Tardamos poco en percibir que algo sucedía, pero al principio lo disimulamos. Dirigíamos nuestros ojos hacia cualquier rincón del ascensor con tal de no mirarnos entre nosotros. Durante los primeros segundos, la única manera de no gritar asustados fue bajar la mirada. No podríamos esconder nuestro miedo si nos mirábamos a los ojos. Por eso, observé el suelo del ascensor e intenté dejar la mente en blanco. El chico joven que estaba a mi lado silbó una canción, probablemente para mantener los labios ocupados y no gritar. Le temblaba la mandíbula y el silbido parecía más un viento gélido que se colaba por una ventana mal encajada.

Habíamos entrado al ascensor sin apenas saludarnos. El chico joven que unos segundos más tarde silbaba me había abierto la puerta porque yo cargaba varias bolsas con comida. Le había dedicado una débil sonrisa a modo de agradecimiento, pero no la vio. Cuando entramos al ascensor, el anciano ya estaba dentro. Me había impresionado su aspecto desaliñado. Llevaba una barba abandonada de color grisáceo que hacía más evidentes sus mejillas hundidas. El puño de la chaqueta le llegaba hasta los nudillos y le sobraba tela en los hombros. Tenía el pelo muy bien peinado, pero el halógeno del techo del ascensor delataba un brillo grasiento. Cuando pregunté al chico y al anciano hacia qué piso iban, sólo contestó el joven. «Al séptimo», había dicho. Dudé si pulsar el botón, porque la mirada del anciano desaliñado albergaba el brillo imprevisible de la locura. La puerta se había cerrado sin que dijera hacia qué piso iba. Disimulé mi inquietud. Me había parecido que despegaba un poco los labios y que tenía las encías desdentadas y corrompidas.

El ascensor era lo suficientemente espacioso como para que no incomodara la falta de conversación, quizás dos metros de ancho por tres de largo. Yo me había colocado cerca de la puerta para salir lo antes posible. Al principio mantuve las bolsas del supermercado en mis manos para no tener que recogerlas del suelo cuando las puertas se abrieran. El chico joven llevaba un chándal que le daba un aire deportivo y protector. Decidí que, cuando llegáramos al séptimo, me bajaría con él y subiría a pie hasta el noveno.

Antes de sospechar que algo pasaba, me habían empezado a pesar las bolsas. Había comprado comida para varios días y, en un momento dado, no estuve segura de soportarlas hasta el séptimo piso. Sentía las yemas de los dedos frías y blancas. Dejé las bolsas en el suelo y miré mis manos, derrotadas y temblorosas por el peso. Froté las palmas por mi torso pero eso no alivió el dolor de los dedos.

No sabría decir en qué momento empezó a parecerme extraña la situación. El ascensor subía sin que llegara al séptimo piso. Podía sentir la imperceptible vibración del suelo, que me confirmaba que estábamos en nuestro camino vertical por el edificio, pero no llegábamos por más que subíamos. La pantalla que indicaba el piso por el que íbamos parpadeaba un símbolo extraño a medio camino entre un cuatro y un triángulo invertido. Miré el reloj. Nunca antes había contado los segundos que ese ascensor tardaba en recorrer las plantas del edificio, pero empezaba a ser demasiado. Miré el reloj de nuevo. El séptimo piso no llegaba. El ascensor continuaba subiendo, incluso parecía que a mayor velocidad que al principio. Mantuve los ojos puestos en las bolsas del suelo porque, si miraba a mis acompañantes, tendríamos que reconocer el problema y buscar una solución. Me recoloqué el pelo para un lado y para el otro.

El primero que dijo algo fue el chico del chándal: «pues sí que tarda el ascensor en llegar, ¿no?». Finalizó con esa tímida pregunta con la que, probablemente, quería hacernos partícipes de su insoportable preocupación. No tuve más remedio que responder.

— Sí, está tardando mucho. Pero no va lento ni está parado. No sé por qué no llegamos.

Llevábamos tres minutos subiendo. Hice un cálculo muy rudimentario para averiguar cuántas plantas podía recorrer el ascensor en ese tiempo. Justo cuando en mi mente se dibujó la respuesta —unas cincuenta o sesenta plantas—, el anciano desaliñado sonrió como si le resultara absurdo el rascacielos de mi imaginación. Le sangraba un poco la encía superior.

Estaba mareada, así que me senté en el suelo para no desvanecerme. Llevaba una falda larga con asteroides y planetas estampados entre incontables estrellas. La remangué hasta las rodillas porque tenía mucho calor. Cogí la bolsa de guisantes congelados y me enfrié el cuello con ella. Llevábamos diez minutos de ascenso cuando el chico joven del chándal golpeó una de las paredes para pedir ayuda. Sus gritos dentro del cubículo provocaron la risa del anciano.

— ¿De qué se ríe? Esto no tiene ninguna gracia. ¿De qué se ríe? Subimos y subimos y usted se ríe—dije mientras retiraba la bolsa de guisantes de mi frente, que ahora estaba roja y dolorida por el frío.

Permanecí en el suelo. Contemplé enajenada el manto de estrellas que cubría mi falda y me pregunté si las constelaciones que formaban tenían algún rigor astronómico. Conté los planetas dibujados para ver si Plutón estaba incluido. El chico joven se sentó a mi lado y estiró las piernas. Me dijo que, así sentado, notaba más aún el movimiento del ascensor. Eso le inquietaba. Los dos ocupábamos la parte más próxima a la puerta para estar lo suficientemente lejos del anciano, que apoyaba su espalda contra la pared en el extremo opuesto del ascensor.

Empecé a notar el hambre a las dos horas y media de entrar. No me atrevía a reconocerlo, como si estuviera mal tener apetito en esa circunstancia. Miré de reojo las bolsas del supermercado y vi que el chico joven hacía lo mismo.

— ¿Te parece que comamos algo?—le pregunté—. Son casi las cuatro de la tarde.

— Lo que usted quiera.

Le pedí que me tuteara y saqué de las bolsas del supermercado unas cortezas de maíz porque me parecieron una opción desenfadada. Nos las comimos en un santiamén. Bebimos un refresco a medias, de la misma lata. La compañía del chico y el aperitivo le daban normalidad al momento y, por vez primera, me sentí cómoda.

Al terminar las cortezas tuvimos que enfrentarnos de nuevo al problema sin solución. El anciano desaliñado seguía apoyado sobre la pared del ascensor y nos miraba con la sonrisa inestable de un payaso. Sabíamos que era inútil gritar. Conseguimos abrir un palmo de la puerta automática, pero detrás sólo se veía el muro de ladrillos en movimiento. El chico joven y yo nos miramos con desesperanza. Me dijo que era enfermero y que, por su trabajo, estaba acostumbrado a resolver problemas, pero que estaba bloqueado. Le entendí. Este problema resultaba poco tangible. Era como intentar resolver un truco de magia; no sabíamos por dónde empezar.

A las ocho horas de encierro ascendente volvimos a tener hambre. Comprendimos que debíamos racionar la comida y esa planificación de supervivencia me hizo temblar. Colocamos en una bolsa los alimentos que podíamos comer —frutas, yogures y refrescos, fundamentalmente— y dejamos en la otra los productos de limpieza y demás material inservible. Pusimos las dos botellas de agua con gas en un rincón y utilizamos mi chaqueta y la sudadera del chico como almohadas para estar más cómodos. Esa disposición de nuestras pertenencias convirtió el ascensor en una especie de hogar. Nos tomamos un yogur y, al terminar, estuve a punto de ofrecer algún alimento al anciano, más por tenerle de nuestra parte que porque me agradara compartir la comida con él. Pensé durante unos segundos si era mejor entregarle un plátano o una manzana.

— Deme mejor un plátano.

Su mirada de loco volaba por encima de nosotros, como si supiera lo que iba a ocurrir en cada instante. Le tendí el plátano y sentí miedo cuando se acercó a donde estábamos sentados. Al recoger la fruta, acarició el dorso de mi mano de una manera pueril y, sin disimulo, me limpié asqueada con el bajo de la falda. El viejo se rio de mis escrúpulos y peló el plátano con rudeza. Después lo partió en trozos que aplastó en la palma de su mano e introdujo en su boca esa especie de puré sucio. A pesar de no tener dientes hacía un ruido nasal con el que parecía que masticaba. Al terminar, se limpió en los pantalones y sacó del bolsillo interior de su chaqueta una jeringuilla. Miré asustada hacia el chico joven, pero estaba ya dormido con la cabeza apoyada en la pared del ascensor. El viejo se levantó la camisa, cogió un trozo del pellejo que le cubría su escasa barriga y se pinchó con la jeringuilla.

— Tranquila, soy diabético —dijo con algo de sorna en su voz—. Tengo el azúcar por las nubes— al decir esto, subió la mirada hacia el techo y dejó escapar una risa desagradable.

Transcurrieron cuatro días antes de que el chico joven del chándal desapareciera de repente. Hasta ese momento, la rutina del ascensor era sencilla y, en ocasiones, agradable. Utilizamos dos tiras de papel higiénico para delimitar el espacio que podíamos ocupar cada uno. El tercio del fondo fue para el viejo desaliñado, el central para el chico joven y para mí el tercio más próximo a la puerta. Esta idea me mantuvo protegida del manoseo del anciano. Comíamos poco para no tener demasiadas necesidades fisiológicas: apenas una fruta a mediodía y otra antes de dormir por la noche. El chico joven y yo intentábamos compartir las horas de sueño para conversar durante la larga vigilia. Me habló de su trabajo en el hospital y de su compañero de piso y esa mención a una rutina diferente a la del ascensor me pareció irreal. Me sentía a gusto con él y, al tercer día, unas horas antes de que se esfumara, le propuse retirar la banda de papel higiénico que nos separaba. De repente tuvimos tanto espacio para compartir que mirábamos con soberbia hacia el anciano. Ya no nos molestaba su desagradable forma de sonreír. Nos sentíamos tan poderosos que incluso le ofrecimos un batido de frutas a cambio de ganar un palmo más de ascensor. Tras una negociación de dos horas, ganamos un palmo y medio de terreno y perdimos un batido y dos plátanos.

Tras cuatro días de ascenso sin tregua, me desperté sobresaltada. Lo primero que vi aquel día fue la boca negra del anciano desaliñado, que se abría hueca en una carcajada desmesurada. Después me di cuenta de que el chico joven no estaba. La línea fronteriza de papel higiénico que antes acorralaba al viejo en el fondo del ascensor ahora estaba situada en el centro y separaba el espacio en dos mitades exactas.

— ¿Dónde está? ¿Qué le has hecho?

— Yo no le he hecho nada. Se ha ido él solito.

— ¿Cómo que se ha ido? ¿A dónde se va a ir si estamos encerrados?

— El ascensor se ha parado de repente hace un rato. Las puertas se han abierto y él ha salido.

El viejo pronunciaba las palabras como si intentara contener la risa. En un rincón del ascensor seguía la sudadera del chico joven, dando testimonio de su existencia. Me puse de pie y pedí auxilio a gritos, desesperadamente. El viejo reía a carcajadas mientras yo golpeaba las paredes del ascensor. Sentí todo el peligro que hasta ese momento no había sentido. Tomé la bolsa con la comida que faltaba y la lancé hacia cualquier parte. Los yogures estallaron y despedacé la fruta a golpes. Pulsé todos los botones del ascensor y salté con la determinación de que el suelo cediera para caer hacia cualquier lugar alejado de allí. Me tiré del pelo y me arañé la cara con las uñas ennegrecidas. El viejo se rio de mi desesperación. Me recogí el pelo por detrás de los hombros y me acerqué a él para pegarle. No lo hice, pero le empujé con tanta fuerza que su cabeza golpeó contra el espejo y una brecha ensangrentada se formó en su frente. La sangre le caía a mucha velocidad y manchaba sus ojos y su boca sin que pareciera molestarle. Reía a carcajadas.

Algo cambió cuando se escucharon los crujidos. Eran sonidos metálicos muy lejanos, como los golpes de una maquinaria con engranajes que hubiesen empezado a funcionar. Miré al viejo, que seguía con la cara cubierta de sangre. No sabía de dónde procedían aquellos sonidos, pero albergaban cierta esperanza.

El ascensor disminuyó de forma progresiva su velocidad hasta que se detuvo. Se instaló un silencio suspendido en el aire. La puerta automática se abrió y, tras ella, apareció otra de metal que debía empujar para salir. Escuché al anciano detrás de mí que, desde su porción del ascensor, me aconsejaba que saliera rápidamente. Algo en la estructura crujió cuando apoyé la mano en la puerta metálica, como si el ascensor avisara de que pronto se pondría en marcha. Empujé con temor y la puerta se abrió fácilmente.

Una luz blanca llenó entonces el ascensor. Fue una luz intensa y total, tan blanca que todo se hizo blanco y tuve que salir a tientas, sin ver, como si fuese un cuarto oscuro. La puerta del ascensor se cerró detrás de mí, pero al volverme no encontré más que blanco. Entorné los párpados y, al intentar distinguir algo a mi alrededor, no encontré nada. Debajo de mis pies percibí una textura blanda y terrosa, pero al bajar la mirada sólo vi blanco. Acerqué las manos hacia mis ojos y ni siquiera cuando me toqué la cara pude ver mis dedos entre la blancura. Pensé que estaba deslumbrada, así que cerré los ojos con fuerza, pero el blanco había impregnado los párpados por dentro. Caminé durante un tiempo blanco por aquel paraje sin dimensión.

Aquel blanco fue bajando en intensidad y pude distinguir el contorno de mi propio cuerpo. Me alegró ver mis pies medio enterrados en aquella arena pálida que iba ganando color a medida que el blanco se apagaba. A lo lejos vi el mar. Empecé a escuchar las olas a medida que me acercaba. El cielo se hizo azul y la arena ocre y un viento calmado y sin color comenzó a acariciar mi cuerpo. Cuando llegué a la orilla estaba desnuda, pero no sentí reparo. Me zambullí en el agua y, mientras buceaba, pude abrir los ojos sin que me dolieran por la sal. Contemplé el fondo arenoso del mar, que era como una pradera cuya hierba se movía al son de las corrientes. No necesitaba salir a la superficie para respirar.

Después de horas o días buceando, salí del agua, aunque no estaba cansada. La playa era larga y salvaje y mis padres estaban echados en la arena. Tenían comida y sonreían. Me senté con ellos con naturalidad y contemplé el mar. El sol golpeaba la arena y levantaba un fino vaho. La marea subía con su tranquilo color plateado de mediodía. La serenidad colmaba el aire y los pájaros volaban en aquel calor gozoso. Los cuerpos mojados se secaban rápidamente.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS