Comencé el reportaje sin conocer el coste del éxito: recopilar los testimonios me condenaba a despertar aterrorizado por estas pesadillas el resto de mi vida. Hace un año tenía quince kilos más, novia, me empeonzaba simpático en Nochevieja y en las bodas de los amigos, visitaba a mis padres una vez al mes, echaba dos polvos por semana. Ahora soy un borracho en el zaguán de mi antigua vida, un personaje de Carver con la puerta cerrada por dentro y habiendo desistido de que nadie le abra.

Hoy me lleva media hora controlar los temblores entre las sábanas. Le digo al espejo que quizá me afeite más tarde para que no me paren los de seguridad en el aeropuerto por parecer un mendigo, y le digo al cepillo de dientes que espere, que tengo un cigarrillo más que desayunar. Alcanzo la cajetilla junto al lavabo roto del hostal y enciendo otro. Ya no toso como hace diez meses al inhalar con fuerza. Deseo que la línea incandescente que genero recorra el tabaco, el filtro, mi pulgar e índice y siga hasta consumirme a mí también, pero lo único que provoca la larga calada es que la ceniza caiga al interior de mis últimos calzoncillos casi limpios. Los tiro a la papelera sin levantarme de la taza. Miro mis pies y me viene a la cabeza que en la pesadilla de hoy mis tobillos estaban encadenados con grilletes. No veo el momento de terminar de entrevistar carceleros. Dejo caer el cigarro entre mis piernas y veo cómo se apaga en mi mierda, pensando en que el último día no ha empezado nada bien, y extiendo la mano hacia el portarrollos solo para darme cuenta de que no hay papel.

Vuelco el armario en mi maleta y al apretar para cerrarla una bocanada de nicotina abofetea mi pituitaria. Hace meses que mis camisas dejaron de oler a suavizante. Me pongo una tan arrugada como cualquier otra. El ordenador me espera encendido junto a la botella de araucano que me venció anoche. No recuerdo los detalles de lo que me mantuvo entretenido, pero sigue abierto en múltiples ventanas. Múltiples vídeos con múltiples mujeres vejadas de muy múltiples maneras. Compruebo, luchando contra el dolor de cabeza, que todo es fingido, legal en casi cualquier país. Es jodido. Las últimas semanas han conseguido que solo se me ponga dura con webs de pago. Bajarme media botella de licor chileno con la otra mano no ayuda, pero ya no tengo pareja con la que compartirlo, así que para qué arriesgarme a que se lo beban los de aduanas.

Mi coche alquilado surca Til Til con un tono de despedida en el motor. Acelero y la combustión invade el habitáculo. Por nada del mundo quiero tener que posponer esta última entrevista. Hago mío el carril izquierdo de la Panamericana norte, que parte en dos el valle y apunta a Los Andes como una rampa de lanzamiento en la que salir disparado para atravesarlos.

La autopista se estrecha al subir una colina, y al otro lado me espera la desviación al penal de Punta Peuco. Tras un tramo vallado me salto la continua con un volantazo y me adentro en las instalaciones. Cuando aparco, en Google Maps aparece la última reseña del lugar: “Se pasó bien jugando al ping pong y al taka taka con los tios Krassnoff y el Chelo Moren brito pero fue una tortura jugar con el tio alvarito corbalan xq no paraba de cantar puras weas y se las daba de artista; el resto todo ok”.

En la entrada me identifico como periodista. Me vienen a la mente Guantánamo, Maracaibo, La Santé. Hablar con el Diablo exige visitar el infierno, y en el umbral los demonios están sedientos de motivos para cerrar la reja contigo dentro. Aquí, sin embargo, se les ve más interesados en comentar el resultado del Colo Colo-Universidad de Chile que en comprobar mis pertenencias. Tanto mejor, no voy a rechazar facilidades. Justo antes de pasar el control, uno de los militares vuelve a la oficina con una bandeja sucia de restos de un desayuno.

Me conducen a un salón. No a un cuarto, una celda, una sala de reuniones. Un salón con parqué, mesita de té, televisión de plasma más grande que mi apartamento y la mesa de ping pong. Me acomodan en un sofá entre cojines. No quiero tomar nada, gracias. Un ibuprofeno, si tienen. Por una ventana veo la cancha de tenis junto al jardín.

Unos minutos después llega Pedro Espinoza. El bigote amarillea y su pelo ya solo es blanco, pero no cuesta reconocerlo. En las fotos más habituales aparece en sus cincuentas, uniforme de comandante, mostacho de jefecillo. Hoy el hijo de puta luce más aseado que yo. Me estrecha la mano. Saco la grabadora, el cuaderno, el bolígrafo, y me dice que lo guarde todo, que me saca sesenta años, así que si él recuerda lo que me va a contar yo debería ser capaz de memorizarlo.

Le pregunto por la polémica de Punta Peuco y qué les diría a quienes piden el cierre del penal de lujo para militares de la dictadura, pero él me mira a los ojos y calla.

Le pregunto por el reciente veredicto del juicio de la “Operación Colombo”, en el que se le acusa del secuestro de Juan Carlos Perelman Ide.

Le pregunto y le pregunto, recorriendo mi batería de cuestiones introductorias, pero su mostacho sigue inerte y sus ojos siguen mirándome relampagueantes.

—¿Por qué no sueltas ya las mierdas de preguntas que le haces a todo el mundo y te dejas de juegos, culiao?

Desde la puerta dos soldados me miran. Ojean papeles en una carpeta que tendrá mi nombre y las huellas de Pedro Espinoza, y que será un informe sobre mi reportaje. Echo mano a mi desvencijada mochila y saco el último de los volúmenes que he acarreado estos meses por medio mundo. Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. La copia tiene manchas de café y alcohol. Los marcapáginas adhesivos sobresalen como víctimas aplastadas, sobre todo a partir de la página 253, en la mitad del tocho. Abro al azar por uno etiquetado como “Villa Grimaldi” y lo giro hacia él. Saca sus anteojos del bolsillo de su camisa planchada y lee en voz alta.

—“Exigencia de controlar el organismo de tal modo que la orina y los excrementos debían salir del cuerpo a horarios fijados por ellos. En caso contrario (…) te obligarían a comer tus excrementos o a beber tu orina. Este tipo de amenazas aprendí rápidamente a creerlas, cuando me tocó presenciar esta situación con un preso que no logró controlar su diarrea.”. Acabo de desayunar, joven. ¿Es necesario importunar a un viejo con un pasaje tan soez?

Lo ha leído, pese a su queja, como quien lee el parte meteorológico de un lugar que no conoce. Busco en el informe y le pongo delante una de mis pesadillas recurrentes.

—”Por violación de los torturadores quedé embarazada y aborté en la cárcel. Sufrí shock eléctricos, colgamientos, «pau-arara» , «submarinos», simulacro de fusilamiento, quemadura con cigarros. Me obligaron a tomar drogas, sufrí violación y acoso sexual con perros, la introducción de ratas vivas por la vagina y todo el cuerpo. Me obligaron a tener relaciones sexuales con mi padre y hermano que estaban detenidos. También a ver y escuchar las torturas de mi hermano y padre. (…) Tenía 25 años. Estuve detenida hasta 1976. No tuve ningún proceso. Región Metropolitana, 1974.”.

Cierra el informe mirándome a los ojos. Se quita las gafas y las guarda de nuevo en su bolsillo, dando por concluido nuestro improvisado grupo de lectura.

—Esos años no anduve por Santiago —responde a una inexistente pregunta.

—Me da igual dónde estuviese. Quiero saber qué les decían. Quiero oír las palabras que aquellas personas, sabiéndose muertas, oían de ustedes.

Se levanta y enciende un pitillo mientras se acerca a la ventana y retrocede cuarenta y cinco años. Yo entonces ni había nacido, y no he conseguido que mi novia entienda por qué el reportaje es tan importante, por qué durante las escasas llamadas desde pensiones en rincones perdidos me mostraba cada vez más obsesionado, más irascible. Por qué leía y leía los informes mientras dejaba de lado sus mensajes.

—Quiero escucharlas de su boca, ahora que usted, como ellos, también se sabe muerto.

Lo más difícil de la investigación es dar con el resorte que suelte sus lenguas. Para los defenestrados en cárceles inmundas basta con un soborno, cigarros, droga. Hay quien quiere noticias de su familia. Pablo Espinoza es un moribundo: una enfermedad terminará con él antes de que le concedan el tercer grado. Espero que esa mención sea suficiente para disparar el deseo de confesar. Mantiene la pose marcial de soldado, pero su respiración cambia. He acertado.

—Gritabamos sus nombres —dice con frialdad tras reflexionar unos segundos—. Recuerdo cuando entrábamos en las casas para llevarnos a los radicales. Desde que bajábamos de los furgones gritábamos sus nombres. ¡Navarro! ¡Carreño Navarro! Resonaba en sus calles, sus portales, sus escaleras. Resonaba cuando tirábamos la puerta abajo y los encontrábamos intentando huir tras haber dejado atrás a sus mujeres y a sus cabros chicos como unos mamones, como unos cobardes. Para cuando los arrastrábamos al vehículo, todos los huevones de su barrio sabían que nos habíamos llevado a uno de los suyos, un agitador conchaetumare.

Lo miro, firme frente a la ventana como dando parte a su comandante. La ceniza de su cigarro cae sobre sus zapatos impolutos. Esta noche él dormirá a pierna suelta en su colchón de plumas.

—Les decíamos que confesasen sus pecados —siguió—, que qué querían como última voluntad. Que les quedaban menos de treinta segundos de vida. Les decíamos lo que íbamos a hacer a sus hijos, a los que no iban a volver a ver, y les decíamos sus nombres, sus colegios, sus horarios. Les poníamos casetes con quejidos de niños, y les decíamos que eran ellos. Lo que fuese para que confesasen.

Él habla y habla. Habla de la necesidad de una nación unida y de un gobierno fuerte para un país próspero. Habla del General. Habla de la cadena de mando, de la guerra, de su paz.

—”No habrá piedad con los extremistas” fue la consigna, joven. Y eso hicimos. Él era la voz, nosotros escuchábamos y actuabamos. De eso va la cosa, joven. Si tienes la palabra tienes el poder.

He escuchado suficiente y solo pienso ya en poner punto y final. Dejo mi copia del informe sobre la mesita de té, junto al pisco que uno de los soldados nos ha servido durante la entrevista. No me despido. No espero a que él se gire.

Salgo del complejo y desfondo el coche enfilando al aeropuerto para asegurarme unos minutos en los que poner todo en orden. A medio camino me detengo en un lugar donde lo único que hay son vacas y cobertura móvil. Vomito y, por última vez, desmonto el micrófono oculto y vuelco la grabación en el ordenador. Mando una copia a mi redacción y otra a mi disco duro privado seguro. Una última va a la mujer que hace un año todavía me amaba, aunque sé que no la escuchará.

En el aeropuerto no me paran ni me hacen preguntas. Termino mi último viaje por la puerta de atrás, como si el reportaje no le importase a nadie.

Durante el vuelo el mar me hipnotiza y siento que ese trayecto es premonitorio de algo, pero solo puedo pensar en no dormirme, no quiero despertar gritando rodeado de desconocidos encerrados conmigo a miles de metros de altura. El ácido del vómito sigue en mi nariz.

Epílogo

El atardecer desde el cementerio militar de Kovaci es imponente, con el minarete de la mezquita Gazi Husrev-beg’s dibujándose a contraluz. A mis pies, como ecos de su torre, mil cuatrocientos ochenta y siete pequeños obeliscos de piedra sobre las tumbas de los mil cuatrocientos ochenta y siete militares muertos en la guerra civil. Acaba de llegar un comando pertrechado con cámaras reflex, gorras de béisbol y mirada distraída bajo las gafas de sol. Los guías terminan la visita a la ciudad en este cementerio. Turismo bélico, lo llaman. Una de las últimas cifras que les da es ochocientos mil obuses. Ochocientos mil obuses sobre Sarajevo. Cuesta imaginar que un territorio tan pequeño pueda concentrar tal cantidad de destrucción y no ser reducido a un cráter. Ochocientos mil obuses sobre Sarajevo. Cuando se ha hecho el silencio mientras los turistas intentan dimensionar la cifra, el guía les dice que eso fue solo durante diciembre del 94.

—Sí que discuten aquí en las cenas de Navidad —dice uno. Todos ríen.

Bosnia está ubicado en lo que podría ser el corazón de Europa, si es que a Europa le quedase de eso. O su culo, si Italia fuese su bota, lo cual daría a Rumanía y Grecia el rol de hermoso ñordo de mujer cagando. No encuentro aquí ni las preguntas ni las respuestas que vine buscando.

Mi reportaje triunfó en todo el mundo. Lo que oyeron los muertos previamente fue publicado en The Guardian y difundido en todos los noticieros. Grabaciones ocultas a verdugos de Asia, América, África. Las últimas tendencias en métodos de tortura subtituladas en primera persona a todos los idiomas. Varios cheques en blanco para co-escribir libros. Un par de denuncias por violación de intimidad que dispararon las ventas y que ningún juez aceptó. Conseguí dar voz a víctimas en Chile, Arabia Saudí, Kirguistán. “¿Dónde está Kirguistán?” fue trending topic por unos días. Después, el Pulitzer. Las pesadillas no se han ido, no se irán jamás, pero ahora puedo pagarme hoteles con servicio de lavandería y los licores del minibar.

Con el Pulitzer llegó la oferta. Financiación para completar mi obra. Financiación para hacer lo mismo —aunque me costaría más esconder la segunda y tercera grabadora— con la otra parte de La Marcha de los Ciento Cincuenta Millones. Ciento cincuenta millones son los niños que mueren debido a la miseria en diez años. “Ciento cincuenta millones hablan por mis labios”, dijo el poeta Maiacovski, imaginándolos marchando al norte. Cogí mi petate nuevo, hice mía su frase y me sumergí en informes sobre política migratoria en Europa, operaciones de rescate detenidas y puertas de despachos que dejaron de abrirse. Papel mojado, mojado.

Hoy, en los temblores tras las pesadillas, clavo mis uñas en los oídos intentando acallar los sonidos de un último sueño sin imágenes. Solo gritos en árabe de un hijo tapados por un trueno seguido de otro. Agua chocando contra el casco de una barca y enmudeciendo a su familia, abrazo roto segundos antes. Madera crujiendo. Piel contra agua gélida. Piel bajo agua gélida. Espuma. Agua salada en boca, tráquea, pulmones. Y, tras la pesadilla, el estruendo mudo de la lejanía de los verdugos.

Este relato está inspirado en Europa muda (letra, YouTube), un fantástico tema de Exquirla, que a su vez está basado en la terrible y fabulosa obra de Enrique Falcó, concretamente en La Marcha de 150000000 (blog).

Los fragmentos entrecomillados son extractos literales de las fuentes citadas.

Pedro Espinoza es un personaje real, formó parte de la infame Caravana de la Muerte y fue encerrado en el ignominioso penal de Punta Peuco, pero ciertos detalles mencionados sobre él (en especial, la enfermedad terminal), son producto de la ficción.

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