Habíamos terminado de cenar hacía ya un buen rato. Se acercaba la hora señalada. La mayoría de los comensales se había retirado a sus respectivos camarotes para hacer con tiempo los preparativos. En nuestra mesa seguíamos todos sentados intentando mantener una conversación que no interesaba a nadie. Por fin alguien se disculpó y el resto aprovechó para levantarse. Yo tardé en reaccionar, tenía mi mente ocupada en los sucesos de aquella otra noche.

Paloma me había cogido por banda para contarme una vez más los problemas con su hijo mayor. Estábamos sentados en uno de los sofás en la casa del anfitrión. Celebrábamos su verdadera mayoría de edad, como a él le gustaba repetir, los cincuenta años, el medio siglo. Mi amiga me hablaba de las fechorías de su hijo, un artista cuyos sentimientos eran ley que, para su desgracia y la de su madre, había salido a su padre, un hombre complaciente pero que en ocasiones podía ser implacable. Una historia que había oído demasiadas veces a la que ya no prestaba mucha atención. Yo miraba sin gran disimulo hacia donde estaba mi mujer a ver si conseguía transmitirle mi petición de auxilio; tras veinte años de matrimonio no nos resultaba difícil. Cuando por fin Lola vio en mi rostro la expresión inane que tan bien conoce, le dijo algo a su interlocutor y vino hacia mí. No tardamos ni cinco minutos en desaparecer de la fiesta.

De vuelta a casa, estuvimos hablando de nuestra amiga. Los dos opinábamos que no había solución, ese hijo sería su mochila para toda la vida, una vida marcada por sus dos hombres. Yo me indigno con facilidad ante las situaciones injustas, en especial si la víctima es una madre; no se entienda esto como una excusa, pero es fácil distraerse en esas circunstancias. Me dolía la rodilla izquierda y ante los semáforos en rojo disminuía la velocidad del coche para no tener que embragar. Uno de ellos se puso en verde justo cuando iba a pisar el freno. Hice lo que nunca hago, confiar en los semáforos y en las normas de circulación. Aceleré, no lo vi venir. El Audi TT se empotró literalmente en el lado derecho de nuestro Mini. Lola murió al instante, no sé si le dio tiempo a darse cuenta de nada. Yo estuve dos meses hospitalizado. Ni siquiera pude ir a la cremación de los restos.

La primera vez que entré en mi casa tras el accidente me acompañaba Sara, la hermana pequeña de Lola. Mi cuñada se había encargado de recoger la urna con las cenizas y la había puesto en el salón, en un hueco de la librería. Allí la dejé, me pareció un buen sitio, rodeada de sus queridos libros. Solo quedaba dispersarlas en el mar, algo en principio sencillo que me correspondía a mí en exclusiva. No habíamos tenido hijos.

Necesité otros seis meses para recuperar un estado cercano a la normalidad, aunque fuera aparente. No me importaba tener las cenizas en casa, pero iba siendo hora de hacer lo debido. Un sábado por la mañana cogí la urna y una pequeña maleta con lo imprescindible, y me fui en coche a la casita en la costa de la que Lola y yo habíamos disfrutado los últimos años. Mi primera parada en el pueblo fue en el puerto deportivo, donde hay dos o tres locales en los que se pueden alquilar barcos para hacer submarinismo. No me sirvieron de nada mis ruegos a pesar de que iba a ir yo solo con el piloto de la embarcación, sin más testigos: echar las cenizas al mar está prohibido, se arriesgaban a una fuerte multa e incluso a perder la licencia. Alguien me recomendó volver en temporada alta y alquilar en la playa uno de esos esquifes que disponen de un pequeño motor. Esas barquitas no se pueden alejar mucho de la costa, están condenadas a navegar en un mar recreativo, de yates fondeados y motos de agua, un mar indigno para los restos de una persona como Lola, o en realidad para cualquier persona. Me volví a Madrid sin siquiera acercarme al chalé. Decidí esperar al verano, esa época del año en que todo es menos rígido, más primitivo. Podría volver a intentarlo, quizás en Cádiz. En el Sur aún es posible encontrar personas capaces de entender que el respeto a la voluntad de los muertos es mucho más importante que la higiene obligatoria de los vivos.

Un día recibí una llamada de Sara. Buceando en internet había encontrado una página web que parecía interesante. Me envió el enlace por correo. La página era muy elegante, muy bien diseñada. En ella se hablaba de un crucero especial que organizaban todos los años para… Pero mejor utilizo sus palabras que, traducidas, decían algo así:

… muchos de nosotros hemos pasado por un doble dolor, el producido por el fallecimiento de un ser querido y el de no poder cumplir con su última voluntad, la de dispersar sus cenizas en el mar, debido a esa absurda ley que en muchos países lo prohíbe. Pero tenemos la solución. Una vez al año fletamos un crucero especial que sale de Gotemburg, Suecia. Solo hace dos escalas, en Southampton, Inglaterra, y en Lisboa, Portugal, para proseguir hasta un punto en el centro del Océano Atlántico, en la línea del Ecuador, a media distancia entre África y el norte de Brasil. Son aguas internacionales. Allí, en medio del océano, se aplica la ley del mar, mucho más humana que la de los hombres de tierra adentro. En ese punto mágico, en la hora en que la luna alcanza su plenitud, el capitán da la orden de parar máquinas para permitir a nuestros pasajeros realizar el último deseo de sus seres queridos.

Había más detalles, como la interpretación de música por parte de un cuarteto de cuerda, la posibilidad de llevar acompañantes siempre que hubieran tenido una relación estrecha con el fallecido, o esa nota aparte donde se podía leer que en ningún caso ese viaje iba a ser …luctuoso o desolado, sino una plácida travesía acompañando a nuestro ser querido a su última morada. También que habría dos psicólogos a disposición de los pasajeros. No me apetecía nada ir solo, así que convencí a Sara de que me acompañara; yo correría con los gastos de ambos. El uno de julio embarcamos en Lisboa.

Y aquí estamos ahora, en medio del Atlántico. Ya ha tenido lugar la ceremonia. Ha sido emocionante, no me importa decirlo. Nos habían asignado un puesto en la misma popa, en la cubierta principal, para lo que en su día pagué un buen plus. Los dos grandes motores que impulsan el barco llevaban en silencio unos minutos y la inercia hacía que siguiera navegando a barlovento. La noche es espléndida. La luna brillaba enorme ahí arriba iluminando esta extraña congregación de creyentes, porque todos tenemos que creer en algo para estar aquí, expectantes.

Cuando el cuarteto de cuerda ha empezado a tocar hemos abierto las urnas. Los restos de nuestros familiares y amigos han volado libremente, brillando a la luz de la luna sobre el cálido fondo de la noche. Se elevaban y volvían a bajar impulsados por la brisa. En un determinado momento, como si estuviera previsto por un escenógrafo, ráfagas de viento han elevado aún más las cenizas, que se han arremolinado en espirales desplazándose al unísono en un ballet que recordaba a esas bandadas de estorninos que, nadie sabe cómo ni por qué, se mueven de manera perfectamente sincronizada. Estrellas minúsculas en fugaz huida hacia el infinito.

—La comunión de las almas —ha dicho Sara en un susurro. Se me han humedecido los ojos—. Hasta la vista, hermana.

—Adiós, Lola. Buen viaje.

La mayoría de la gente se ha retirado al poco rato. Sara y yo nos hemos tumbado en sendas hamacas, de espaldas a la luna, para observar esas luces lejanas que titilan en miríadas por encima de nuestras cabezas. Se me ocurrió pensar que nunca había viajado en barco tan lejos de la costa ni había estado en la línea del ecuador en medio del mar. Entonces, sin previo aviso, como si hubiera estado escondida en algún rincón de mi cerebro esperando el instante adecuado, me ha venido a la memoria esa canción de CSN, Southern Cross, que tanto nos gustaba a Lola y a mí: Spirits are using me, larger voices callin’. No soy capaz de distinguir las constelaciones australes, así que le he pedido ayuda a Sara. Sin dudarlo un instante, ha levantado el brazo derecho y con la mano extendida ha señalado hacia babor.

—Es esa pequeña cruz de ahí. En la vertical están Acrux y Gacrux, y a ambos lados se distinguen Becrux y Dacrux. Hay más estrellas, ahora no me acuerdo de sus nombres, algo con Crux o con Crucis.

Las dos hermanas nunca han dejado de sorprenderme.

—Siempre me ha inquietado pensar que algunas de esas estrellas ya no existen—he dicho—. Dejaron de brillar hace siglos, estamos viendo sus fantasmas.

—Los fantasmas son buenos, es cuestión de acostumbrarse a su presencia —me ha respondido—. Además, no tardan mucho en irse, los humanos a los que han abandonado debemos de resultarles muy aburridos.

Al tiempo que decía estas palabras, en un gesto que esperaba pero que a la vez me ha sorprendido, Sara se ha levantado de su hamaca y se ha hecho un hueco en la mía con un ligero empujón, arrebujándose a mi lado. La he acogido en mis brazos y ella ha escondido su cabeza en mi hombro, las manos juntas como en una plegaria bajo su mejilla. Se ha quedado en silencio, respirando pausadamente, por fin tranquila. Yo he seguido mirando hacia la Cruz del Sur, pensando que quizás guíe a Lola a su destino del mismo modo que su espíritu nos ha guiado a Sara y a mí en este extraño viaje que nos tiene un poco desorientados.

 

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS