Era otro día de trabajo. La zona tenía oficinas y trajes aburridos por doquier. Ella odiaba el blue jean que había decidido ponerse y odiaba que todos los demás decidieran usar estúpidos pantalones de vestir. Además, el cielo no sabía si abrirse o cerrarse, si reír o llorar. Hasta el clima se había quedado tonto de indecisión.

Pensando en ello, se dispuso a caminar a casa. Había un parque que alargaba la ruta, pero le apetecía tardarse. Un terrario le esperaba en su corazón, en ese punto medio entre una casa vacía y una pradera verde.

Siempre le había fascinado la idea de que los antepasados de aquellas criaturas del terrario hubiesen sobrevivido al cataclismo que se llevó a los dinosaurios. Y aquí estuviesen, entre nosotros, millones de años más tarde, poblando la tierra con desparpajo.

Y allí estaba él. Entrometido, se puede decir, recreando una escena clave de su propio filme voyerista. La había estado mirando un rato, mientras ella se embelesaba con una de las exhibiciones. Inconsciente del escrutinio, de la pedante valoración de su físico por parte de un perfecto desconocido.

El caparazón, que evidencia millones de años de proceso evolutivo, puede refractar la luz que recibe en un montón de índices, en un millón de capas. Cada capa es un color intenso, que termina formando un arcoíris. Para ella era interesante posar la mirada en el escarabajo joya y sorprenderse con un color distinto con cada nuevo vistazo.

Él se acercó. Le miró el pantalón, el dobladillo roto, lleno de tierra del parque. El vaquero cediendo, perdiendo terreno, como una telaraña silente que crece en medio de un océano seco. Le miró el cabello, sucio y despreocupado.

— Es camuflaje — le dijo.

— ¿Disculpa? ¿Me estás hablando a mí? — ella se sorprendió con su avance.

— Sí. Y te estoy diciendo que es camuflaje — repitió, con aire engreído —. Ese color, ¿lo ves? Quiero decir… No el color, precisamente, sino el brillo, el prisma. Ese efecto metalizado. A eso me refiero.

Ella se fijó en él por primera vez. Traje de tweed y zapatos perfectamente pulidos. Una barba acicalada, de unas dos semanas, según sus cálculos. Se fijó en una pequeña cicatriz al borde de su labio inferior, rodeada por el vello facial. Pasó de largo y siguió hasta sus ojos. Se aferró a ellos para no escapar.

— Lo que observas, ese matiz dorado… Es el escarabajo jugando con tu mente. Es una ilusión óptica — prosiguió —. Si estuviesen en una selva tropical, él, húmedo y verde, y tú… Tú no lo verías durante el día. ¿Sabes por qué? Porque sería imposible. Es imposible diferenciar su forma si el sol está encendido. Se camufla, es una hoja más.

— ¿Y qué pasa durante la noche?

— Durante la noche los depredadores no pueden ver los colores, no son capaces de distinguir el brillo. Él es libre de ir a cazar. De ir a comer… De ir a aparearse…

Hablaron largo rato. Se inmiscuyeron entre abetos y pinos, entre canciones favoritas y anécdotas. En medio de un cielo indeciso y de la necesidad de escapar.

Esa noche fueron a cenar y a beber. Escucharon jazz en vivo. Discutieron de cine neo noir. Intercambiaron miradas, decodificaron sonrisas, compartieron oxígeno. Fueron de la mano por una acera ennegrecida, solo iluminada por ese repentino y efímero atrevimiento que produce el alcohol en los soplos del ánimo.

Usaron el ascensor para iniciar las actividades. Un beso en el cuello y la mirada de ella que sube y se fija en un bombillo roto en el techo.

En el pasillo, lleno de puertas anónimas, de paredes con pintura triste y desconchada, se apresuraron a descubrir las formas del otro, sus relieves, sus comisuras, entre una luz tenue y un acompasado jadeo etílico.

Llegaron a su apartamento. El lugar era tosco y rudimentario, el espacio escaseaba. En su trayecto entre el cuerpo y la silla, el blue jean desprendía ese olor a humedad, característico de las jornadas tormentosas, y las partículas de tierra depositadas entre los hilos del dobladillo roto pronto descansaban en el suelo. Las sábanas eran ásperas y la cama, incómoda, por decir algo.

— Me gusta la luz apagada — le salió un susurro cálido y envolvente —. Así no ves el desorden.

La madrugada se extendía por toda la habitación como un edredón azabache y la resaca le suplicaba abrigo. Pero él no esperó al amanecer. La excusó diciendo que tenía que levantarse en pocas horas.

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Ella regresó a la jaula de plexiglás. Él apareció, entre los abetos, con un traje de rayas y una barba acicalada de unas tres semanas.

Estaba ocupado. No tenía tiempo para llamadas, ni para un café a media mañana. Siempre tenía reuniones a primera hora. Y su apartamento quedaba más cerca de la oficina, así que no tenía sentido que fuesen al de ella, decía.

Se convirtió en el terrario y en aquella cama. Y la mayoría de las veces solo en la cama. Se tornó en un vicio de noches sin terminar. En el mito de un amanecer sin vergüenza. En una botella de vino, de vodka, de ginebra. En la promesa de Chinatown alguna vez en el viejo cine del centro.

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El parque pasaba por una etapa lúgubre. Estaban renovando la exposición de insectos. Ese día de lluvia el agua le traspasaba la gabardina y el viento le volcaba el paraguas. Se resguardó, como pudo, en la entrada de una pequeña cafetería.

Allí estaba él. Y allí estaba ella. Compartían una mesa y dos tazas humeantes. Sofía estaba endemoniadamente hermosa incluso bajo ese cielo quebrado, bajo el neón marchito de las lámparas de la cafetería. Con el culo perfecto, aun dentro de esos estúpidos pantalones de vestir.

Ella naufragó hasta su casa, lo esperó en la puerta de entrada, con ayuda de un poco de brandy para la confrontación. El rímel luchando por permanecer en las pestañas y el aguacero empeñado en lo contrario. Él le dijo que la había conocido en el gimnasio, que no era nada.

Fue la primera que perdonó. Ignoró a Sofía como ignoraría a Mariana. Perdonaría las sábanas ásperas, el olor a baba ajena de las almohadas, a perfume barato, irreconocible entre tantos. Se convencería de que ése era el hedor característico del sexo intrascendente.

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— Es una batalla que ha durado millones de años. Una guerra que no he inventado yo — le explicaba —. Imagina la selva durante el día… Imagina la selva durante la noche. Depredadores. A toda hora.

Él se había detenido delante de las iguanas. Hablaba con solemnidad.

— Y no podrás verlo. De ninguna manera — enfatizó —. Imagina cada hoja, cada una, por más pequeña que sea… Inundada de gotas. Y el sol, alumbrando cada gota y su caparazón, sin diferencia. Y la luna que no es capaz de hacerlo visible. Se escaparía con tanta facilidad…

Ahora se notaba un dejo de lástima en su voz.

Habían llegado.

El hábitat del escarabajo joya estaba vacío. Al parecer, mientras renovaban la exhibición, una hormiga se había colado. Ese bichito, ante la mirada pasiva y desatendida de los entomólogos, se convirtió con sapiencia en un hormiguero hambriento.

— ¿Alguna de ellas se queda hasta que amanece? — le preguntó por fin —. ¿Cómo decides quién es meritorio de compartir determinado momento contigo?

Él no respondió. Se quedó absorto en la idea de un caparazón vacío.

— Estoy embarazada… — murmuró ella inmediatamente después.

Tenía las mejillas incandescentes.

Luego siguió hablando, casi para sí misma. Haciendo planes. Viviendo futuros imaginarios.

Él, paralizado ante la idea de ese mismo futuro, sintió que vomitaba un poco en su propia boca, aun con el estómago vacío.

Todo a su alrededor era ruido blanco, era una pila de escombros en forma de vidas pasadas.

—…pero no te preocupes, el doctor me dijo que dos cervezas al mes no hacen daño… — dijo ella para tratar de hacerlo reír.

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