“¿Qué, vamos a casa de la Bruja?” era la primera frase que el Andaluz escuchaba los domingos cuando se juntaba con sus tres amigos. Nada de buenos días, hola o un simple ¿qué tal?

Los cuatro guardaban la propina en el bolsillo de sus pantalones cortos de tonos oscuros, pantalones a juego con sus zapatos. Todos llevaban calcetines blancos hasta casi las rodillas. Sus camisas variaban. Mientras el Peque y el Pelos apostaban por colores más vistosos: verde pistacho el primero y amarillo pálido el segundo, el Gafotas y el Andaluz eran más de llevarlas blancas.

No les hacía falta móviles para concretar el cuándo y el dónde se verían. Ese artilugio ni siquiera estaba en la mente de quienes pretenderían acaparar el futuro. Para el Andaluz y sus amigos, la tecnología se circunscribía a las calles donde jugaban al rescate o al escondite, a las explanadas que convertían en campos de fútbol o en circuitos de carreras para sus chapas, o donde hacían agujeros para jugar a las canicas.

Cuando se encaminaban hacia la casa de la Bruja, preguntó el Peque al Andaluz:

—¿Dónde te metiste ayer? Nos faltó uno para el partido.

Encá mi abuela. Y me pasó algo que no os vais a creer. —Sus expresiones, su seseo y el comerse letras, sobre todo las eses y erres finales, evidenciaban su origenPos anresulta que pa merendar me dio unas rosquillas que estaban que te cagas, y pa acompañarlas, vino dulce.

—¿Vino? ¡Qué morro! A mí solo me dan agua o sifón —dijo el Pelos.

—Sí, y menos mal, porque las rosquillas estaban súper resecas. Se me quedaban agarrás aquí, en el gaznate. —Sus amigos rieron cuando se cogió del cuello con ambas manos y puso un gesto como si se ahogara—. Me comí un porrón. Y venga a beber vino. No recuerdo cuanto bebí. Cuando acabé me fui a la terraza. Todo me daba vueltas. Parecía que estaba en un tiovivo. Cerré los ojos y me tumbé en el suelo, bocabajo. Estaba fresquito, y arrimé la cara porque me ardía. Y anresulta que me quedé dormío hasta que mi madre vino a buscarme. Me despertó, y cuando le dije que estaba mareao, va y se echa a reír. La verdad es que me notaba raro, como si la lengua no me hiciera caso.

—Yo creo que lo de la lengua todavía te dura —dijo el Peque.

Todos rieron menos el Andaluz.

—Recuerdo la primera vez que me emborraché —intervino el Pelos, todavía riéndose—. Fue el año pasado. Una tarde le cogí el vino a mi padre y bebí hasta que eché la pota. ¡Qué asco! Intenté limpiarlo para que no me pillaran, pero tenía tal cogorza que me resbalé y caí encima de los garbanzos a medio masticar.

El Andaluz no devolvió porque aquella mañana no se había echado nada al estómago. Parecía que tuviera lava incandescente en su interior. Lo único que le pedía era agua. Se había bebido tres vasos nada más levantarse.

—Al final tuve que lavarme hasta la ropa. ¡Vaya marrón! —prosiguió el Pelos—. Desde aquel día, cada vez que huelo el vino me dan ganas de potar.

—¿No podemos hablar de otra cosa? —dijo el Gafotas. En opinión del Andaluz, era el único que proporcionaba al grupo el sentido que les faltaba: el sentido común.

—Sí, pero antes dejá que termine, que ya no me quea ná. Pos eso, mi madre me llevó al baño, me metió los dedos para que potara y luego me dio una ducha fría. No veas, me quedé helao, pero la lengua me empezó a funcionar. Bueno, más o menos. ¿Y sabéis qué la dije?: “Mamá, nunca más voy a comer rosquillas de la abuela, tienen algo raro. El vino, sí. Está súper rico”. A mi madre casi le da algo de tanto reírse.

—Andaluz, estás como una chota —dijo el Pelos.

Entre risas entraron en la calle de la Bruja, calle sin asfaltar donde los zapatos de los cuatro perdieron su brillo; sin embargo, era lo que menos les importaba. A ambos lados había casas bajas, cada una de su padre y de su madre, como decía el Andaluz. Aunque todas estaban encaladas, los colores de puertas y ventanas variaban sin carencia aparente. Los que más predominaban eran el verde y el azul, y los que menos, el amarillo y el granate. Tampoco guardaban la misma altura. Parecían construidas a trompicones.

—Hoy tengo propina extra. Me han dado cinco duros por mi santo. Para celebrarlo os invitaré a algo —dijo el Gafotas. Los tres, el Andaluz el primero, le dieron una palmada en la espalda—. Y para mí una peonza, que la última me la rompisteis, y cinco papeletas, a ver si tengo suerte. Estoy hasta los mismos de que estos palurdos se burlen. —Y dirigió su dedo índice al Pelos y después al Peque.

—Son unos capullos. —El Andaluz se solidarizó con el Gafotas—. Además, no sueltan prenda. ¿Por qué no nos contáis lo que os pasó alládentro?

Los aludidos pusieron sonrisa de muñeca y desviaron la mirada.

—Ya os hemos repetido un montonazo de veces que no podemos decir nada —dijo el Peque—. Y para que lo sepáis: yo ya no pienso comprar más papeletas. Me voy a gastar mi duro en petardos de los gordos.

El Andaluz recordó la última vez que el Peque había comprado petardos. Estuvo toda la tarde tirándoselos a las chicas con las que se cruzaba. Aquello le cabreó de tal modo que se peleó con él. El Pelos y el Gafotas tuvieron que separarles. Por este motivo le dijo:

—No harás como la última vez, ¿eh?

—Yo hago lo que me da la gana. Tú no eres mi padre, ¿sabes?

—¡Vale ya! —medió el Gafotas. Parecéis niños pequeños.

—Yo sí que voy a comprar dos papeletas, a ver si repito, cromos y algo para papear. Tengo un hambre…—dijo el Pelos, ajeno a la discusión—. ¿Y tú, Andaluz?

—Yo compraré papeletas y namás. Tengo las tripas que me arden. —Y volvieron a reírse, pero al único que miró con ojos recriminatorios fue al Peque—. ¡Vale ya, u os doy una hostia! No pienso contaros más .

—Por favor, no nos castigues sin tus historias —dijo el Pelos.

El propio Pelos y el Gafotas, a modo de broma, le agarraron de un brazo cada uno y le sacudieron como si fuera un saco.

Dejame, que parecemos unos moñas.

En el centro de la calle, en la acera derecha pero sin acera, estaba la casa de la Bruja. No tendría más de dos metros de fachada. El tejado, a un agua, estaba cubierto con tejas, muchas de ellas ausentes, a las que el musgo les había privado de su color ocre original.

La puerta de acceso, casi siempre abierta, atentaba contra la simetría, como todo en aquella calle. De madera pintada de verde oscuro, cubierta de agujeros como si hubiera sido atacada por la viruela, estaba ornamentada, solo en el lado derecho, con una hilera vertical de remaches de bronce renegrido.

Para atravesar la puerta, antes había que subir un altísimo escalón. El Andaluz creía que lo habían construido tan alto adrede, para así impedir el acceso a los más pequeños. El Gafotas, el más echado para adelante, fue el primero en dar un salto para salvar el escalón. Le siguió el Pelos y el Peque, y por último él.

Siempre recordaría la sensación que experimentó la primera vez que entró en aquella casa, fue como si le faltara el aire. Esa misma sensación se le repetiría ya de mayor antes de emprender un viaje a un lugar en el que nunca había estado.

La Bruja había convertido la entrada de la casa, un pasillo alargado, en tienda. Aunque alumbrada con una triste bombilla, el Andaluz siempre requería de unos segundos para pasar de imaginar a ver. Las paredes intentaban ser blancas, pero la humedad y los desconchones se lo impedían. Al fondo había una puerta de algo menos de dos metros de alto y no más de medio de ancho. Sin hoja, se servía de una deshilachada cortina marrón para ocultar lo que fuera que hubiera tras ella. En más de una ocasión la imaginación del Andaluz le transportó a los cuentos que le leía su madre de pequeño. Hasta tal punto que, por ejemplo, llegó a creer que detrás de la cortina, la Bruja elaboraba pociones en un puchero colgado de cadenas sobre un fuego de leña, del que brotaban burbujas de colores que al explotar esparcían un olor nauseabundo en el ambiente.

El Andaluz, ya frente al acristalado mostrador, salió del trance para contemplar todo lo deseable para un crío con ganas de probar sabores chispeantes que adormecían la lengua, de mascar manjares concentrados o de comer frutos secos que agrietaban los labios.

El mostrador iba de pared a pared, salvo por donde la Bruja entraba o salía, al fondo del pasillo. La encimera de madera de pino que lo cubría estaba a rebosar de tebeos, y sobre todo de comics de los superhéroes a los que el Andaluz quiso parecerse con prisas, como muchos críos a su edad. También había grandes frascos donde se veían o se ocultaban, según fueran de cristal u opacos, caramelos y piruletas ‘multisabores’, bombones de ‘multichocolates’ y, ¡cómo no!, las preciadas canicas ‘multicolores’.

Tanto producto allí encima le impidió descubrir cómo era el cuerpo de la Bruja. Tan solo alcanzó a ver la parte superior de su tronco siempre oculto bajo una bata enlutada.

A la espalda de ella estaban las estanterías con los objetos más codiciados: tirachinas profesionales, peonzas vírgenes, cromos de los intergalácticos, petardos para hacer volar cohetes en forma de lata,… y lo más de lo más: el saco de terciopelo rojo con las papeletas que tanto y tanto deseaba.

—Deme una bolsa de pipas, tres sobres de cromos de fútbol y también dos papeletas de la suerte. —La voz aflautada del Pelos le devolvió a la realidad.

—Aquí tienes, guapetón. Las papeletas, como sabéis, os las daré al final. —Después preguntó al Gafotas—: ¿Y tú, cariñín, qué quieres?

—Aquella peonza. —Señaló a la derecha de una de las estantería—. Para estos, lo que quieran. Es mi santo. Eso sí, no pienso gastarme más de dos reales por cabeza.

—¡Felicidades, caballerete! —dijo la Bruja. Y dirigiéndose al resto, añadió—: Vuestro amigo está que lo tira. Como hoy me habéis pillado de buenas, os voy a dar a cada uno dos chicles, todo por una cincuenta.

—Y también quiero cinco papeletas. Creo que hoy es mi día.

Para el Andaluz, la Bruja aparentaba una edad que no tenía. Apenas si se le veían arrugas. En realidad fueron sus oscuros ojos, su nariz aguileña, sus labios pálidos y su puntiaguda barbilla, además de su pelo, largo y canoso, siempre tan enmarañado, por lo que se ganó el apodo. Y qué decir de su voz, ronca, gutural, casi de hombre. Por mucho que intentara afinarla, frases como: Toma, majete, tus pipas”, “Probad estas gominolas, están de muerte”, llegaban a sus oídos como si se las dijera un tío suyo. El tono de su voz se le parecía muchísimo. Lo que más le llamaba la atención eran sus manos de dedos largos y delgados, como de pianista; y sus uñas, pintadas de rojo intenso, afiladas como puntas de abrecartas.

—Dame cinco petardos de los de a una peseta —dijo el Peque muy seco. La Bruja, con indiferencia, se los dio sin ni siquiera mirarle.

Yyyyo quiquiero tttrres papapeletas. —Siempre que el Andaluz se dirigía a ella, tartamudeaba.

La Bruja le observó unos segundos. Y después de hacer lo mismo con cada uno de sus amigos, cogió el saco aterciopelado e introdujo la mano.

El Pelos, el Gafotas y él extendieron las manos con las palmas hacia arriba. Sobre ellas, la Bruja fue depositando las papeletas. El ritual lo acompañó con unos ojos penetrantes, a la vez que sonrientes. Al Andaluz, el solo roce de sus dedos le provocó una erección.

Después de pagar, salieron despavoridos hasta torcer la esquina de la calle, donde se detuvieron en seco. Allí abrieron las papeletas como niños que abren sus regalos el día de Reyes.

No fue el día del Pelos, ni mucho menos del Andaluz.

—¡Lo sabía! ¡Yuuuu-huuuu! —gritó el Gafotas con la cara iluminada. Y mostró a todos la papeleta en la que se leía la frase mágica: “¡Felicidades, el regalo es tuyo!”

—¡Qué suertudo! —dijo el Andaluz a la vez que pensaba: «Y a mí, ¿cuándo?». Luego la rabia le obligó a romper sus papeletas en blanco en mil pedazos.

—No me dejaréis solo, ¿verdad? —pregunto el Gafotas.

—Ese fue el trato —contestó el Pelos.

—No sé si comeré por los nervios. Se me ha hecho un nudo en el estómago. Quedamos a las cinco, ¿vale? —La voz le temblaba al Gafotas. Y dirigiéndose al Peque, dijo—: ¿Y tú, qué? ¿No dices nada? De verdad, no sé qué bicho te ha picado.

—¡Déjame en paz! —le contestó de malos modos.

A la hora convenida, los tres —el Peque, al final, no apareció— se dirigieron a la casa de la Bruja , aunque el único que recorrió los últimos pasos hasta la puerta fue el Gafotas.

El Pelos y el Andaluz se quedaron a varios metros, pegados a la fachada de otra de las casas. Desde su posición, vieron cómo su colega llamaba con los nudillos, enseñaba la papeleta después de que la puerta se abriera y se perdía de su vista, no sin antes ofrecerles un gesto picarón.

Fue la hora más larga que el Andaluz recordaba, casi tan larga como la sonrisa que mostró su amigo el Gafotas cuando apareció en el umbral de la puerta, puerta que todavía hoy es el escenario de sus peores pesadillas. En ellas, la puerta se entreabre, pero cuando intenta entrar siente como si algo sobrenatural le agarrara los pies. Incluso el escalón cobra una altura descomunal. En las ocasiones en las que consigue zafarse de lo que fuera que le agarra, va en busca de una escalera, pero no encuentra ninguna lo suficientemente larga.

Cuando el Gafotas se acercó, el Andaluz vio en él la misma expresión de felicidad que la del Pelos cuando tuvo su misma suerte. Hasta se chupaba la yema del dedo corazón, igual que éste y el Peque, algo en lo que no había recaído hasta ese momento.

Impaciente, le dijo:

—¿Cuál ha sido regalo? ¡Dímelo, anda!

La respuesta del Gafotas fue una mirada perdida y oídos sordos para su curiosidad.

 

Domingo tras domingo, hasta más allá de que dejara de vestir pantalones cortos, el Andaluz siguió yendo a aquella casa, pero nunca le tocó, ni tampoco a sus amigos.

Cuando su familia decidió mudarse a otro barrio, se llevó junto a su equipaje el mayor enigma de su vida. Lo más cerca que había estado de resolverlo fue hacía solo dos meses, justo después de que al Gafotas le diagnosticaran Alzheimer. No tenía tiempo que perder. El Peque les dejó con solo 16 años al hacer el cabra con una moto. Y en el caso del Pelos: un infarto le fulminó antes de cumplir los 50.

Cuando llegó a la residencia, le encontró en su habitación, sentado frente a la ventana.

—Hola, Gafotas.

Se giró hacia él y, como si fuera de cristal, le atravesó con una mirada casi sin vida.

—Hombre, Andaluz, ¿tú por aquí? —dijo después de un largo silencio.

—He venido a ver qué te cuentas.

—Poca cosa. —La ojos deformados por culpa de las gruesas gafas los dirigió de nuevo hacia la ventana—. ¿Desde cuándo no nos veíamos?

—Desde la boda de tu hija.

—¿Viniste?

—Claro. ¿No te acuerdas?

Justo al salir de su boca, se dio cuenta de lo inapropiado de la pregunta. Ya tenía mérito que le reconociera después de tantos años. Fue entonces cuando se percató de lo mucho que había envejecido. Las arrugas de su cara, además de profundas, se habían multiplicado.

—¿Sabes? Ayer vinieron mi hija y mis nietos.

—¡Qué bien! Me alegro. ¿Y qué tal te tratan por aquí?

—No me puedo quejar.

—He visto que hay unas enfermeras muy guapas merodeándote.

—Nunca cambiarás. —Acompañó sus palabras con una amplia sonrisa—. Por cierto, apenas se te nota el acento.

—Lo mío me costó. Pero de eso ya hace mucho.

—¡Qué tiempos aquellos cuando éramos tan inocentes! Es algo que nunca deberíamos haber perdido. Con solo con una pizca se es más feliz, ¿no crees? —Hizo una pausa, le miró y preguntó—: ¿Y qué, sigues soltero?

—¿Quién va a fijarse en un vejestorio como yo? Además, como sabes, siempre me ha costado mucho comunicarme con las mujeres.

—Es bien fácil. Haces como si las escucharas y ya está.

El Andaluz no había venido para hablar de mujeres, salvo de una en particular.

—¿Por qué nunca me contaste lo que te paso dentro de la casa de la Bruja?

—Ah, es eso. —El gesto se le contrajo.

—Necesito saberlo. Es superior a mis fuerzas. Cuando me enteré de…

—Entiendo.

—¿Entonces?

—Total, ¿qué más me puede pasar? Ya he vivido más que suficiente, no como el Pelos y el Peque. Pobres.

—¿Por qué dices eso?

—Escucha y lo entenderás. —El Gafotas se acomodó en su asiento y prosiguió—:  Recuerdo que la Bruja me llevó al saloncito que había tras las cortinas. Dijo que me sentara junto a una mesa camilla mientras ella cacharreaba en la cocina. No tardó mucho en traer chocolate caliente y un plato con galletas. Estaba todo buenísimo. Hasta dejó que relamiera el interior de la taza. —Tragó saliva y se humedeció los labios.

—¿Ese era el premio?

—No me interrumpas —dijo enfadado. Cerró los ojos e inspiró fuerte—. Después me dio un papel para que lo leyera. Era una especie de contrato. En él se disponía que lo que allí ocurriera debía mantenerlo en secreto, en caso contrario una maldición caería sobre mí. ¿Te lo puedes creer? Yo, a mi corta edad, enfrentándome a semejante dilema.

«Dilema, el mío», pensó el Andaluz.

—En lugar de un bolígrafo, la Bruja trajo una navaja, y con ella me pinchó un dedo. —Abrió los ojos y se miró el dedo corazón—. Me obligó a presionarlo al final de aquel pedazo de papel. Luego lo dobló como si disfrutara con ello, a la vez que me observaba con una mirada entre lasciva y perversa. Casi me meo encima, te lo juro. Después de guardar el papel en un jarrón de barro que había encima de una repisa, se quitó la bata. Se acercó, me cogió de la mano y me invitó a que me sentara con ella en el sofá. Los muelles gruñeron al recibir el peso de ambos. Fue entonces cuando olí su perfume a vainilla…

De golpe, un maldito mutismo le invadió. A la par, una expresión desconocida para el propio Andaluz afloró en la cara de su amigo. ¿Terror? Sí, era terror lo que expresaba, casi el mismo que le envolvió a él. No podía ser. Junto a los recuerdos del Gafotas, se borrarían también los detalles que ansiaba conocer más que nada.

—Pero, ¿tú quién eres? ¡Vete de aquí! ¡Socorro!

Fueron las últimas palabras que escuchó de la boca de su amigo, antes de que varias enfermeras le invitaran a que se marchara.

Camino a casa, recordó cuando de adolescente volvió a aquella calle. No se parecía nada a como la mantenía en su memoria. Todas las casas, incluida la que buscaba, habían sido suplantadas por bloques de viviendas. Las aceras estaban adoquinadas, y el asfalto cubría la calle, antaño tan polvorienta. Metió la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero para comprar las papeletas, y como no pudo gastarlo, decidió ir a un bar para tomarse unas cervezas a la salud de aquella mujer.

Ahora, frente a la lápida de su gran amigo el Gafotas, el Andaluz cree que la única esperanza que le queda es reencontrarse con él en la otra vida, o con el Pelos, o quizás con el Peque, o, por qué no, con los tres a la vez, para que le desvelen lo que les pasó en el interior de aquella casa, la que tan solo seguiría erigida en su imaginación. Quién sabe si también se toparía con ella. Si así fuera, la preguntaría si en verdad era una bruja como parecía; y lo más importante para él: el por qué nunca le eligió.

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