He descubierto un portal en el dormitorio de mi madre, en la descalzadora en la que me siento a resguardo de los ruidos domésticos y donde sólo llegan los trinos de los gorriones y la brisa necesaria que abre a la memoria los visillos del tiempo.

  Cierro los ojos, atravieso el portal y aterrizo de bruces en una butaca de terciopelo burdeos. El suelo de madera lo cubre una alfombra y un tríptico de espejos refleja la luz blanca de la montera. Estoy en el probador de mi abuelo sastre, una habitación encantada que despertó  mi fantasía: parecía el tocador de una infanta o el camarote de un pirata. Pero no, lo que despertó mi curiosidad  infantil fue la bola de cristal verde que remataba la barandilla de la escalera. Salí al patio a buscarla pero no estaba en su sitio. Dentro de aquella esfera mágica que atrapaba gotas de aire vivía  un ser diminuto: Tot. Tot era el duende benefactor del patio, amigo del cuco que cantaba las horas en el reloj de pared y amigo de la campanilla que llamaba en la cancela. Tot había  sido mi primer personaje, el protagonista de las historias que les contaba a mis hermanos en verano.

  El tic-tac de otro reloj, el despertador de la mesilla de noche de mi madre, me hace abrir los ojos y regresar. Nunca ha creido en mis historias. Cuentista, me dice ahora que es muy mayor y que vivo con ella. Cuentista. Cuando la ayudo a acostarse oímos el cric de las polillas devorando el cabecero de su cama. «Esto es lo que he heredado de tus abuelos: las polillas», repite con un rencor antiguo por haber tenido que vivir los primeros años de matrimonio en casa de sus suegros o, tal vez, porque me ha visto cruzar el portal a aquella casa con patio y azotea donde mi abuelo tenía una sastrería de caballero y donde yo nací.                   

  

        Desde que mi madre sospecha que uso la descalzadora para viajar en el tiempo, me ha negado el paso a su dormitorio con la excusa de mantenerlo en penumbra. Puede ser que haya otros portales al futuro que sólo ella ve, debajo de la almohada o detrás  de las cortinas. Los portales se abren a la medida de nuestras vidas y se atraviesan con la fuerza de los sueños. Y de la culpa. Sí, ese debe ser el motivo de su duda cuando, noche tras noche, me pregunta «¿de qué lado me acuesto, niña? Y reza. Reza por los muertos. A veces enumera su listado de ausentes.

  -¿Mamá, porqué rezas por la vecina antes que por papá?

  -Porque lo necesita más-me contesta con seriedad de cripta.

Es como si los viese al final de ese túnel que dicen que hay entre la vida y la muerte. La penumbra del dormitorio consigue que los muertos no pasen a este lado.

  Tenía que volver a la casa de mi infancia y recuperar la bola de cristal antes de que las polillas arruinaran definitivamente los muebles y se cerrara el portal de la descalzadora. Con la estrategia de vestir la cama de limpio, burlé la vigilancia de mi madre. Sin hacer ruido, abrí el balcón para que la claridad de la mañana impulsara mi máquina del tiempo.

  

Lo había conseguido. Estaba de nuevo en el probador. Esta vez americe en la superficie plácida de los espejos. Me vi de refilón con un cupido en la cabeza y un camisón que apenas me cubría las piernas. Había vuelto por la bola de cristal, la esfera mágica que contenía la fantasía, el futuro y la literatura. Pero no estaba en su eje de hierro. Tal vez el abuelo la había guardado en su taller de costura. El taller estaba a oscuras y en un silencio tan comprimido que costaba respirar. Los patrones y jaboncillos resistían sobre la mesa su peso de abandono y solamente una cinta métrica colgaba ligera alrededor del pomo de un cajón. Dentro del cajón había tijeras, punzones, guatas, pero no estaba la bola de Tot.  No me desanimo y subo al salón del primer piso en el que flota un aire dorado y aquí, el silencio se derrama  señalando las horas, como el sol, en las losetas del suelo, a medida que avanza. Sobre el aparador ya ilumina la palmatoria y una jarra. La abuela está  dormitando encogida por el reuma. Oigo la voz de mi madre desde el lavadero:

  -¡Mercedes, al baño!

Mi hermana pequeña está dentro de un barreño y el agua le cae desde una regadera. Tengo que darme prisa en encontrar a Tot, no sé como le afectaría el jabón a una viajera en el tiempo.

  En la azotea, el silencio de las habitaciones de la casa estalla en campanas. De la catedral, del Salvador, de la Anunciación. Voy contando las campanadas y son doce. Una banda de palomas sobrevuela los tejados esquivando torres y espadañas. Y por fin veo la bola verde con mi duende cautivo semienterrada entre las lechugas del jaulon de Tomasin. ¡Tomasin! Un conejo gris que acabó en el arroz de los domingos. ¡Había llegado a tiempo para salvarlo! Con la bola de la escalera en una mano y el conejo en el regazo, escondiéndome de mi madre, bajé al patio y en un rapto de dicha acerqué la bola verde hasta mi corazón. Un gesto que mi padre vio, sonriendo, tras sus gafas oscuras cuando volvía de la calle. Mi madre nos miraba desde la galería.

  -¡No pierdas nunca tu encanto infantil !- me dijo mi padre, poniéndose a mi altura.

El reloj de cuco daba otra vez las doce. Y sentí que a esa hora se deshiciera el hechizo sin abrazarlo.

  Estaba de regreso en el dormitorio con Tomasin escabullendose bajo la cama. Tot esperaba en el bolsillo, como el genio de la lámpara, que lo liberara. Y como las polillas en los túneles del cabecero, mi madre y yo estábamos atrapadas en la misma escena: » Cuentista, el encanto infantil ya no te funciona».  Sabe que su habitación está minada de portales hacia el futuro, detrás de las cortinas o sobre la cómoda. Y por eso todas las noches duda de qué lado ponerse cuando se acuesta, por si alguno se le abre en la almohada y se la traga. Y reza por los muertos. Es como si los viera al final del túnel  que dicen que hay entre la vida y la muerte. La penumbra del dormitorio impide que los muertos pasen a este lado.

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