El ladrón de almohadas ·

El ladrón de almohadas ·

Por las noches, Gustavo me roba las almohadas. Vive sobre mi cama. En una caja de persiana vieja que no conecta con ninguna ventana, que solo está ahí, suspendida sobre mi cabeza, solapada a una pared ciega. No es que me importe, hace tiempo que duermo sola y cuatro son muchas almohadas para una sola cabeza. Si Sergio no se hubiera marchado, Gustavo no me robaría sus cojines, –ni se los llevaría llenos de cercos de mis babas y mis lagrimones ¡Qué vergüenza!–. Alguna noche, cuando me hago la dormida, le he visto salir de la caja de la persiana y encaramarse a mi cama: primero un brazo junto a mi oreja derecha, luego el otro junto a la izquierda, las piernas en vertical saliendo de la caja como serpientes tiesas. Por cada mano, un ligero rugido de la sábana. Fris. Fris. Si no le hubiera visto hacer el pino, reflejado en el espejo, hubiera jurado que el ruido provenía de mi interior.

Gustavo dice que le duele la espalda y las necesita de vez en cuando; las almohadas, digo. Algunas veces no me percato hasta que me despierto, en mitad de la noche, y veo que duermo con una menos. Entonces, al día siguiente, la repongo. Hay costumbres que no puedo cambiar: si Sergio no se hubiera marchado, seguiría habiendo cuatro almohadas. Intactas, excepto por la firma de sus pelitos serpenteantes. Ya no están: ni Sergio ni sus pelos. Y por eso Gustavo se las lleva de vez en cuando. Dice que le duele la espalda y que necesita un par de cojines para descansar las lumbares. Se coloca una almohada debajo de la cabeza y otra entre sus rodillas cuando duerme en posición fetal: su cuerpo antropomorfo encastrado como puede entre la persiana enrollada. Me dice que si las echo en falta se lo diga y él me las devuelve. Que no quiere importunarme. Quiere hacerme creer que no quiere importunarme.

Gustavo siempre me ha robado cosas, incluso cuando yo desconocía su presencia. Por ejemplo, notaba que el nivel de agua del vaso de mi mesilla bajaba sin que yo hubiera bebido nada durante la noche. Unas veces me faltaba jabón en la ducha. Otras, los lápices en los cajones o una cuchara de la cocina. Nada ha cambiado desde que me atreví a reconocer su existencia y le mantuve la mirada. Ese día –piel blancuzca, sin grasa ni pelo– viró los ojos en sus cuencas y me dedicó una gran sonrisa. Una sonrisa podrida y deshecha. Los dientes alargados como sus brazos y sus piernas, sus extremidades como huesos incisivos. Todo él era un palíndromo hecho materia. Aunque me persuado de que los libros no se juzgan por sus cubiertas, me sigo haciendo la dormida para no tener que saludarle. Es mejor así. Me repugna y no puedo más que evitarle. Además, he descubierto que hacerse la dormida es el mejor remedio para el insomnio. Si Sergio no se hubiera marchado, no tendría que fingir que duermo. Tampoco habría descubierto los paseos nocturnos de Gustavo sobre mi cama, ni le sentiría moviéndose a tientas por mi habitación. Fris. Fris. Una exhalación leve. Fris. Fris. Un suspiro solo perceptible para desveladas y solitarias.

Gustavo es un viejo conocido. Uno de esos conocidos que se quedan vagando por ciertos rescoldos de la mente. Son esquinas por las que evito pasear. Sin embargo, las noches en que no nos vemos sueño con él: soy una niña y decenas de pequeños Gustavos me persiguen silenciosa y lentamente por las calles oscuras y empinadas de un pueblo serrano. Jerséis negros de cuello alto cubriendo sus cuerpecitos esqueléticos. Nunca me alcanzan. Me da pánico siquiera imaginarlo.

Los días que no logro esquivarle, conversamos. Él me mira con ojos como planetas en llamas y me sonríe enfermo y deshecho. Me da asco. «Buenas noches, amiga». Me quiere hacer creer que las noches son buenas. «Me duele la espalda de estar ahí metido». La postura es fundamental para el descanso. «Si te he importunado, amiga, perdóname». Y yo miro la caja de la persiana abierta. La madera hinchada y las esquinas carcomidas. Y poco a poco me convenzo de que el necesitado es él. Me quiere hacer creer que el necesitado es él. ¿Qué importa un cojín menos? ¿Qué me importa que se coma mi cena? Si yo durmiera en esa caja de persiana y mi piel oliera a madera ennegrecida, también tomaría las almohadas ajenas y sonreiría con la necesidad sellada en mis encías. Gustavo es tierno, a su manera. Quiere hacerme creer que en verdad es tierno. Si Sergio no se hubiera marchado, los rugidos de la sábana serían, en realidad, gases recolocándose en algún lugar recóndito de mi cuerpo. Fris. Fris. Si Sergio no se hubiera marchado, los brazos infinitos de Gustavo no me envolverían algunas noches. Sus brazos leves y el punteo de los dedos ingrávidos. Su aliento en mi oreja izquierda cuando duermo sobre el lado derecho. Su aliento penetrando mi oreja derecha cuando duermo sobre el izquierdo. Gustavo me da asco y por eso me hago la dormida. Pero, a través de las pestañas, alcanzo a mirar su reflejo en el espejo. No puedo evitarlo. Gustavo es un viejo conocido. Y desde que acepto su abrazo tierno –repugnante y sutil– en las noches, a tientas, las almohadas que me roba y que pone entre sus rodillas, ahí arriba, en la caja de la persiana, llevan menos cercos de babas. Llevan muchos menos lagrimones. Y yo, ahora, no le puedo pedir que se marche.

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