El sonido de las cigarras se le clava en el oído. El aire es denso y le cuesta respirar. Gotas de sudor se deslizan por su frente enrojecida. Nerón se acerca la copa dorada a los labios y da un trago largo, esperando que el vino le reconforte. Por desgracia, no es así, ya se ha puesto caliente. El emperador hace una mueca y tira la copa con malos modos. Al momento, un sirviente se apresura a limpiar la mancha roja. Otro, una hermosa mujer de cabello cobrizo, corre a llevarle otra copa de vino esta vez con mejor temperatura. Nerón hace una seña a un tercer esclavo, el que le está abanicando con un flabelo: Que se esmere más, le dice, porque apenas nota corriente. La orden se ejecuta de inmediato. Nadie desea que el emperador esté a disgusto.

Nos encontramos en aestus (verano), es un día tranquilo en Roma. Nerón pasa las horas en la terraza, al abrigo de la sombra, desde donde puede ver toda la ciudad. Está aburrido. Come y bebe para distraerse, e incluso los músicos se afanan por divertirle cantando las canciones más animadas que conocen. Por suerte, algo rompe la apacible calma en la que se encuentra. Le informan de que ha llegado un mensajero, le hace pasar. El hombre está sucio, fatigado y huele a perros muertos. Nerón no se corta al expresar su desagrado. El hombre le entrega un pergamino que tiene un sello rojo. Al reconocer el símbolo, su excitación se evapora. Son asuntos de estado que le aburren. Con una daga que guarda bajo la silla, lo abre.

Entonces, dos gotas oscuras caen en su túnica blanca. El emperador observa su herida en el dedo, sangrante, ahora goteando en el suelo de piedra lechosa. El dolor es agudo, fino, sin importancia, pero Nerón no deja de mirar cómo cae la sangre. Mancha su toga, sus sandalias. Siente la gota deslizándose entre los dedos de sus pies.

En ese momento entra su asistente, Eurípice, que al ver al emperador quieto y sangrando, se asusta. Nerón no presta atención a su miedo. Reacciona, por fin, y le dice que se ha cortado. Usa el mismo tono que usaría un niño pequeño que acaba de descubrir que puede sangrar. De hecho, tal es el caso. Es la primera vez que Nerón ve su propia sangre. Su madre, Agripina, nunca le permitió hacer cosas violentas, siquiera salir a jugar sobre una tierra árida. Para él, esa sustancia resulta fascinante.

Eurípice le venda el dedo con una tela y le entrega más vino. Nerón, como despertando de un sueño, desenrolla la carta y se pone a leerla. Apenas termina dos líneas y pregunta a Eurípice por la fiesta de esta noche, desentendiéndose de la carta. Su asistente le dice que tiene todo organizado. Nerón le da las últimas directrices; los festejos sí le emocionan, como si el mismo Baco le animara a ello. No obstante, para esa noche su mayor deseo es que sean las musas quiénes le inspiren. Las fiestas son un buen lugar para demostrar su entendimiento en artes.

Las horas pasan con lentitud, pero en cuanto cae el sol van llegando los primeros invitados y músicos. En poco tiempo, el ambiente se anima. Obras de Terencio y recitales de poesía amenizan la velada. Nerón come fresas entre cojines de plumas, mientras el fuego arde vigoroso en lámparas de piedra. Huele a flores y a aceites. El aire está templado y los músicos tocan hermosas melodías. Nerón canta y recita algunos versos, pero lo deja pronto porque no puede tocar la lira con el dedo cortado. Termina acomodándose y bebiendo con gusto.

En un momento dado, llega el turno de la danza. Entra en la sala una exótica bailarina. Eurípice le dice al oído que es una esclava procedente de Siria, la mejor que se ha visto nunca. Esto atrae la atención del emperador. Se fija en su piel oscura, en sus cabellos negros cubiertos con gracia por un manto translúcido. Viste una ropa de corte extraño tintada de rojo. Nerón la observa mientras ella se sitúa en el centro de la sala. La música cambia de ritmo, se hace más suave y melodiosa. La bailarina comienza a bailar, interpretando la música con movimientos sutiles y bellos. Usa las manos, los pies, los brazos y la cintura. Tiene talento; es atrayente.

La mujer baila siguiendo la melodía, su cuerpo ondulando en una provocativa actitud. La ropa rojiza vuela, se levanta, cae y baila a su son. El manto sobre su cabeza se le desliza y libera su cabello oscuro. Nerón está embelesado, lleno de una admiración calurosa. Piensa que las musas han inspirado a la mujer y que hasta Venus tendría celos de su belleza.

La música se hace más rápida. Al mismo tiempo, el viento adquiere fuerza y las llamas, tras la mujer, se mueven violentamente. El viento baila con ella.

Entonces, la música calla, la mujer cae al suelo. Nerón se inclina hacia delante y el vino se derrama sobre los cojines. Está colorado. Su propio cuerpo le abrasa. Cree que la mujer se ha desmayado, pero sólo ha terminado de bailar. Incorporándose, la mujer jadea, sus cabellos negros le cubren parte del rostro. Aparece alguien junto a ella: Es su benefactor, su amo. La mujer es su esclava. Nerón parpadea y se vuelve a sentar. El fuego ya no late y el viento se ha calmado.

Nerón alaba efusivamente la destreza de la joven. El benefactor, en su astucia, sugiere la compra. Él la mira. Ella mira al suelo. Nerón cree que puede tenerla esa misma noche y acepta gustoso. La compra está cerrada.

La noche prosigue pero él sólo puede pensar en ella. Las charlas le resultan banales, el vino aguado, los cojines duros y la poesía vacía. Nada le conforta. Aquella noche, cuando la fiesta aún perdura, ordena que la manden a su cuarto.

Ella acude, su vestido rojo ahora con el vuelo caído. Baila ante el emperador el mismo baile, los mismos movimientos. Pero no es igual que antes. No hay llamas, no hay fogosidad. Nerón no siente nada. Se enfada y la grita. Ella para, se encoge. No lo hace como debe, dice él. Ella continúa, pero ahora sus manos tiemblan. No es lo mismo.

Nerón se altera. «Este no es el lugar apropiado», piensa, «aquí no lo puede hacer bien». Llama a sus guardias y, con ella, se escapan hasta el Teatro, vacío en esos momentos. El emperador dice que el silencio de la noche es idóneo para liberar el arte. Está seguro de que los dioses están mirando. Nerón toma asiento en la grada de piedra, sólo, un único espectador para una única obra. Los guardias encienden las teas y las llamas prenden tímidamente. Silencio. El viento se agita. El telón rojo se aparta. Ella está sola en el escenario. Repite el baile sin música, sus pies descalzos se deslizan por la tarima. Nerón siente la dureza de su asiento, el aire de la noche colándose por su toga. Pero el calor, poco a poco, va surgiendo en él de nuevo.

«Ahora sí», piensa. «Ahora sí».

Nerón se pone en pie. Mientras la mujer sigue bailando, sus miradas se encuentran. Él se aproxima, y el baile de ella tiembla por un momento. Entonces, tras un nuevo paso del emperador, ella para y retrocede. El calor de Nerón se esfuma de pronto. Indignado, ese calor se transforma en rabia roja. No quiere que ella pare, y está parando. Quiere agarrarla, pero ella no permite que le toque, da un paso atrás. Nerón está furioso. Grita. Pisotea. La coge de los pelos y la persigue. Ella se esconde detrás del telón. Los guardias se acercan. Nerón les exige su espada. Nadie desobedece al emperador.

El arma en la mano es pesada. Nerón no sabía que las armas fueran tan pesadas. El brillo anaranjado de su hoja refleja la luz de las lámparas. Él ve el fulgor y sonríe.

Alza la espada y la deja caer como una sentencia. Ella cae al suelo. La sangre mancha la piedra blanca. Nerón jadea. Por dentro, su cuerpo arde. La espada se desliza entre sus manos y cae al suelo con estrépito. En el silencio consiguiente sólo se escucha el crepitar del fuego en las teas. Los guardias no se mueven. Nerón observa el cuerpo de la chica. La sangre, ahora, resbala hasta sus pies. Es oscura como el vino que tomó en la fiesta.

El calor de Nerón se va templando. Quiere retenerlo, pero se extingue con rapidez. Levanta la vista y observa el fuego de las antorchas.

Allí, en el centro de la llama, donde sus ojos sufren al mirar, la ve a ella. Danzando. Imperturbable. Una diosa ante sus ojos.

Esa misma noche, da una orden a sus guardias de confianza. Después va a la terraza, en lo alto de su palacio. Toca la lira con el dedo herido, ignorando el dolor, y las cuerdas, poco a poco, se tiñen de sangre.

Entona la voz al viento en cuanto ve los primeros fulgores. Las llamas danzantes devoran madera, tela y paja. El horizonte se quema.

Nerón sigue cantando.

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