La razón por la cual Alipio Mangas y Martín Gutiérrez se encontraban en el Valle de la Muerte, un día de primeros de octubre del año 1880, soportando una temperatura cercana a los cuarenta grados centígrados, y con la única ayuda de un caballo viejo que cargaba en los serones tres cantimploras de agua, un poco de comida, y una humilde pala de acero, parecía difícil de explicar.

Todo había comenzado, dos años atrás, en la región de Tamaulipas, al noreste de México, y más concretamente en la ciudad de Reynosa. Alipio se encontraba una calurosa noche de principios de julio en un bar de la calle principal con Martín, su socio y amigo. Se habían conocido en Veracruz veinte años atrás. Su modo de vida consistía en recorrer, sin descanso, todos los estados del país desde la Baja California hasta Yucatán. Se dedicaban a negocios de poca monta, ilegales la mayoría de las veces, y a estafas cuyos escasos beneficios les servían para ir viviendo al día. Cuando empezaban a ver que la cosa se ponía mal y eran víctimas de persecución por parte de la policía rural, se limitaban a pasar la frontera y asentarse en Texas durante una temporada.

Alipio era poseedor de una gran inteligencia que nunca había usado para nada de provecho. Tenía la habilidad innata de estudiar de una sola mirada al desconocido que tenía enfrente y en pocos segundos averiguar sus debilidades y anhelos. Era alto y delgado; de piel muy clara a pesar de estar quemado por el sol inmisericorde del país. Adornaba su rostro con una perilla muy cuidada, que empezaban a encanecer, proporcionándole un cierto aire aristocrático al estilo hidalgo español.

Martín por el contrario era moreno, recio, de baja estatura, con mezcla de rasgos indígenas y europeos. Más listo que inteligente, era muy despierto y aprendía rápido. Estuvo dando vueltas durante ocho años sobreviviendo en diferentes trabajos que completaba con pequeños robos.  Hasta que se encontró con Alipio.

Inmediatamente se produjo una conexión entre los dos hombres. Decidieron que sus actividades deberían guardar un código de honor y no sobrepasar ciertos límites.

—Nunca ejerceremos la violencia de forma gratuita —dijo Alipio.

—Nunca emplearemos nuestras tretas con las mujeres —continuó Martín.

—Nunca nos pelearemos por cuestiones de negocios —afirmaron los dos a la vez, sellando su acuerdo con una botella de tequila.

Eran la pareja perfecta. Martín servía de enganche a la posible victima con su palabrería. Alipio, con su porte de Virrey de las Indias, era el que conseguía que el pobre diablo cogiese confianza y se entregase sin reservas a sus manejos.

En una de las mesas del bar en el que estaban los dos amigos, al fondo, en la penumbra, se encontraba un hombre de aspecto mugriento. En su rostro, quemado por el sol, se incrustaban unos ojos azules intensos que parecían proclamar: «soy gringo». Cada poco tiempo, con un español muy limitado, voz gangosa, y un fuerte acento, reclamaba que le sirviesen más whisky. Al principio los dos socios apenas se fijaron en él, tan concentrados como estaban en los planes de un nuevo, y seguramente, fracasado negocio.

Lo que al fin llamó su atención fue que, en un momento determinado, empezó a presumir de ser dueño de una gran cantidad de dinero. Gritaba que era poseedor de un mapa que indicaba el punto exacto donde se encontraba un tesoro en pepitas de oro. Los dos hombres miraron con precaución a su alrededor. Nadie en el bar, excepto ellos, parecía entender lo que decía aquel gringo. Alipio fue el que se decidió a levantarse. Se acercó a la mesa lentamente, procurando no ser demasiado brusco y no asustar al hombre.

—Buenos días. Me llamo Alipio Mangas —dijo en un perfecto inglés, mientras levantaba el sombrero de su cabeza con un gesto cortés. He prestado mucha atención a lo que dice.

—Yo me llamo Bud —respondió el hombre mirándolo con desconfianza.

—En aquella mesa —dijo Alipio, mientras señalaba el sitio que acababa de abandonar—, se encuentra mi socio, Martín. Nos encantaría hacer negocios con usted.

—Eso habría que hablarlo —contestó Bud todavía con recelo.

—Permítame que le invite a una ronda —dijo Alipio, mientras hacía un gesto a Martín para que se acercase a ellos.

Una hora después los tres hombres salieron del bar. Era ya noche cerrada y la luna llena iluminaba la calle. Una brisa suave y fresca les envolvió.

Bud los llevó a su casa, una cabaña solitaria alejada de la ciudad. El campo estaba lleno de abundantes matorrales, la mayoría tasajillos, cuyas espinas se adherían a los pantalones y les hacía dificultoso el caminar. El aullido de un coyote solitario, quién sabe si afirmando su territorio o alertando a los de su especie de un peligro, se elevó en la noche haciendo que los hombres apresurasen el paso.

La vivienda tenía un techo que parecía a punto de desplomarse sobre el suelo, con trozos carentes de tejas. Las paredes eran de un color gris oscuro, uniforme, excepto en las zonas donde más incidía la luz de la luna; en ellas se observaban desconchones, y a través de ellos, los ladrillos que conformaban su estructura. Tenían el aspecto de no haber sido encaladas durante años. La cabaña constaba de una sola habitación. Todo en su interior era de madera excepto la estufa y la cocina, que eran de hierro, y una pala de acero apoyada en una de las paredes.

En el centro había una humilde mesa a la que Bud arrimó tres sillas de enea. Sacó unos vasos mugrientos y una botella de bourbon de una alacena. Los tres hombres se sentaron y comenzaron a beber.

—¿Es aquí donde guarda el mapa? —dijo Alipio dirigiéndose a su anfitrión con voz melosa.

Bud se levantó de la mesa, se acercó a una de las tablas del suelo que estaba suelta y la alzó. Metió la mano en el hueco y sacó una caja de metal. En su interior, una tela de color rojo, escondía un trozo de papel arrugado.

—No dejaré que las malditas se lo coman —dijo Bud con una mirada rara, y un repentino tono de ira en su voz.

—¿Las malditas? —preguntó Martín.

—Las termitas. Esta cabaña está invadida por las termitas. Oigo su ruido durante toda la noche. Todas esas larvas atracándose de madera. «Comejenes», creo que las llaman ustedes. ¿No? No me dejan descansar. ¿No las oyen?

Los dos hombres intercambiaron una mirada de extrañeza y se limitaron a no contestar. Antes de continuar, Bud les dijo:

—No puedo rescatar el tesoro solo. Necesito ayuda.

Desdobló el mapa y apareció un dibujo. En la esquina superior figuraba un nombre: Death Valley. Una cruz en el centro indicaba el punto exacto en que el tesoro había sido escondido.

—Perteneció a Bill. Era un forty-niner. Salió de Salt Lake City en dirección a California en 1848. Cruzó el valle con otras cien carretas. En Sacramento tuvo suerte y encontró oro ―dijo Bud mientras permanecía unos momentos en silencio enfrascado en sus recuerdos antes de continuar—. Yo también llegué a la ciudad y fui su compañero durante dos años. Cogió una pulmonía; al morir me dejó el mapa y la pala que usaba.

—¿Y qué es lo que le ha impedido rescatar el dinero en este tiempo? —preguntó Alipio, intentando que el hombre no descubriese una mirada interrogante que estaba lanzando a Martín con los ojos.

—No tuve suerte. Intenté conseguir algo de dinero para poder llegar allí y rescatar el tesoro. Me dijeron que en México podía encontrar trabajo. Llevo ya dieciocho años dando vueltas; cada vez más alejado del oeste. Podemos cruzar el Rio Bravo cerca de aquí, en Nuevo Laredo.

—¿Por qué piensa que nosotros somos los más adecuados? —dijo Martín mientras se levantaba de la mesa y se apoyaba lentamente contra la pared.

—Siempre he sabido cuándo me puedo fiar de alguien. Lo conseguiré con su ayuda. Para ustedes el cincuenta por ciento. Creo que es un acuerdo justo.

Fue lo último que Bud dijo en su vida. Un golpe certero de la pala en su cabeza acabó con él. La envolvieron con el primer trapo que encontraron, ya que la herida había sangrado bastante en los primeros momentos, y sacaron su cuerpo al exterior. Le enterraron detrás de la cabaña, donde vieron que la tierra era más blanda. Regresaron al interior y limpiaron cómo pudieron el lugar con agua de un cubo que encontraron al lado de la estufa, pero no lograron quitar las manchas. La sangre había impregnado los poros de la madera.

Cayeron rendidos por el esfuerzo y se durmieron en pocos segundos. Antes, Martín creyó oír un ruido parecido al roer de la carcoma, pero desechó los pensamientos reflexionando sobre el hecho de que debía estar obsesionado por los acontecimientos de la noche. Cuando todo quedó en calma, el aullido del coyote volvió a romper el silencio de la noche, pero esta vez los dos hombres no lo oyeron.

Al día siguiente, nada más amanecer, se pusieron en camino hacía Nuevo Laredo. Martín quiso desenterrar a Bud y quemar la cabaña con él dentro para borrar las pruebas; por si alguien se acercaba para inspeccionar. Alipio se opuso.

—Es mejor no hacer fuego. El humo puede servir de alerta. No creo que nadie se acerque a esta cabaña en mucho tiempo.

—Nos vieron salir del bar juntos —replicó Martín.

—Aunque alguien lo descubriese, no creo que a nadie le importe un maldito yanqui al que no conocen. No creo que nos puedan relacionar.

—De acuerdo ―dijo Martín no muy convencido.

—Y coge esa pala. Es un buen instrumento; son caras de ese material. La vamos a necesitar.

El camino hacia la frontera estaba salpicado por diferentes tipos de vegetación alternándose huizaches y mezquites. Cuando llegaron a su destino procuraron no entrar en la población, y permanecieron escondidos todo el día en la ribera del río. Lo vadearon con éxito en cuanto aparecieron las primeras estrellas en el cielo. Era la estación seca y venía menos caudaloso. Martín le preguntó a Alipio.

—¿Cuánto dijo el viejo Bud que había enterrado?

—Cerca de un millón de dólares.

—No puedo ni hacerme a la idea de lo que es eso.

A la mañana siguiente se pusieron en camino de nuevo. Tenían que recorrer más de dos mil kilómetros hasta su destino final.

Tardaron cerca de un año en llegar a California, ya que tuvieron que parar durante un tiempo en diferentes poblaciones para poder conseguir dinero. El camino lo hacían casi siempre a pie; otras veces se ayudaban de diferentes transportes animales, alguna diligencia e incluso con el novedoso ferrocarril. Cruzaron Texas, primero hacia la ciudad de San Antonio, y luego hacia El Paso.

Allí combinaron los negocios sucios con diferentes trabajos en el campo. La pala del viejo Bud les servía de ayuda. Un día, Martín le dijo a Alipio:

—La pala se mueve. Tiene vida propia. Aseguraría que ayer la dejé apoyada en un carro, y cuando fui a cogerla no estaba. La encontré apoyada en el lateral de un pozo.

—Deberías beber un poco menos ―le contestó Alipio.

Desde allí desviaron la ruta hacia el norte, ya que llegó a sus oídos la noticia de que en la ciudad de Alburquerque, en Nuevo México, corría el dinero. Encontraron alojamiento barato en una habitación, en la planta superior de un bar un poco alejado del centro de la ciudad.

Martín intentó aprovecharse de las chicas que atraían clientes al negocio; bebían con ellos procurando que gastasen la mayor cantidad de dinero posible. La mayoría le dieron de lado. Acostumbradas a tratar con tanta gente, enseguida le calaron; excepto una de ellas que todavía conservaba un aire ingenuo, y la esperanza de que algún día se produjese un milagro que le permitiese cambiar de vida. Martín se dio cuenta enseguida, y estuvo aprovechándose de ella y su dinero con promesas falsas que ella quiso creer. Hasta que una mañana vio a través de una ventana cómo los dos hombres montaban en sus caballos y comenzaban a alejarse de la casa. Salió corriendo detrás de Martín, intentando detenerlo, mientras se aferraba a la silla del animal.

—Déjame en paz, piruja loca ―dijo el hombre pegando una patada a la mujer y derribándola.

Lo único que ella pudo hacer fue intentar calmar su furia lanzándole unas piedras que no llegaron a su objetivo; mientras, las lágrimas se deslizaban por su cara mezclándose con el polvo y llenándola de churretes.

Siguieron hasta Phoenix, en Arizona. Pararon pocos días. Cada vez sentían más la urgencia de llegar al final de su viaje. Desde allí continuaron hasta Los Ángeles.

La ciudad, al contrario de lo que un nombre tan piadoso y de reminiscencias tan franciscanas parecía anunciar, no fue muy amable con ellos. Con el dinero que pudieron conseguir solo pudieron comprar, para que les ayudara en su empresa, un caballo viejo y flaco. Por fin un día se decidieron a cubrir los pocos más de cuatrocientos kilómetros que les separaban del destino final. Tardaron cerca de un mes ya que el animal que llevaban no podía ni con su alma.

La noche anterior a su llegada al lugar de destino, mientras estaban sentados alrededor de la hoguera, empezaron a oír un cri-cri metálico, un ruido chirriante que se fundía con el sonido de la brisa del desierto. En un principio no lograron averiguar de dónde procedía. Al final se dieron cuenta de que salía del interior de la pala de acero.

—Es imposible —dijo Alipio—. No puede haber nada dentro de la pala. Será el ruido del material al contraerse ahora que comienza a hacer frio.

No dejaron de oírlo durante toda la noche.

A la mañana siguiente, con el cuerpo un poco destemplado, se acercaron al punto marcado en el mapa. Ataron el caballo en el saliente de una piedra afilada, a la sombra, y se pusieron a la tarea.

Alipio cogió la pala con determinación. Nada más hundirla en la tierra, el instrumento empezó a desmoronarse, mientras se convertía en virutas que se amontonaron a sus pies. Estas se transformaron a continuación en unos bichos parecidos a las termitas, pero más grandes y de aspecto metálico que salieron corriendo hacia todas las direcciones.

—Es imposible —dijo Martín.

—Pero ha sucedido —respondió Alipio—. Deberíamos dejar de hablar y pensar en cómo vamos a solucionar el problema.

Los dos hombres se pusieron a retirar la tierra frenéticamente; primero se ayudaron con los machetes y después con las manos. Estuvieron trabajando durante un buen rato sin conseguir apenas extraer la cantidad equivalente a un cubo. No se veía ninguna señal del tesoro, ni indicios de que en aquel lugar la tierra hubiese sido removida alguna vez.

Fue Martín el que comenzó la discusión. Con las manos y la cara manchadas de la mezcla del polvo con el sudor, y con la voz llena de ira y entrecortada por el esfuerzo, le espetó a Alipio:

—Ya sabía que esto iba a salir mal. Tuviste que hacer caso de la historia de un pobre diablo loco que a saber si no pintó el mapa el mismo.

—Pues tú no le pusiste ascos a la empresa. Ya podías haber dicho algo en todo este tiempo —le contestó Alipio con una mirada de odio.

Los dos hombres se engancharon y comenzaron a rodar por el suelo golpeándose con saña. Conforme se fueron cansando por el esfuerzo, la intensidad y frecuencia de los golpes fue disminuyendo. Acabaron tumbados mirando al cielo azul, sin una nube, mientras intentaban coger aire y disminuir la frecuencia de su respiración.

Fue Alipio el que se levantó primero y se acercó al caballo en busca de una cantimplora con agua. Bebió y se la pasó a Martín.

—Deberíamos seguir con la tarea —le dijo.

—De acuerdo. No nos volvamos locos —contestó Martín.

Comenzaron a cavar otra vez de manera aleatoria, alrededor del lugar donde pensaban que la tierra podía estar más blanda. Las manos empezaron a sangrarles, y el fluido rojo se mezcló con la tierra.

De repente, comenzaron a oír otra vez el ruido metálico acercándose a ellos. Al principio de forma apenas audible; después con una intensidad creciente, cada vez más fuerte, hasta que se hizo insoportable.

El primero que se dio cuenta de lo que sucedía fue Martín al notar una mordedura en el tobillo; pensó que quizás un escorpión se había colado a través del pantalón. Antes de poder inspeccionar lo que pasaba, comenzó a sentir un hormigueo en los pies seguido de un dolor insoportable. Se quitó los zapatos rápidamente; una gran cantidad de hormigas plateadas se aferraban a su carne desgarrándola. Sacudió sus piernas con desesperación, pero era imposible quitárselas de encima. Lo intentó con las manos; lo único que consiguió fue que empezasen a devorar sus brazos. Los insectos subieron rápidamente hacia el tórax y posteriormente al cuello, mientras se deslizaban, por fin, hasta el interior de su boca.

El grito de terror y agonía alertó a Alipio. Intentó alcanzar al caballo y huir. No tuvo éxito. Las hormigas se abalanzaron sobre él justo cuando comenzaba a desatar al animal, que también fue atacado entre grandes relinchos. El desgraciado comenzó entonces una carrera alocada hacía todas las direcciones. Solo pudo recorrer unos metros hasta que cayó al suelo, mientras miles de insectos atacaban su cabeza. Todavía seguía vivo cuando las hormigas comenzaron a derramarse por las órbitas de sus ojos.

En menos de una hora solo quedaron, de la aventura que empezó en Reynosa, dos esqueletos humanos, una osamenta de jamelgo, y un montoncito de virutas de metal, mientras se cernía sobre ellos el silencio del desierto, solo roto en ocasiones por un aullido en la lejanía.

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