Cierro los ojos y allí estoy, en plena noche, cuando nació aquel potrillo. La yegua relinchaba en la cuadra, estaba claro que algo iba mal. Encendí la candileja y me encaminé al establo. La nieve me impedía avanzar con rapidez y la helada de la noche aún no se había marchado. Recibía su azote y caminaba despacio como una luciérnaga en medio de la oscuridad, muy despacio.
Cuando llegué al establo, aquella yegua escuálida estaba de parto. Los ojos abiertos me miraban fijamente y parecían implorarme mientras se quejaba. Los cascos del potro apenas asomaban por mucho que ella, inexperta, empujara.
Me arrodillé y puse el farolillo cerca con cuidado de no incendiar el establo. La oscuridad se cernía alrededor del dolor de la yegua, que permanecía tumbada sin energía sobre la paja. Tiré de las patas del potro pero no salieron ni un milímetro. Me volví a arrodillar, saqué la navaja del bolsillo y la abrí. Un segundo me bastó para decidir sobre la vida y la muerte. O ella, o los dos.
Rajé instintivamente el canal demasiado estrecho de la madre, que no se quejó y apenas se movió. Tiré de nuevo en el último esfuerzo que reuní y conseguí sacar al potro, mientras ella se desangraba en silencio y dejaba de respirar.
Nuestras tradiciones nos hablan de que nada es de nadie, ni la luz, ni el viento, tampoco los animales, ni siquiera, nuestro destino. Así que, ¿para qué ponerle nombre? Le robaría su alma, un alma que no pertenecería a ningún ser humano.
Habíamos oído hablar todos del levantamiento del pueblo ruso contra el zar Nicolás II, apartados como estábamos en la Estepa. Eran rumores que nos traían los tramperos que olfateaban el guiso de yak caliente y nuestro preciado airag. Estaban siempre dispuestos a canjearlos por sus pieles y una buena historia al calor del hogar.
Los más jóvenes enardecíamos la defensa de nuestro pueblo cuando las escuchábamos. Éramos inexpertos e inmortales a un tiempo, y nos convencíamos de que la barrera natural que nos daba la tundra les persuadiría de cualquier intento. No, no se atreverían a llegar tan lejos, nos decíamos. Mientras, los viejos chasqueaban la lengua y meneaban la cabeza de un lado a otro, quizá pensando que la ambición nunca conoció límites. Sus ojos vidriosos quedaban atrapados en algún lugar del horizonte como si esperasen ver llegar la desgracia, recordando la lejana Independencia de China.
Decidieron reunirse en la tienda del jefe. Llegué temprano, no quería parecer descortés y dejé atado a mi caballo al que le regalé una caricia sobre el lomo. Éste me respondió con un relincho suave y manotazos en el suelo, se notaba que estaba contento.
Cuando estuvimos todos, uno por uno, entramos con el pie derecho como manda la costumbre, a través de una cortina roja y azul que colgaba de la única puerta de sauce que había. Nos arrodillamos alrededor del fuego situado justo bajo el anillo por donde salía el humo y entraba, al mismo tiempo, la última luz del atardecer.
Las paredes de la yurta estaban cubiertas de escasos muebles: un aparador con una foto sepia y borrosa de una matriarca casi olvidada, un armario pequeño con sus puertas cerradas a cal y canto y un baúl de piel de yak y chapa oxidada, mudo y sin llave, junto a una cama pequeña que hacía las veces de silla, en la que nadie osó sentarse. Las paredes rezumaban aún el sudor del pelo de animal, a pesar de haber sido curtidas hacía una eternidad. El interior de la tienda estaba forrada a conciencia para soportar las noches de frío, adornada ricamente con tapices de azul índigo sobre fondo blanco.
Recuerdo el silencio cuando atardecía. Recuerdo el fuego sagrado, el que todo lo justifica. La preocupación podía masticarse como aquel tabaco marrón. El jefe Khan mandó callar con un gesto de la mano y habló.
Unos asentíamos, otros no se movieron un ápice. Tomamos la decisión por unanimidad, no formaríamos parte de aquella barbarie. Éramos un pueblo diezmado por la opresión, sin ideas políticas, sin ambición más que la de cazar alguna aurora boreal. Siempre al calor del hogar, pacíficos y respetuosos con la madre naturaleza.
Allí en mi pueblo, Omyiakon, conocí a Irina, nómada orgullosa, de ojos rasgados y negros, de pómulos altos que se encendían cuando me miraban. Llevaba el pelo recogido en una sola trenza adornada con una cinta que se convertiría en dos en cuanto le pidiera la mano a su padre. Éste se ganaba la vida vendiendo lana de cashemire, y siempre me consideró un buen candidato. Sabía de mi buena mano con los animales. No tenía más hijos. Sé que Ot le hubiera bendecido con muchos nietos.
Tampoco tuve tiempo de hacer el amor con ella. Apenas había cumplido los diecisiete, y yo los quince cuando me reclutaron a la fuerza.
Para ellos sólo contaba el número de soldados que captaban sin escrúpulos y que engrosarían las filas después de que las batidas por la zona les dejaran exhaustos. No había voluntarios. «Esta no es nuestra guerra», solíamos decir cuando nos preguntaban. La guerra estaba muy lejos, pero a ellos les daba igual, como perros olfateaban soldados y se adentraban en la tundra helada sin miedo y a cualquier precio.
Cuando el sargento preguntó a las mujeres por sus maridos, por sus hijos, por sus padres, ninguna respondió. Irina tampoco, pero al contrario que las demás fijó su mirada de nómada libre en la de él sin parpadear y eso bastó. El miedo escondió a los hombres del pueblo y a ella le afeitaron la cabeza. La pasearon por la aldea, rapada, con los ojos amoratados y los labios deformes por los golpes. Taciturna, consiguió mantenerse erguida.
Ayer nos detuvimos en un claro del bosque. Me ordenaron recorrerlo en busca de leña lo suficientemente seca para calentarnos al fuego. El oficial al mando me miraba de reojo, desconfiaba de mí. Con su dedo largo me amenazó con matar a mi familia si se me ocurría huir. No hablaba en vano, ya había oído historias de venganza que erizaban el pelo a todo el que quisiera escucharlas. Las posibles represalias a las familias que dejábamos atrás formaban parte del terror de los reclutas.
No tuve suerte y no encontré demasiada madera seca. Había nevado mucho el día anterior. Como escarmiento me golpearan sin piedad cuando les sostuve la mirada, como hizo Irina. Estaba claro que no tolerarían el más mínimo gesto de desobediencia. Mientras, los demás reclutas se encogieron hasta hacerse invisibles. ¿Para qué iban a correr la misma suerte? Los oficiales se ensañaron a conciencia. Sería una buena lección para el resto de los soldados.
Llegué a la conclusión de que querían calentarse con los golpes que me propinaban: patadas en la cabeza, en las costillas, puñetazos en la boca del estómago… Abatido en el suelo, me quedé vomitando. No recuerdo cuando se cansaron.
¡Malditos cabrones!, mascullé, apretando los pocos dientes que me quedaban mientras saboreaba el metal de la sangre caliente.Tenía que escapar o me matarían sólo por no rendirme.
Se colocaron alrededor del fuego. A mí no me dejaron espacio. Me acurruqué para que el calor no escapara de mi cuerpo y poco a poco el frío desapareció de mis huesos. Apartado en mi rincón, el dolor sirvió para mantenerme despierto. Comieron carne seca y bebieron de los odres de airag requisados en la aldea. Al principio lo menospreciaron por su sabor agrio, pero pronto se dejaron de remilgos brindando por la victoria que te da la certeza del alcohol. Se emborracharon y rieron hasta bien entrada la noche. Se desentendieron de mí, era sólo un recluta moribundo, una baja más en esta guerra venida de lejos. Nadie me echaría de menos. Mi caballo sería para ellos el mejor botín. Hablaron en susurros de que no podían demorar mucho la marcha, querían a todos los efectivos en Moscú en pocos días. Yo sabia que no podrían llegar por lo menos pasadas tres semanas, si no reventaban a sus monturas antes, lo que no me habría sorpendido en absoluto. Por lo que también caí en que no se detendrían para ajustar cuentas con mi familia. Las probabilidades de escapar eran casi nulas, pero cabía una sola si obedecían órdenes directas. Un escalofrío sacudió mi columna.
Esperé a que todos durmieran. La noche y el alcohol les cubrieron con sueños agitados. Me levanté como pude, con un intenso dolor en las costillas. Desaté con cuidado a mi pequeño caballo marrón. Relinchó nervioso por un instante y ese instante me transportó a aquella noche, al primer sonido que le salió nada más nacer. Giró su enorme cabeza y como si adivinara lo que iba a hacer, se dejó coger por las bridas y me siguió dócil. No sé si tuvo memoria alguna vez de lo que pasó en el establo, lo que si sé es que nunca me guardó rencor. Confiaba en él tanto como él lo hacía en mí, siempre fuimos uno.
Con suavidad, la nieve amortiguaba el ruido de sus cascos y de mi miedo. Contaba mis pasos mientras me alejaba, ¿para qué? No sabía donde me encontraba. Mis pies sólo querían huir. La adrenalina me infundía el valor suficiente para alejarme de aquella inmundicia de cosacos.
Tropecé con una roca afilada que me rajó el pantalón descubriendo una nueva herida sangrante. Caí de bruces y la nieve volvió a acogerme discreta. Más allá pude ver al oficial removerse bajo su manta. El pánico me invadió. Me levanté a tientas muy poco a poco. Si me quedaba quieto la naturaleza me mataría, si corría me oirían. Sólo una oportunidad pensé, sólo una…
Cogí de nuevo las riendas del caballo cuando la cabeza me estalló. Acerté a abrir un ojo por pura supervivencia. Delante, tenía al oficial de las botas claveteadas. Le había resultado fácil llegar hasta mí con tres o cuatro zancadas. La culata de su revólver cayó pesada como un yunque sobre mi cabeza. Él no quería matarme de un balazo, eso estuvo claro, demasiado fácil. Sádico, quería recrearse de nuevo con la piltrafa humana que hacía poco había dejado en un rincón para seguir dando ejemplo a los demás.
El aguardiente había hecho su efecto, se tambaleaba como un oso sobre sus patas traseras, quería abrazarme con sus zarpas. Parecía una bestia fuera de control.
El sargento era más fuerte que yo, no cabía duda, pero me subestimaba. Las voces de los siervos oprimidos se apoderaron de mí. Los fantasmas de todas las épocas se reunieron en mi puño; mi padre, mis abuelos, los padres de mis abuelos.
El dolor y la oscuridad fría me cegaba pero puede ver ese diente de oro justo debajo de una nariz aplastada y torcida. Un colmillo que brilló sólo un instante, momento que aproveché para asestarle un golpe certero. Su falta de reflejos quedó patente cuando cayó como un fardo. La nieve se tiñó de rojo. Contempló aturdido sus manos ensangrentadas. Fue mi oportunidad antes de que reaccionara y con la misma piedra con la que yo tropecé, le aplasté la cabeza. No le di tiempo a que emitiera un gruñido más.
El resto de soldados, torpes por el alcohol y alertados por nuestros gritos, se movieron en nuestra dirección. Sólo pude quitarle sus botas y su revólver Nagang de oficial, que a buen seguro ya no le serviría en el más allá. Tuve el tiempo justo de comprobar que en el tambor había dos balas. Me agarré al cuello de mi caballo y salté sobre él a pelo saliendo al trote. En el límite del bosque la tundra se me presentaba salvaje y bella.
La luna, apenas un gajo afilado y creciente, era perfecta para acompañar la invisibilidad que necesitaba. Cuando me sentí seguro salí despavorido al galope dejando atrás la muerte segura de una paliza, o en el mejor de los casos, de una bala.
Había escogido a la naturaleza, ella era justa en sus decisiones; o sobrevivía bajo su despiadado manto azul, o moriría bajo su somnífera temperatura. Aprendí a rezarle a Tengri, mi Dios del cielo.
Aquí estoy, vivo. Sonrío mientras cae la escarcha de mis cejas. Debo concentrarme. Bajo lentamente de mi caballo y aunque miro hacia atrás con miedo, sé que es infundado. Nadie, de estar en su sano juicio, se adentraría en la tundra.
Tengo la nariz entumecida. No consigo oler el humo de una sola yurta en varias millas a la redonda. No creo que haya un alma cerca. La mía también se perdió en aquel campamento, el que fue mi hogar.
¿Escapamos de una muerte segura? No lo sé. Golpeo mis pies en la nieve para conseguir entrar en calor. Me palmeo los hombros, y bailo o algo parecido, muy lentamente, la Danza Tsam. No sé dónde mirar, lo que sé es que no quiero morir. Sólo él podría salvarme. ¿Por qué no le puse nombre a mi fiel caballo?
Chorrea espuma por el gran esfuerzo de la huida y en su lomo brilla la sangre de mi pierna maltrecha. No deja de mirarme, ¿qué querrá decirme? Patea la nieve nervioso. Sé que confía en mí aunque no se deje acariciar. Él también tirita, seguro que tiene alma, me reflejo en sus ojos negros y convexos aunque no alcanzo a ver una imagen nítida.
Ese caballo me esquiva, me observa y apenas se mueve. Las orejas hacia atrás escuchando ruidos en la oscuridad que yo no alcanzo a oír.
Si me dejara tocarlo, si tuviera una manzana sé que no la despreciaría, o quizá si lo llamara por su nombre. Prometo llevarlas en los bolsillos en mi próxima salida. Aquel viejo trampero tenía razón. No debí adentrarme en la estepa solo. No debí subestimar las temperaturas.
No me quedan cerillas. Miro a mi alrededor y no veo nada, sólo el frío azul que me traga. Estoy cansado y tengo las manos dormidas bajo los guantes. He de prestar más atención, mis pies pesan como troncos y están torpes. Sé que no sobreviviré si caigo en una charca helada. ¿De veras alcanzan los treinta bajo cero? No tengo aliento para huir, el miedo tampoco me deja.
Sigo arrastrando mis piernas atrapadas en la nieve. Un paso tras otro, con esfuerzo sobrehumano apenas recorro unos metros y tengo mucho frío.
Miro al cielo buscando una salida, algo de piedad en esos copos de nieve tan blancos que hielan mis mejillas y mi frente, pero sólo encuentro las estrellas de mis antepasados, las que los guiaron tantas y tantas veces por la tundra sin perderse ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué no caminan a mi lado?
Noto como pesan mis huesos, huesos que ya no me pertenecen. Recuerdo a mi padre que me decía que en la Estepa no se mide la temperatura en grados, sino en minutos, el tiempo que tardan en congelarse las manos y los pies. ¿Cuántos llevo, aab? ¿Dónde estás?
No me quedan fuerzas, y veo a mi caballo inalcanzable. Esa cola que no para de moverse le delata al igual que las arrugas de su hocico. Si me dejara tocarlo lo tranquilizaría. Lo montaría después y sé que podríamos escapar de esta maldita suerte. Mi caballo siempre ha sido pequeño y dócil con unas patas cortas y fuertes capaces de recorrer cualquier distancia. Sigue tiritando, debe tener tanto frío como yo, o quizá sea el miedo. Me enseña unos labios apretados con el hoyuelo en su mentón. Algo le pasa. Me siento impotente, no puedo protegerle. Él siempre estuvo a mi lado.
Palpo en mis bolsillos buscando algún resto olvidado de comida pero sólo encuentro migas de pan, que me llevo a la boca con la punta de unos dedos que tampoco me obedecen.
Pierdo demasiado tiempo pensando. No me quedan fuerzas. Oigo un ruido a mi espalda, una sombra acecha mis pisadas. El caballo relincha. Me está avisando, lo sé. Y sin embargo, no se mueve. Apenas gira su gran cabeza pero sus orejas permanecen tiesas hacia el sitio de donde procede el ruido. No se ve nada. ¿Por qué mi caballo no huye?
Tropiezo y caigo de nuevo sobre el sonido mudo de la nieve. Algo se quiebra en el aire. Me levanto muy despacio, primero una rodilla y el pie a tierra. Después lo intento con la otra que no responde. Obligo con mis manos a que reaccione. Sigue ese ligero hormigueo y esa sensación de amenaza detrás. Me falta el aire, no sé si es el esfuerzo, o el pánico.
El caballo resopla mirando en mi dirección, da un paso. Se arrepiente. Gritó de dolor. Miro mi pierna. Sale un hueso, como una lanza, atravesando la tela del pantalón. Ahora sí, sé que no saldré de ésta.
El lobo también huele mi sangre… Puedo ver la cicatriz en el ojo que no tiene, le falta una oreja del mismo lado. Quizá por eso ladea la cabeza de ese modo tan extraño. Arruga el hocico, enseña sus colmillos hambrientos, la saliva le cae al suelo. Hoy es su día de suerte, lo sabe.
El mismo espanto que veo en los ojos de mi caballo, debe verlos él en los míos. Arranca en una carrera desesperada embistiendo al lobo que sale huyendo con el rabo entre las patas. Solitario, viejo, tuerto y con hambre.
El lobo vuelve a la carga con toda la fiereza de la supervivencia. Intuye que tendrá primero que eliminar a mi caballo, antes de llegar al postre. Le muerde las patas, salta hasta su cuello enredándose en sus largas crines y trata de hacerle caer para darle la vuelta. Se resiste, sabe lo que quiere el enemigo pero no se dejará vencer tan fácilmente. Me mira, parece implorarme.
Sé lo que tengo que hacer. Saco el revólver de mi chaqueta, y apunto a la fiera tuerta con unos dedos torpes que casi se quiebran. Amartillo y disparo. El sonido hace eco en varias millas a la redonda, cayendo de la copa de los árboles la nieve acumulada durante la noche que entierra al lobo. Vuelve el silencio sepulcral.
El caballo se acerca agradecido. Lloro como un niño pequeño, sé que nadie puede oírme. Me agarro de nuevo a su cuello y le obligo a recular. El sufrimiento es insoportable, aprieto los dientes para no asustarle. Poco a poco logra sacarme de mi tumba sin epitafio.
De repente, allí donde el lobo había quedado sepultado, se remueve la nieve. No debí subestimar a esa bestia llegada del mismísimo infierno.
Vuelve con brío suficiente para morder de nuevo a mi caballo en la garganta, al que finalmente se le escapa la vida.
No suelta a su presa y sin desfallecer consigue darle la vuelta. Desgarra la panza del animal y de ella saca un trozo de intestino azul, largo y caliente que arrastra, cobarde, por la nieve. Mi caballo sigue vivo, relinchando de dolor, las cuatro patas agitándose y mirando al cielo.
Otro segundo para decidir sobre la vida y la muerte. Me queda una bala. Mi última oportunidad. Ese caballo me había seguido, acompañado desde que nació, su lealtad no merecía menos.
Apunto y, antes de que se quiebren mis dedos, disparo entre sus ojos. Cierro los míos un instante, lo siento tanto, tanto…
Nuevos hocicos hambrientos asoman desde las sombras. Un escalofrío recorre mi espalda.
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GLOSARIO
Aab: Padre.
Airag: Bebida Nacional de Mongolia que se hace con leche de las yeguas.
Danza Tsam: Danza Mongol que se baila para exorcizar a los espíritus malignos.
Nagant: Revólver utilizado en la Revolución Rusa por los oficiales.
Ot: Diosa del matrimonio.
Tengri: Dios del cielo.
Yurta: Campamento de invierno de los nómadas.
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