Mi virgencita

Por las tardes, cuando regreso de recorrer esta ciudad inhóspita y medio vacía, no puedo evitar mirar hacia arriba y saludar a mi virgencita. Ya estoy aquí, no me ha pasado nada. Se que es ella la que me protege, a mí y a todos los que vivimos en este edificio, aunque algunos optaron por irse cuando comenzaron los bombardeos; no les parecía seguro.

Hay balas incrustadas en la fachada, pero el edificio sigue en pie. Mi balcón es el más bonito, tiene una luz que no tienen los demás. Es la luz de la esperanza. Algunos de mis vecinos no están de acuerdo con que esté allí. Dicen que si vienen los musulmanes le pondrán una bomba y les afectará a ellos. Pondrían la luna creciente sobre el edificio pues no tienen imágenes a las que rezar y con las que conversar, en el fondo me da pena pensar lo que se pierden.

Antes la tenía dentro, protegiendo la casa y a sus habitantes. Me fui quedando sola; la tuberculosis, el hambre, el alcohol, se fueron llevando a mis niños y por último a su padre, pero a mí siempre me dio fuerzas para cuidarlos y aunque estuviera cansada y con fiebre, salía todos los días a buscarles algo de comer y medicinas. Ella guía mis pasos.

Así que después de eso, pensé que estaría más entretenida en el balcón, mirando a los que pasaban y lo que ocurría en la calle. Además, cuando yo regreso por las tardes, me ve rápido y seguro que se alegra. Dentro ya no tiene compañía. Cuando estaba en mi dormitorio, la tenía en un altar, rodeada de velas y de otras imágenes de santos que eran los preferidos de todas las mujeres de mi casa que ya no están. Cada una tenía el suyo y al lado de cada imagen estaban las fotos de ellas. Les rezaba todos los días. San Expedito, el preferido de mi tía Torcuata, era con el que más me gustaba hablar; es el abogado para casos urgentes, decía mi tía, y yo siempre tenía alguno de esos. Pero también desapareció, como los demás. Mi marido era muy bueno, pero cuando bebía se irritaba mucho, conmigo y con mi capillita y de un manotazo la tiraba por los suelos. Así fueron cayendo santo tras santo. El día que dejó a San Expedito hecho añicos pensé que debía de estar muy enfermo y le di más pastillas que otras veces para que sanara. Se quedó dormido, aunque cuando entró un vecino porque decía que olía mal, me dijo que estaba muerto.

Solo quedó mi virgencita. Ella no me abandonará.

Esta mañana he decidido recorrer la ciudad, a ver si entre tanta basura encuentro algunas ramas, algunos palos que me sirvan para reconstruir el altar. En el balcón, mi virgencita está muy entretenida, pero los días que hace frio y llueve me da la impresión de que se estremece.

Ese altar que mi difunto se fue cargando día tras día. No le gustaba que rezara, ni las fotos de mis tías ni la de mi madre. Decía que eran todas unas arpías, cómo si el supiera que significaba esa palabra. La habría oído en una de las telenovelas que veía por las tardes desde que se quedó sin trabajo. Entonces no hacía otra cosa que beber y mirar la televisión. Además, daba muchas voces y tiraba lo poco que quedaba en la casa. Yo mandaba a los niños a jugar a la calle para que no se asustaran, y para que no la tomara con ellos cuando se cansara conmigo. Menos mal que enseguida se quedaba dormido. Entonces yo les daba de cenar y los metía en la cama, a los tres juntos. Después me entretenía con mi altar, hablando con mis mujeres y con los santos. Ellos sí que me entienden.

También les contaba lo del señor Donald, era mi jefe en la fábrica donde conseguí trabajo cuando a mi difunto lo echaron. No podía evitar pensar en las hamburguesas cada vez que repetía su nombre. A él le gustaba que lo hiciera cuando se entretenía conmigo, me decía que, aunque fuera analfabeta, lo pronunciaba de una forma muy sensual, vaya palabra. Digo yo que debía de ser porque me imaginaba una hamburguesa grande y chorreante, con tomate, queso y kétchup, como las que salían en los anuncios de la tele. Lo demás no se lo podía contar ni a mis mujeres ni a mis santos, porque eran cosas muy feas que yo sabía que no estaban bien. Si se lo contaba a ellos seguro que me decían que me fuera de allí, sobre todo San Expedito, al que recurría con mucha frecuencia. Y claro, no podía dejar el trabajo porque mis niños tosían mucho y necesitaban medicinas. Al final lo tuve que dejar. Fue el día que vio la foto de los tres, la que siempre llevo conmigo. Le gustó mi Jennifer, no me extrañó, era tan bonita. Pero quería que la llevase para que jugara con él y claro, eso sí que no lo iba a hacer, así que no volví; encima no me pagó el trabajo de ese mes.

Sigo buscando palos, ya llevo unos cuantos. Esta vez voy a hacer un altar más sólido, que no se venga abajo con facilidad. Y le pondré unas flores. Así los días que haga frio meto a mi virgen y no se estremecerá. Además, me interesa terminarlo cuanto antes. Tengo un vecino que me dice muchas cosas bonitas, y se arrima cada vez que me ve. El otro día, me dio una foto en la que sale mi virgencita; debió de hacerla cuando yo regresaba a casa porque también aparezco. Me hizo mucha ilusión. Decía que me la había hecho desde el banco que está enfrente porque sabía que me iba a gustar, pero que a él lo que de verdad le gustaban eran mis andares. Quiere venir a mi casa, pero yo no estoy segura de que sea lo mejor.

Mi difunto también empezó así, diciéndome cosas bonitas.

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