Era el día de mi boda y no podía ser más feliz. Tenía un vestido perfecto y un novio maravilloso que, a veces, pensaba que no merecía. Todo estaba listo para que hoy fuera un día perfecto y sin ninguna preocupación.

Al abrir los ojos, vi que todo estaba oscuro, seguro que aún era de noche y los nervios por la boda me habían hecho amanecer demasiado temprano. Me quise estirar para así relajar lo tenso que sentía todo mi cuerpo, pero no pude. Topé con algo sobre mi cabeza. Con las manos fui palpando lo que se supone que tenía alrededor. Estaba todo acolchado y mullido y la verdad es que mi cuerpo descansaba sobre una superficie cómoda, la misma que tenía por todas partes, pero el espacio era muy reducido. A penas podía moverme pero, sin embargo, cabía a la perfección. ¿Dónde estaba y por qué no me encontraba en mi cama? El corazón empezó a latirme con fuerza.

Entonces me di cuenta de lo que llevaba puesto. Era mi precioso vestido de novia. Aunque no podía verlo, conocía a la perfección cada detalle. Desde el escote en forma de corazón, pasando por el encaje que me cubría hasta la cintura y que abrochaba detrás en un bonito corsé, del que me clavaba algún botón, hasta acabar llegando a mis pies donde sentía cómo reposaba el final del vestido con corte de princesa. Al levantar los brazos sobre mi cabeza, noté cómo también estaba peinada como siempre había querido. Medio pelo recogido con trenzas y el resto caía rizado sobre la superficie acolchada. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo dejando mi piel erizada. El corazón cada vez me latía más fuerte. No sabía qué estaba ocurriendo.

Empecé a golpear con fuerza la superficie acolchada que tenía sobre mi cuerpo y noté que había algo duro detrás. No quise aceptar donde me encontraba, pero todo apuntaba a que estaba dentro de un ataúd. Pero eso no era posible. ¿Cómo había llegado hasta ahí sin ni siquiera enterarme? Era el día de mi boda y, desde luego, no había muerto.

-¿Hola?-grité. -Por favor, ¿me oye alguien? ¡Socorro! Que alguien me ayude por favor…

Mis palabras se perdieron entre las lágrimas que empezaron a descender veloces por mis mejillas al ser consciente de la situación. Tenía que salir de allí, tenía que casarme. No podía quedarme encerrada para siempre. Tenía por delante una vida maravillosa con mi futuro marido. Además, estábamos deseando ser padres, por eso nos queríamos casar tan jóvenes, a pesar de todas las malas caras de nuestros padres y los incesantes motivos que nos daban para avisarnos de que no era una buena idea. Pero nos dio igual. Estábamos enamorados y deseábamos ser felices y formar una familia. Pero, ¿qué futuro nos esperaba ahora?

-¡Por favor! –volví a gritar, con lágrimas incluidas. –Tengo que casarme, hoy es el día de mi boda. Voy a llegar tarde si no me sacan de aquí. Si se trata de una broma os aseguro que es de muy mal gusto.

Ya no sabía qué pensar, lo que tenía claro es que esto no podía estar sucediendo. Era una pesadilla o una broma, pero desde luego, no podía ser real, hoy no.

Un ruido me sobresaltó. Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho. Noté cómo me estaban trasladando. Suspiré e intenté que mi corazón se calmase un poco. Si me movía significaba que aún no estaba bajo tierra, pero sí que iba camino de ello. Volví a golpear con fuerza la tapa acolchada y grité para que me oyeran los que me estaban trasladando, pero no hubo ninguna señal de que me oyera nadie. Unos segundos después, me posaron en alguna parte y, tras moverme sobre la superficie donde me habían colocado, escuché cómo unas puertas se cerraban y un motor se encendía. Me trasladaban, ¿al cementerio? Solo de pensar esa palabra, dos escalofríos más me recorrieron de pies a cabeza. Gritar era inútil, así que solo pude cerrar mis ojos empapados en lágrimas mientras escuchaba las pequeñas piedras que las ruedas pisoteaban.

De repente, me transporté a otro lugar, como si de una visión se tratase. Estaba en mi habitación, con mi madre arreglándome el pelo. Un momento después, me encontraba frente al espejo, con mi vestido de novia y mi madre al lado cogiéndome de la mano. Veía su sonrisa a través del espejo y también la lágrima que se le escapó, a pesar de que ella la hizo desaparecer rápidamente con su mano. Sabía que si ella empezaba a llorar, yo lloraría con ella. Un nuevo salto y esta vez me encontraba en el precioso acantilado que habíamos elegido para casarnos. Una boda al aire libre, lleno de verde y cerca del mar, era todo lo que siempre había deseado. A mi lado, estaba mi padre, más guapo que nunca y mi brazo estaba entrelazado con el suyo. Me dio un beso en la frente y, tras limpiarle una lágrima de la mejilla, comenzamos a caminar. Nada más girar la esquina, alcé la mirada y ahí estaba él. Vestido con un precioso traje negro, sus zapatos que había comprado apenas unos días antes y una flor que reposaba en el bolsillo superior de su chaqueta. Y, por último, su mirada, que empezaba a tener un brillo que anunciaba que no tardaría en echarse a llorar acompañado por la sonrisa más bonita que le había visto nunca.

Las puertas del coche abriéndose me sacaron de aquella pequeña visión. Habíamos llegado y, ahora me transportaban lo que parecía ser a hombros. Escuchaba los pasos sobre la arena, notaba el vaivén por todo el ataúd al ritmo de sus pasos y solo escuchaba silencio.

¿Qué había sido esa visión? ¿Habrá sido un sueño dentro de esta pesadilla? ¿Me…estaba…casando? ¿Cuándo había ocurrido eso? ¿Y si era real? ¿Y si no era una visión? ¿Y si era un recuerdo? Golpeé con fuerza la tapa acolchada del ataúd. Una, otra y otra vez con amarga impotencia y con un único propósito, salir de ahí.

Un pequeño golpe me hizo saber que habíamos llegado. Estuvieron moviendo el ataúd un poco más, supongo que colocándome en el mecanismo que me llevaría a mi tumba. La piel se me erizó de nuevo solo de pensar en estar bajo tierra, porque entonces, ya no habrá marcha atrás. Nadie podrá sacarme de aquí.

Tras un largo silencio escuché lo que parecía ser un cura hablar sobre mí, sobre mi pérdida y, sobre ¿un cruel accidente? No. No puede ser cierto. ¿Había…muerto? ¡No!

-¡Estoy aquí! No estoy muerta. Por favor, que alguien me ayude. No me entierren viva.

Pero nadie me oía. Grité hasta ahogarme en mis propias lágrimas, pero nadie respondía a mi llamada. Nadie se daba cuenta que iban a enterrarme viva. El mundo se había vuelto loco y yo empezaba a estarlo también.

Más silencio y de repente, un fuerte golpe sobre la tapa de mi ataúd me sobresaltó. ¿Alguien me había oído?

-¿Hola? Sigo viva, por favor, sacarme de aquí. Ayuda.

-¿Por qué has tenido que morir ahora? Con todo lo que nos quedaba por vivir.

Podría reconocer esa voz en cualquier parte del mundo, a pesar de escucharla distorsionada.

-Leo, no he muerto. Sácame de aquí y vivamos esto juntos.

No escuché respuesta, no me había oído. ¿Por qué no podía oírme y yo a él sí?

-Todo esto es tan injusto, ¡joder! –gritó Leo dando un nuevo puñetazo sobre la tapa de mi ataúd.

Yo solo podía llorar y llorar. Gritaba y no me oía. Me dolían las manos de tantos golpes en vano. El corazón se me rompía en pedazos al escuchar sus palabras y la impotencia me consumía poco a poco y se llevaba mis palabras junto con mi cordura.

-Al menos, aunque todo esto haya ocurrido, me quedo con la satisfacción de que pudimos casarnos en tu lugar soñado y de que, por una vez, pude llamarte esposa.

Volvieron las visiones. Me encontraba en el altar junto a Leo. Estábamos cogidos de la mano y la sonrisa de nuestros rostros era imposible de ocultar. Era el momento más feliz de mi vida. Sus ojos brillaban y alguna lágrima caía tímida por su mejilla. Entonces, el cura, que se encontraba a mi izquierda y a su derecha, dijo las palabras que tanto deseaba oír:

-Yo os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.

Leo se acercó a mí, me cogió la cara entre sus manos y, antes de besarme, me dijo:

-Bienvenida a tu nueva vida como mi esposa.

Y nos besamos. Como si nadie más nos viera. Como si solo existiéramos él y yo. Como si hiciera años que no nos besábamos, las mariposas revoloteaban en mi estómago.

Entonces, vino el fotógrafo y yo quise que nos hiciéramos una foto en el filo del acantilado para que pudiera apreciarse la increíble puesta de sol que colmaba este momento tan mágico. Nos la hizo y en seguida quise que nos la enseñara, así que se acercó. Al verla, yo di saltos emocionada y, con torpeza y con ayuda de unos tacones demasiado altos, me escurrí entre las rocas cayendo en picado hacía el mar. Lo último que vi fueron los ojos horrorizados de Leo intentando cogerme de la mano.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS