A LA LUZ DEL SOL ·

A LA LUZ DEL SOL ·

Mateo López

02/12/2020

El repiquetear de las gotas en el cemento se ha convertido en nuestro segundero. Contamos los pasos de la muerte. Su llegada es inevitable y sólo queremos saber cuándo nos dará caza.

Van veinte. Veinte minutos desde la última marcha de nuestros compañeros. Los han de llevar, hacer lo suyo y volver a por nosotros. Cada gota es un regalo y una maldición, por cada una de ellas nuestra vida se alarga en este infierno. Cuando la puerta se abra, sabremos lo que durará el camino y entonces, los otros siete harapientos que quedamos en este tugurio correremos la misma suerte de los ausentes.

Encadenados unos a otros formamos una lombriz. Como ella, nuestras mentes nadan en lo intangible de las tinieblas. Solo el tintineo de las cadenas y el ritmo del reloj de agua, llenan ese vacío. La cabeza de la lombriz es regentada por el primero de nosotros, el más cercano a la puerta donde las gotas caen. La cabeza oye y cuenta las pisadas de la parca. Yo, en una esquina donde el frío se abre paso como un cuchillo, no tengo mayor papel que el de culo del gusano. A un metro a mi derecha me llega el tufo, el miedo de mis compañeros. Soy el más viejo de la cadena, soy su menor preocupación. Y cómo me voy a quejar, qué gano yo molestando a estos desgraciados si nuestro destino está escrito.

—¡Tsss! Vienen, vienen —nos alarma la cabeza del gusano.

Como respuesta, la cadena humana convulsiona: unos se recuestan, otros intentan fundirse con el cemento. No razonan, atienden solo al miedo. El gusano siente al pájaro acercarse. Malgastan energías. Solo hay una salida y la abrirán nuestros verdugos. Por mi parte, me alegro de la llegada de los malnacidos, así dejaré de ser el culo de la lombriz.

La puerta de metal chirría al abrirse dejando entrar a una luz débil que empapa a los primeros condenados.

—Vamos afuera, perros de mierda. A dar un bonito paseo.

Tal saludo viene de un ser obeso envuelto en unos ropajes militares a punto de estallar. Menudo bigote tiene, parece una escoba. Cada dos gotas el susodicho avanza. Y a pesar de ir más lento que la muerte, la figura del fusil ladeándose en su costado me hace ver a la parca en vez de a un imbécil. No se lo merece, tendrá el mismo papel, pero la muerte ha de ser hermosa.

—¡He dicho afuera, desgraciados! ¡Tú, el último! O te levantas ya o verás lo que es bueno —me amenaza.

No puede ser, no caeré ante tal persona. No es de aquí, viene de afuera del pueblo, parece del sur. La mano que ejecuta desconoce al ejecutado. No tiembla ante el acto. Le habrán llenado la cabeza de humo y tras darle un arma viene, decidido y seguro, a impartir justicia. Su casa debía ser un bar. Horrible. Y según ellos, en nombre de la libertad y el progreso. Habrase visto.

—Deja de mirarme con esos ojos. ¿Ves esto? Fíjate bien, significa que soy sargento. Y a un sargento, viejales, no se le mira de esa forma ¡Toma! —me grita levantando la culata del fusil.

No me da de lleno. He bajado la cabeza según percibía sus intenciones. Pero noto una punzada encima de la ceja. A continuación, humedad en el rostro: las gotas de sangre comienzan a pintar mis arrugas.

—Arriba, hostia, a tomar aire.

Nos levantan. El choque de las cadenas suena como la llamada del campanario de un pueblo abandonado. Soy conducido a empujones hasta la salida.

Una ráfaga de viento fría me recibe. Aligera la pesadez de los grilletes. Me despierta, me asienta, me hace saber que aún me quedan fuerzas para andar y poder apreciar lo que me rodea. El sol alumbra a las gotas de jazmín posadas en las plantas, los pájaros parecen recibirme gorgoteando una sonata, el viento mece las hojas de los árboles envolviendo el ambiente en un susurro continuo. No veo posible que se cometan tales atrocidades en un día tan precioso.

El imbécil del fusil me rebasa sin mirarme.

—¡Cadete! Atento a este último. Se ha levantado holgazán.

—¡Sí, señor!

¡PA-RA-PA-PA-PA-PA-PAM!

El eco de los disparos irrumpe en la naturaleza. Siento como si hubiese sido yo el alcanzado. A prisa, busco apoyo en el marco de la puerta. Me falta el aire. Quiero volver a ser el culo de la lombriz, entrar en la sala sombría y oler la pestilencia dejada por mis compañeros. El aleteo de los pájaros me hace ver lo grave del asunto: huyen. Marchan lejos para no ser testigos de nuestros actos, porque da igual el día que haga, estos miserables no atienden a otras razones que las dadas por sus superiores.

—La señal… ¡Andando, escoria! —grita el sargento.

Un tirón de los grilletes me hace dar el primer paso hacia la naturaleza; mis compañeros empiezan a descender cabizbajos por un sendero sinuoso. El cadete se me acerca por el lado sangriento de mi rostro.

—¡Oh, Dios mío! ¡Profesor! – me susurra con asombro.

—¡Cadete! ¡Ni una palabra a los presos! Ya tiene edad para apañárselas solo —nos grita el sargento.

—¡Sí, señor!

Furtivamente, antes de volverse firme como una estatua y alejarse, el cadete me alarga un pañuelo. Lo cojo con fuerza; es el primer acto de piedad en mucho tiempo. Me lo paso por el rostro. Es suave, de seda. Lleva unas iniciales bordadas: «L. J.»; podría ser el pañuelo de su amada. Quiero darle las gracias y pedirle perdón por habérselo manchado, pero este terreno pedregoso y las malditas cadenas… como me descuide me mato. El cadete tiene voz de muchacho, ¿Cómo puede alguien a su edad participar en algo tan macabro? No he llegado a verle el rostro y no sé si quiero hacerlo… ¡Ah! Es verdad, me ha llamado profesor ¡Es del pueblo! ¿Le habrán obligado…?

Veo cómo las gotas de sangre rebasan mi mano hasta llegar al suelo. Menos mal que con el pañuelo puedo ver sin problemas. Descendemos por la ladera de la montaña, ¡qué fresco es el aire aquí!, tan cerca del tugurio y tan diferente, por cada bocanada rejuvenezco un año. Y, sin embargo, el silencio reina a nuestro alrededor, una mudez que me taladra los oídos. Debe ser por el estruendo de los disparos, ha ahuyentado también al viento y con él se ha ido el susurro de las hojas. Tampoco se oye a ningún animal. Ante esta quietud, ¿qué es lo que queda? no hay nadie observando el encanto del mundo, ¿qué sentido tiene que lo haga yo si no viviré para transmitirlo? Bajo la cabeza como la tienen mis compañeros. La naturaleza desaparece, solo estoy yo y el rumor de las cadenas.

Mis pies descalzos me dejan ver la suciedad que hay en ellos. Moriremos como ratas, no como humanos. No hay nada de digno en esto. Me gustaría saber quién dio estas órdenes enarbolando la bandera del progreso y la libertad. Ver la cara que pondría si estuviese andando a nuestro lado. Le diría con gusto: «Si, amigo, esas proclamas que narras tan bien en alto, mira en lo que se convierten. Mira al progreso llevando a personas inocentes hacia la muerte, ¡todo un avance! ¿Y la libertad? Qué bonita forma ha cogido, ¿no crees?» y entonces le zurraría bien fuerte con las cadenas, con su preciada libertad. Esto no lo enseñarán en las escuelas.

—¡Alto! Voy a echar una meada – grita el sargento.

Será verdad… hasta tal punto le somos indiferentes. Cómo baja el desalmado. Ojalá se parta la crisma, ¿por qué se va tan lejos? Tras un árbol, a veinte pasos de nosotros. Será un gordo de cuarenta y tantos por fuera, pero por dentro es un niño, un maldito crío acomplejado. De verdad, qué ridículo es todo esto. A santo de qué, se ha convertido este cretino en el poseedor de nuestras vidas. Ahí, meando tranquilamente, está el Dios que decidirá nuestro futuro. Absurdo. No es ni consciente de la belleza que lo rodea. Los rayos de sol filtrados entre las ramas alumbran la vegetación, la inmortalizan, cogen color diferenciándose entre la espesura; no es solo luz, los rayos tienen cuerpo. Qué cuadro más bonito. Los disparos no los han atemorizado, ¿qué son los disparos para la luz?, ¿qué somos nosotros para ella? El fulgor del sol baja hasta nuestros pies directo desde lo más alto de las ramas. Nos acompaña a nuestro final iluminando nuestros pasos, sin temor alguno, sin pausa. ¿No deberíamos nosotros mostrarle agradecimiento?

—¡En marcha! —nos suelta mientras se sube la bragueta.

Por otra parte, ilumina también los de este engendro, nos trata por igual. No lo sé, nada de esto tiene sentido. Es una pena que solo oigamos el llanto de las cadenas. Y a pesar de todo, este bosque es precioso. Indiferente a nuestros problemas nos proporciona un paisaje pulcro. Sin darle nada a cambio… la vida es un regalo. ¿De verdad se pueden dar dos cosas tan opuestas en el mismo mundo? El eco de los disparos así lo ha demostrado. Por cada paso dado, nos acercamos a la respuesta. No debe quedar mucho, se puede ver la llanura, los árboles empiezan a escasear un poco más abajo.

Ahí están el resto de canallas. ¿Cómo no se revuelven por dentro y huyen ante lo realizado? Apilando cadáveres como si fuesen muebles rotos. Los que tal vez fueran personas instruidas, con una gran estima hacia el arte, pasan a ser un saco de carne pudriéndose a la luz del sol. Aquí va a ser, en una jodida cuneta frente a un muro con manchas de sangre, qué triste.

—Eso es, señores ¡Bien apilados! El fuego se lo ha de tragar todo. No estaremos para verlo, hay cosas más importantes. ¡Cadete! Quíteles los grilletes a los reos. El resto vayan preparándose para la segunda carga.

No nos van a enterrar siquiera. Fuego al cuerpo y expiación de nuestros pecados. Qué detalle por su parte. Nos dicen que miremos al muro, ¿qué tiene este de especial? Ladrillos erosionados y polvorientos con sangre de inocentes: una metáfora sobre el paso del tiempo y nuestro papel en este mundo. El cadete se acerca, es mi oportunidad, ¿agacho o no agacho la cabeza? No sé si quiero verle… La agacho.

—Gracias por el detalle, joven —le digo a duras penas.

No responde. Veo como le tiemblan las manos al coger el pañuelo y quitar los grilletes. Pobrecillo, se habrá visto envuelto en esto sin darse cuenta.

Sigue sin haber viento. Solo se oye el paso de los fusileros acercándose. Esta quietud me inquieta.

—Bien, paso a leer la sentencia – nos suelta el sargento.

Hecho un vistazo al resto de compañeros. Dos se han dado la vuelta y miran a los verdugos. Yo prefiero el muro.

—Un momento, ¿no eran siete antes? – oigo decir al sargento.

—Si, señor. Un preso consiguió huir ileso tras el fusilamiento y quien falló el disparo anda ahora tras él – contesta un soldado.

—¡Pero cómo se puede fallar a cinco metros de distancia! ¿Era el reclutado del pueblo, el que falló?

—El mismo.

—¡Y no os dais cuenta, panda de ineptos, de lo que eso puede suponer! ¡Nos ha traicionado! Hay que ir al pueblo ya. Carguen los fusiles y terminen con esto, ¡ni sentencia ni hostias!

Falta un fusilero. Seis verdugos para siete reos. Quién demonios será el afortunado o el condenado a seguir viviendo. En la mirada de mis compañeros podría estar la respuesta. ¿Miro o no? ¿Acaso cambiará mi destino si echo una ojeada? Qué estúpido es esto, lo que sea será, el resultado es el mismo. He de relajarme… me va a dar un infarto antes de que me maten. Un ladrillo sin sangre. En un ladrillo puro he de vaciar mi mente. Abajo, cerca del suelo. Al lado de la vegetación, las hierbas lo han protegido. Ahí está mi ladrillito. Con el me relajaré y tendré mis últimos pensamientos. Mírate, ladrillito, férreo y seguro aguantas a decenas de tus hermanos, ¿te preguntan ellos cada día por tu salud?

¡PA-RA-PA-RA-PA-PAM!

¿Dónde? ¿Dónde me han dado que todavía soy capaz de razonar? ¿Será en el corazón donde he sido alcanzado? Estoy hiperventilando. Debería estar tosiendo sangre, pero no veo herida alguna en mi cuerpo, no la siento. Por no sentir no siento nada, ¿será en la cabeza? ¿Me ha cegado la bala? Sea como sea, pierdo fuerza en las piernas, al suelo que voy.

—¡Vamos! Todos corriendo al pueblo. Busquen al traidor… Tu no, cadete. Ha sido el pueblo quien la ha jodido, el pueblo tiene que arreglarlo. Endereza al vejestorio.

He sido yo entonces, el culo de la lombriz. Ahí está el resto del cuerpo, desecho en el suelo. El muro ha vuelto a ser pintado. No se han salvado ni los ladrillos más bajos. ¿He de pasar otra vez por lo mismo?, ¿por qué no me desmayo? No quiero… no puedo…

—Lo siento profesor, lo siento —me solloza el cadete mientras me coge por las axilas.

Tiene los ojos rojos, me evita la mirada. Qué cara debo de tener.

De nuevo con los ladrillos.

—Eso es, ahora suba aquí cadete. Bien, coja mi fusil. Tras acabar con él, se encargará de apilarlos. Bien juntos todos, que la llama no se extinga. Si hace falta la aviva. Yo, en cambio, me quedo solo hasta el primer acto para asegurarme de su lealtad. No quiero dos traidores. Después le dejo aquí, que la situación en el pueblo puede ser crítica.

Ha vuelto el viento… el susurro de las hojas llega a mis oídos. Como a ellas, la brisa me mece, se lleva mis sentimientos. Dejo de ver el muro. Con los ojos cerrados siento y comprendo la totalidad de mi entorno. La visión del muro es un estorbo, una distracción.

Respiro pausadamente… me tranquilizo.

—Cadete, deje de pensárselo. ¡Dispare ya!

¿Por qué no dispara?, estoy preparado. Dispara ya hijo mío, mientras el viento sople, por favor.

—¡Cadete! O dispara ya, o se va usted con el vejestorio.

¿Qué le frena? Quizá no pueda. Me ha llamado profesor varias veces, ¿es un alumno acaso? Si es así y corre peligro, he de ayudarle.

El muro rojo de nuevo, mis compañeros en el suelo, la pila de cadáveres al fondo y ahí están. Pobrecillo, como le tiemblan las piernas. Ni siquiera está apuntándome, no puede con el fusil. No importa quien sea, está a lágrima viva pasándolo peor que yo.

—¡Cadete! No se lo repito – dice el malnacido mientras saca una pistola de la funda.

Si comprendiese ese desgraciado ignorante la belleza que hay tras su espalda, tiraría la pistola para romper a llorar a mis pies. A la luz del sol, toda la montaña parece oscilar. Son los árboles yendo y viniendo con el viento. Bailan todos juntos, se despiden. Conforman un cuadro único, una imagen del cielo. Son inmortales todos ellos, la luz los arropa, los hace suya. Me arropa a mí también. El joven no comprende esto aún, tiene futuro para averiguarlo, en mí queda que así sea.

—¡Joven! —le grito.

Tiene que mirarme a los ojos. El mensaje le ha de llegar con mi mirada. Así es, bien. Fíjate, fíjate bien, ¿lo ves? Ahora, una sonrisa plácida. Estoy en paz, hijo, tranquilo. Respira, joven, llena tus pulmones con el viento. Calma tu alma y procede sin temor.

Es una muerte hermosa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS