Por aquel entonces me había largado de casa y dormía en el almacén de la taberna de mi tío. Aquel sitio no tenía calefacción, pero el viejo Francis dejaba que me acurrucara como un gorila entre los cartones y plásticos sucios que cubrían las latas de cerveza. A veces me despertaba el frío de la madrugada y notaba cómo se endurecían mis pezones hasta convertirse en ópalos rosados. Me desperté al mediodía y saqué del plástico mis pies para meterlos en las deportivas. Metí mi culo dentro de los vaqueros y me abrigué con la misma sudadera húmeda y rancia que había usado para taparme por las noches. Salí a la calle por el patio trasero y vi a mi tío a lo lejos.

—Espera un momento, chico —me gritó.

Me acerqué despacio y vi a su lado una caja de madera llena de gatos.

—No puedes quedarte más —dijo mientras cogía uno de ellos por el lomo—. Tu primo me ha pedido el almacén para pasar tiempo a solas con su chica.

Me pregunté si el cabrón de mi primo seguía saliendo con Bárbara. Aquella gorda no entraría en el almacén ni untada con manteca. Después empecé a pensar dónde podría pasar las noches a partir de entonces.

—Vuelve a casa con tu viejo —dijo mientras partía la cabeza del gato contra el suelo—. Seguro que no es para tanto.

Mi padre había convertido nuestra casa molinera en una cueva después de cortarse los dedos gordos de los pies para conseguir una pensión. Se pasaba el día tumbado en el sofá, comiendo magro de cerdo Apis y con los pies vendados en alto para que la sangre no se acumulara en sus heridas. Empezó a leer revistas de bricolaje y a hacer reformas por toda la casa. Se subía a la silla de ruedas para golpear los techos de madera con una barra de hierro. Después se bebía doce cervezas y se olvidaba de tapar los boquetes. Hizo agujeros por todas partes y en los días de lluvia el salón se convertía en una ciénaga fría y apestosa. Una noche de tormenta escuché desde el baño cómo se desplomaba el techo de mi cuarto. Me quedé mirando al viejo y le dije que allí no podíamos seguir viviendo.

—Si no te gusta búscate otro jodido sitio —dijo mientras leía una de sus revistas.

Mi viejo estaba emborrachándose en el bar cuando mi madre nos abandonó por un tipo del barrio de San Pedro que conducía un Citröen Tiburón súper chulo. Yo tenía ocho años y mi padre no paraba de darle palizas cada vez que volvía a casa borracho. Una vez la golpeó tan fuerte que tuvieron que llevársela en ambulancia. Le contó al médico lo que estaba ocurriendo en casa y el tipo le recetó unos antidepresivos. Mi madre empezó a comportarse como un muerto viviente y ni siquiera se quejaba cada vez que mi padre le levantaba la mano. Una tarde, aquel tipo del Citröen aparcó en la entrada de casa y mi madre salió corriendo por la puerta. Le pedí a gritos que me llevara con ella mientras el coche se perdía en la última esquina del barrio. Cuando mi padre llegó a casa me dio una paliza de muerte por dejar que ocurriera y deseé tener la fuerza suficiente para tirar su culo a nuestro pozo del patio. Por la noche, secándome la sangre húmeda del labio contra la almohada, pensé que aquella fue la única vez que he visto a mamá contenta.

Me puse a caminar por el Paseo del Cauce y volví a pensar en algún sitio en el que poder quedarme sin morirme de frío. La mayoría de mis amigos se habían largado del barrio. Ninguno de ellos se despidió al marcharse. Supongo que sentir compasión por algo que está muerto no tiene demasiado sentido. Los pocos que se habían quedado se conformaron con unas cuántas micras y una aguja sidosa, y en aquel momento se la estarían chupando a algún viejo por unas pocas pesetas. Pasé al lado de la chabola de Karina, la única novia que había tenido. Recuerdo que tenía diecisiete años cuando tuvo a su hijo. Todos en el barrio decían que era una madre estupenda; incluso se lo llevaba con ella al descampado cuando los chatarreros organizaban fogatas y bebían hasta quedarse inconscientes. Un día Karina se dio cuenta al llegar a casa por la mañana de que se había olvidado al crío dentro de la cesta de mimbre en la que lo paseaba. Me pidió que la acompañara, y cuando volvimos nos encontramos al bebé al lado de unos cardos, morado y tieso del frío. Con el tiempo perdió la cabeza y empezó a acunar cojines sucios mientras gritaba el nombre de su bebé muerto. Dejó de salir a la calle, se atrincheró en su chabola y yo decidí no volver a verla. Había pasado un tiempo desde aquello y pensé que quizás podría quedarme en su casa.

Me acerqué y miré por una de sus ventanas. Pude ver el interior oscuro y los fogonazos grises de una televisión encendida. Fui hasta la puerta metálica y la golpeé con el puño. Escuché pasos en el interior y al cabo de un momento Karina abrió lentamente. Me miró con los ojos perdidos, se volvió sin decir una palabra y se dejó caer en un sofá mugriento. Entré y cerré la puerta. El aire era pegajoso y olía a sudor y a desinfectante. Karina se abrió la bata que llevaba puesta y estiró sobre una silla sus piernas blancas y amoratadas. Se quedó mirando la televisión a oscuras, acercó una lata de cerveza a sus labios despellejados y el líquido se le derramó por la barbilla. Giró su cabeza y me miró.

—Qué coño quieres —dijo enseñándome sus encías inflamadas.

—No tengo dónde quedarme esta noche.

Se inclinó hacia la mesa de al lado y sacó de una cartera una papelina y un poco de papel de plata. Alcanzó un mechero de entre los cojines sucios y empezó a preparar un rulo.

—Lo siento —dijo mientras aspiraba la gota de alquitrán negro que sudaba el papel brillante—. Aquí no puedes quedarte.

Se tumbó en el sofá, me miró y abrió sus piernas huesudas. Pensé que era una pena no poder quedarme en aquel sitio, pero entonces me puse tan cachondo que desabroché el botón de mis vaqueros y me acerqué a ella para montarla. Cuando terminé me aparté a un lado del sofá y ella cogió la lata de cerveza. Vertió un poco de líquido en su mano ahuecada y se la llevó a la entrepierna.

—Necesito mear —le dije.

Karina señaló con el brazo la puerta del fondo del pasillo. Me levanté con la bragueta abierta y salí a un patio. Encontré el agujero negro que servía de váter y apunté lo mejor que pude. Eché un vistazo a mi alrededor y vi una cesta de mimbre al lado de un montón de chatarra oxidada. Entré de nuevo y vi a Karina encogida en el sofá con un cojín entre sus brazos. Intenté no hacer demasiado ruido y cuando pasé a su lado la escuché susurrar una palabra. La televisión seguía encendida y era la única luz de la sala. Abrí la puerta de la calle y me marché sin decir nada.

Cogí una colilla a medio terminar del suelo, me la encendí y miré al cielo gris y apagado que cubría nuestro barrio. Pensé que volver a casa con mi viejo era mi última bala, así que comencé a andar de vuelta al hogar.

Cuando llegué aporreé la puerta unas cuantas veces pero nadie salió a recibirme. Me salté la tapia que daba al patio y vi que aquello seguía como una asquerosa pocilga. La puerta trasera estaba abierta y al entrar me golpeó en la cara un olor a vinagre y a huevos podridos. Me tapé la boca con la sudadera y fui hacia el salón. Debajo de una viga de madera enorme estaba aplastado el cadáver putrefacto de mi viejo. Vomité contra el suelo una masa acuosa de color naranja y salí de aquel sitio cagando hostias.

Tenía que hacer algo. No podía avisar a la pasma porque se organizaría un jaleo de mil demonios. Mi viejo no tenía familiares vivos así que nadie reclamaría su cuerpo infecto. El cabrón daba problemas incluso de muerto. Tenía que hacer algo rápido.

Esperé a que anocheciera en el parque del barrio y de paso me bebí unas litronas que encontré medio llenas en un contenedor para escombros. Cuando cayó la noche volví a casa y salté la tapia de nuevo. Me enfundé la sudadera en la cara como un abejero y entré en el salón. El cuerpo torcido de mi padre me miraba desde el sofá con esa sonrisa suya de paleto fumado y me pregunté cuánto tiempo tardó en palmarla desde que el tejado le partió el pecho. Aparté algunas tejas que tenía por encima y después agarré con todas mis fuerzas aquella jodida viga. Poco a poco la fui moviendo hasta que el cuerpo sin vida de mi viejo quedó libre. Lo agarré por sus pies vendados y lo arrastré hasta el patio mientras me daban arcadas. Cuando lo tiré al pozo su cuerpo cayó por el agujero y al tocar el agua sonó como una mierda enorme golpeando la cerámica de un váter. Me quedé mirando el fondo. La luna iluminaba la cara de mi padre y me fijé en que había dejado de sonreír.

—Si no te gusta búscate otro sitio —dije mientras entraba en la casa.

Eché un vistazo a mi alrededor. Aquello era mío y yo di las gracias porque mi viejo me había dejado algo aparte de malos recuerdos. Me acordé de Karina. Pensé que debía sacarla de aquel agujero y traerla conmigo. Caminé hasta su casa y volví a tocar a su puerta. Me abrió y vi su bata manchada de vómito. Me fijé en sus ojos y en las venas moradas que se dibujaban bajo sus pómulos. Comenzó a llover y escuché el aullido de un perro a lo lejos. Las gotas calaban mi pelo grasiento y ella me preguntó que por qué había vuelto. La agarré por el brazo y la atraje hacia mi pecho. Me fijé en su boca y deslicé mi dedo sobre las ampollas de sus labios. La levanté sobre mi espalda y cargué con ella hasta que llegamos a mi casa. Cuando entramos la acosté sobre el colchón que usaba mi madre cada vez que mi viejo vomitaba por las noches. Karina dijo no con la cabeza y yo pensé que era la chica más guapa que había visto. Cerré la puerta de la habitación y fui hasta la nevera para coger una cerveza.

Aparté el resto de los escombros del sofá de mi viejo y me tumbé para descansar un rato. Me fijé en la montonera de revistas de bricolaje de al lado y cogí una para hojearla. Miré el cielo por uno de los agujeros del tejado y vi las estrellas. La lluvia se colaba entre las grietas y sentí el frescor de las gotas de agua sobre mi cara. Pensé que mi padre se sentiría orgulloso de mí por primera vez en su vida. Agarré la barra de hierro que había junto al sofá y empecé a golpear el techo hasta que pude ver la luna por completo.

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