En popa figuraba su nombre pintado en blanco sobre un casco reluciente azul marino, casi negro: Nuevo Leviatán. Lo que sugería que hubo otro Leviatán ¿Y qué fue del viejo Leviatán? a nadie parece importarle, ninguno dice recordarlo. Era un pesquero de altura impregnado de salitre que olía a oxido, a pescado y a gasoil, con herrumbrosas cornamusas mil veces repintadas de negro, con desconchados en las amuras de tanto atracar, pero tenía el sabor hermoso de lo auténtico. Quizás acabó tristemente destripado en un astillero; puede que su vida terminara dignamente hundido en lo más profundo, sin que nadie pudiera profanar su cadáver… No sé.

Leviatán es una bestia marina, creada por Dios, mencionada en el Génesis del Antiguo Testamento. A menudo se le asocia con Satán.

      Tampoco creo que ninguno de los doce tripulantes del nuevo sepa lo que significa Leviatán, ni le importe. El Nuevo Leviatán también es un monstruo marino, un buen pesquero de altura de veintiocho metros de eslora por doce de manga.

       Atracado en el puerto de Vigo, lo observo desde el muelle.

– Buen cacharro ¿eh? – Murmura alguien a mi espalda como si hubiese escuchado mis pensamientos. Es el patrón. Un tipo fornido con barba de siete días y cabellos desgreñados que sobresalen por debajo de la descolorida gorra.

– El casco y la estructura son robustas, pero en Gran Sol sólo sirve de respiro lo que aquí impresiona.

     Cuesta encontrar marineros para faenar en Gran Sol. Es el más salvaje de los caladeros, el más peligroso, donde no caben cobardes ni endebles, sólo resisten los exasperados, los trastornados, los lunáticos, los que escapan a la desesperación… No creía estar entre estos últimos pero el reto me atraía, o necesitaba el dinero. Probablemente ambas cosas a la vez.

– Llevo pescando siete años en el golfo de Guinea, Mauritania,  el Índico…

      El patrón me corta con una mirada despectiva. No me deja continuar y burlonamente me responde:  Eso son cruceros de vacaciones.                           

 Gran Sol destaca por la riqueza de sus fondos y variedad de especies, también por las viudas que suma.  El Nuevo Leviatán ya cuenta con una víctima mortal que todos recordamos: dos mareas atrás, una ola traicionera entró por popa y se llevó un marinero por la borda. El chaleco salvavidas y el traje de neopreno sólo le sirvieron para alargar la agonía. Cuando lo encontramos estaba muerto; congelado el pobre chaval.                                       No me amedrenta su relato y envalentonado le respondo:    

Sólo los valientes eligen donde morir.                                     

El patrón frunce el ceño y sonríe.

– ¡Estás enrolado! Zarpamos el lunes.

Gran Sol no figura en ningún mapa. Los lugares auténticos nunca lo están. Algunos pocos llevan toda su vida en él y cada vez se les hace más difícil definirlo. Un lugar sin sendas ni caminos; un espacio solitario hecho de leyendas, de hombres rudos, de temporales, de cadáveres… Gran Sol es lo contrario a lo que su nombre indica: el sol luce, pero por su ausencia. Allí todo es gris oscuro, el cielo y el océano se juntan en el horizonte sin poder distinguir el uno del otro. Los franceses lo bautizaron Grande Sole que significa “gran lenguado”. No sé quien lo tradujo.

Zarpamos de marea, de temporada. Nadie viene a despedirnos ¿Quién se fija en los pescadores de altura? Somos invisibles. Si lleváramos uniforme y gorra de plato como los guardiamarinas de Marín sería distinto, pero tierra adentro no saben ni de nuestra existencia, piensan que el pescado salta del mar a las pescaderías.

Muy de mañana el frío aprieta y el día ya pesa como cemento, hay mucho mar de fondo con olas que superan los tres metros. El tiempo en Gran Sol sólo tiene dos medidas: malo y muy malo. El viento crece sin avisar elevando las olas con crestas de espuma que como filas de dientes muerden las amuras.

Llevamos días trabajando con agrias ráfagas de viento y rociones que arrasan la cubierta como una guadaña; el agua se congela sobre los metales. El frío entumece hasta los huesos. Jornadas de quince horas, sin festivos. El parte anuncia que mañana será peor. El patrón ni se plantea dejar de pescar. Ante lo que vendrá, aseguramos la estiba, y seguimos currando. Un barco no es una democracia: “donde hay patrón no manda marinero”. 

La mar pasa de marejada a mar gruesa en un momento. El temor se nota en los silencios. Ninguno se libra de los pantocazos, todos vamos molidos a porrazos. Continuamos faenando. 

El jefe de máquinas, un tipo incluso más raro que los demás, apura un café en el diminuto comedor antes de regresar a lo hondo del compartimento motor. Allí, una imagen de la Virgen del Carmen comparte mamparo con el desplegable de Miss Octubre del Play Boy. Reza apresurado un Avemaría y besa los pezones de Miss Octubre. 

¿Eres creyente Andoni? 

– No.

-¿Y supersticioso? 

– Tampoco.

 -¿Y entonces…? 

– Escuchas el motor y sabes que ese ronquido es todo lo que te protege. Si falla, nos vamos al garete sin remisión. En realidad rezo al motor y beso sus pistones.

Hace años, los pesqueros sólo faenaban en Gran Sol en verano; en invierno era muerte segura. Ahora estos cacharros aguantan tempestades, pero los hombres son más endebles. Llevan trajes de neopreno, chubasqueros y chalecos salvavidas con baliza; por si acaso ¿Por si acaso qué? Hay cosas que no deben preguntarse cuando olas de seis metros engullen el barco a cada embestida.

Después de veinte días al tajo, por fin divisamos tierra firme. Un puerto pesquero al norte de Irlanda donde descargar las capturas, repostar, avituallar y reparar lo que haga falta.

Tenemos diez horas de permiso. Zarparemos de nuevo por veinte días más y luego otros veinte para regresar a casa después de dos meses penosos y heladores. Si la pesca ha sido buena ganaremos un buen dinero, sino…

Tras la ducha, aseados y con ropa de tierra unos enfilan hacia el pueblo a hacer alguna compra, otros a echar unos tragos de ron o quizás un polvo. Luego, todos al pub del puerto.

El ron siempre fue bebida de rudos marinos, de piratas…Y los puertos lugar de encuentro de lo mejor de cada casa: marineros, contrabandistas, borrachos, estibadores, truhanes, macarras y putas.

A la segunda ronda empiezan las coñas, las interminables historias de unos y otros se suceden, un cierto vaivén aún se siente en las piernas y no es por el ron ni por el polvo: es el mareo de tierra.

Cada cual tiene su hazaña que muchas veces es milagro. El jefe de cubierta cuenta la suya: < En aguas de Terranova se abrió una brecha en el caso; no sabemos cómo ni por qué.  Estábamos a cinco grados bajo cerola bodega repleta de bacalao y una capa de hielo cubría todo el barco. El patrón dio orden de abandonar la nave el barco tardo diez minutos en hundirse dejando un remolino de aguas emponzoñadas,  el tiempo justo de dar el SOS con la posición  y lanzar las lanchas salvavidas. Un guardacostas canadiense nos recogió a todos tras cuatro días a la deriva. Mejor no recordarlo.>

El tabernero, un vasco allí afincado, lleva treinta años escuchando historias. Iba para fraile franciscano descalzo, pero escapó a tiempo. A los trece años lo metieron en el seminario de Hondarribia, pero los sabañones de los pies le hicieron desistir. Conoce todos los pesqueros, todas las historias, recuerda cada naufragio, el nombre de los ahogados, de los desaparecidos, de los patrones. Ya nada le sorprende. Sin embargo, tiene siempre presente uno en particular que le persigue: < hace muchos años arribaba aquí un patrón comido por la rabia y la impotencia. Venía ya desde que zarpó minado por la inquina y los celos; amargado porque su mujer se la pegaba con otro cuando estaba en la mar. Algunos marineros cabrones le encendían la sangre hablando de más. Tantos meses con esa ofuscación lo dejaron trastornado. No conviene llenar la cabeza con precauciones de tierra cuando se está en alta mar tanto tiempo. En Gran Sol las obsesiones se estiran y agigantan, se convierten en paranoias insuperables y salió de allí mucho más trastornado peor que entró. Desembarcó y regresó a casa…   La mató rebanándole el cuello, el hijoputa. Volvió a su pesquero y se adentró mar abierto, el sólo, sin rumbo. Nunca más se ha sabido de él ni de su barco; se llamaba Leviatán.>

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