un gesto lleno de ira, con rabia, y luego se ha alejado por el agua, no volando, hacia el horizonte.

Ella ha intentado preguntarle por qué su enfado, por qué sus insultos en el idioma materno.

En vano.

Taciturno. Parece como ido. Tan solo repite, como una letanía:

—Yo si la quería, Pavel. Con toda mi alma.

—La reencarnación también tiene fecha de caducidad; la tuya ha llegado a su fin.Se te ve en las últimas,compañero

—Ojalá en otra vida consigas algo mejor que lo que nos ha tocado vivir, viejo amigo.

Y, de nuevo un llanto incontenible.

Ahora de duelo.

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