Ahí estábamos. Los de siempre, en la playa. Mi hermano, rodeando con los brazos sus piernas flexionadas. Isa, con las manos apoyadas en la arena y la cabeza ladeada, Mario ligeramente recostado a mi lado, mientras Rai miraba al infinito con su mítico canuto en la mano.

—Rai, tío, ¿te vas a clavar otra estaca? —preguntaba mi hermano.

—¿Qué quieres?, no hay mejor momento —contestaba Rai.

Y mi hermano empezaba a reír. Parece que los veo.

Lo habíamos convertido en un ritual. Cada día a la misma hora nos encontrábamos allí, en el mismo toldo de todos los veranos, sentados sobre nuestras toallas, con la mirada fija hacia el oeste y dispuestos a ver un nuevo atardecer. La hora mágica en la que el azul se iba tornando rosa y de ahí, a un tenue morado, hasta llegar a un azul oscuro teñido de estrellas blancas, con una luna magnifica de fondo.

Yo, a ratos, solía tumbarme y cerraba los ojos, tratando de que mis pupilas capturaran aquel grandioso espectáculo. Era tan perfecto. En ocasiones, Mario también se echaba a mi lado. Yo intuía que lo que intentaba era llamar mi atención. Y esto me gustaba. Porque la realidad era que aquel chico delgado, imberbe y mucho menor que yo, me tenía fascinada. Me impresionaba su sagacidad, su agudeza, ese humor ácido tan característicamente suyo. Y su frescura. Mi hermano miraba de reojo y sonreía. Sonreía cual guardián de mi secreto. Aunque jamás le hubiese dicho una palabra al respecto. No era necesario. A los dos nos unía una complicidad desde pequeños difícil de explicar. Habitaba en mi cabeza y yo en la suya. Éramos capaces de intuir nuestras emociones, incluso separándonos océanos de distancia.

El resto permanecían sentados. Contemplando en silencio la belleza del momento.

Aquella tarde, a lo lejos, divisamos una tormenta que se iba formando rápidamente.

No se trataba de una tormenta normal. No solo era la rapidez en la que había aparecido. Era también aquel viento extraño. Los tonos rojos, casi irreales. Propios de un dibujo animado, no de una tormenta como a las que estábamos acostumbrados, al menos por aquella zona.

—Será la gota fría —dijo Rai.

—Tío, no lo flipes. ¿Cómo va a ser la gota fría, si estamos en julio? —contesté yo.

Rai elevó los hombros a modo de respuesta.

No fuimos capaces de movernos del sitio, nos quedamos allí, plantados y viendo cómo la tormenta se dirigía hacia un catamarán que, pese a ir rápido, no parecía llevar velocidad suficiente como para esquivar aquella tempestad.

Arrancó a llover. Fuerte. Muy fuerte. Un huracanado viento soplaba. Apenas se divisaba nada mas allá de dos metros. Y a los diez minutos, la nada. Ni una nube. Nos miramos en silencio. Extrañados.

—¿Qué mierdas ha sido eso? —preguntó Mario.

—No sé, tío, no sé —respondió mi hermano.

El resto no fuimos capaces de articular palabra. Estábamos aún procesando lo que acabábamos de presenciar.

—Oye, ¿y el barco? ¡No está! —dijo Isa.

—Ostras, es verdad —respondí.

—Les habrá dado tiempo a llegar a puerto, ¿no? —dijo Rai.

—Si, supongo que si —respondió mi hermano.

Aquella tarde no hubo gin tonic de después, ni risas, ni demasiada conversación.

Nos retiramos pronto. Tengo la sensación de que todos andábamos aturdidos y asustados. Yo al menos.

Al día siguiente, la tormenta era la noticia estrella. Mi madre me dijo que había salido incluso en los informativos. También la misteriosa desaparición de un barco arribando a puerto. A nuestro puerto. Y esto me sobrecogió, porque yo sabía exactamente de qué embarcación se trataba. Lo había visto.

El verano continuó, con las rutinas de siempre. No hubo mas tormentas. Tampoco apareció el barco. Y no hubo explicación al respecto.

A finales de julio, mi hermano y yo regresamos a Madrid. Y de pronto, en la carretera, otra vez, atisbamos la tormenta. La misma tormenta roja y extraña.

—Ostras, ahí está —dije.

—¿Ahí está el qué? —preguntó mi hermano.

—La tormenta. La tormenta aquella tan rara. Bueno, no mires, que estás conduciendo. Está lejos. De momento está lejos. Si se acerca, te aviso y paramos.

—Vale.

Y yo sabía que estaba tan aterrado como yo.

La tormenta parecía estar a unos dos kilómetros, en mitad de aquella llanura infinita y a la altura de un pequeño pueblo amurallado. Lo suficientemente cerca para verla en toda su magnitud y también lo suficientemente lejos como para no tener que preocuparnos en exceso.

Vi rayos. Una carga eléctrica brutal. El campanario que segundos antes se divisaba era imperceptible. La tormenta azotaba poderosamente aquel pueblecito.

De pronto, se disipó. Del todo. Como aquel día. Siguiendo exactamente el mismo patrón. Y también hubo algo que desapareció. El pueblo entero. Borrado del mapa. Ni el campanario, ni la muralla, ni las casitas blancas. Todo se había esfumado. Desvanecido como si jamás hubiese formado parte del mapa. En su lugar, un campo silvestre lleno de amapolas.

—No está. Que te digo que no está.

—Pero… ¿Cómo no va a estar, Eva? Es imposible. Seguro que no lo has visto bien.

—Manu, te digo que no está y no está. ¡No estoy ciega!

—No te enfades, anda, es que es muy raro.

—Ya sé que es raro. Demasiado raro.

Las noticias de todo el mundo tuvieron como encabezamiento este tipo de tormentas. Al parecer no se trataba de casos aislados. Se repetían, al mismo tiempo, en distintos lugares de la tierra. Y arrasaban todo lo que tocaban, dejando las superficies sobre las que descargaban su fuerza, totalmente vírgenes. Como si jamás hubiesen sido pobladas. Campos llenos de árboles y flores donde minutos antes habían existido viviendas, bares, iglesias, parques infantiles. Todo desaparecía a su paso, incluidas las personas que los habitaban.

A finales de agosto, el numero de desaparecidos ya sumaba la terrible cifra de cien mil personas a nivel global. Todos los expertos estudiaban el fenómeno: la NASA, la Agencia Espacial Europea, organismos internacionales, locales… Y nadie daba con la clave. Ni siquiera con la frecuencia con la que se desencadenaban.

Supe que una de las personas que engrosaban tan aterradora lista era uno de mis mejores amigos de la infancia, Fernando. Con el tiempo, nos habíamos ido distanciando de forma gradual. La universidad, el trabajo, nuevos amigos. Manteníamos contacto de forma esporádica y siempre, siempre nos felicitábamos los cumpleaños. También nos llamábamos por Navidad, nos tenemos que ver, ¿eh?, decíamos. Y nunca pasaba. La última vez que habíamos hablado me contó que se iba a Nueva York, les he engañado, Eva: ¡me han contratado! ¿no es increíble? Estaba tan ilusionado: Lo vas a hacer genial, Fer, cómo me alegro por ti, le dije. Y se fue. Y de eso hacía ya un año. Y ahora ya no estaba.

El miedo se instaló en la sociedad. Cualquier desplazamiento, por corto que fuese, se había convertido en deporte de riesgo. La situación era aterradora. Ningún lugar era seguro. Pese a todo, el tránsito habitual no se vio tan afectado como podría haberse esperado. Y es que nada podíamos hacer. Cruzar los dedos y tener la suerte de no ser nosotros los afectados.

Un sistema de alarmas y detección previa se incorporó en todas las poblaciones, de tal modo que, ante cualquier atisbo de tormenta, un ruido de sirenas ensordecedor arrancaba de fondo y ya sabíamos lo que venía después: cinco, diez minutos en los que aguantar la respiración, cerrar los ojos y esperar.

Ocurrió una mañana de septiembre. Las alarmas habían saltado sobre las once y yo me encontraba, junto al resto de mis compañeros, en la oficina. Y de pronto lo sentí. Mi hermano. Algo pasaba. Noté que me faltaba el aire y ya no recuerdo mas. Me desvanecí. Según mis compañeros caí de golpe. Afortunadamente me desplomé sobre un pequeño sofá, por lo que no tuve que lamentar ningún daño, salvo algunos pequeños rasguños.

Al despertar sabía que algo había pasado. Manu, Manu, Manu, no cesaba de repetir, llorando. Marqué su número. Estaba desconectado. Llamé a su oficina. Había salido a una reunión con un cliente.

—¿Dónde era la reunión? —pregunté.

—En Torre Picasso —me respondió una voz amable.

Torre Picasso. En aquella época, el edificio más alto de Madrid. Y lo supe. Las noticias solo corroboraron lo que yo había intuido. Se había desvanecido. Aquel edificio blanco e imponente borrado por completo. Y mi hermano con él.

No recuerdo mucho mas de los siguientes días. Me quedé en casa. Dormitaba. Me despertaba llorando. Volvía a dormir. A veces creía que seguía vivo. Después la consciencia volvía y me daba cuenta de que no era posible. Estaba muerto, o desaparecido. Qué más daba el concepto. La realidad es que no estaba. Me llamaban y a veces no era capaz de contestar. Pensaba en mis padres y el dolor se hacía más y más grande. Solo quería cerrar los ojos y que al abrirlos de nuevo, todo hubiese sido una pesadilla. La más terrible de todas. No era así.

Mi amiga Marga me llamó.

—No puedes seguir así, Eva. Lo quieras o no, la vida sigue. Y tus padres te necesitan. Han perdido a un hijo. No creo que puedan soportar perder a otro.

Así de cruda fue. La colgué. Me enfadé muchísimo. Tanto que me puse a gritar tan alto que mis vecinos salieron por las ventanas, asustados.

—No pasa nada, tranquilos. Un arrebato.

Y me sentí bien. Por primera vez en cinco días, me sentí en paz. La conversación con Marga me había removido, pero también me había despertado.

Decidí que tenía que volver a la playa, con mis padres. Si algo me tenía que pasar, que fuese con ellos. Estar a su lado. Eso era lo único importante. Así que pedí una excedencia, hice la maleta y me fui de Madrid por tiempo indefinido.

No me preguntéis por qué, pero no tuve miedo en el desplazamiento. Las ganas de regresar con mis padres me podían. Bloquearon mi temor y me volvieron un poco inconsciente. Justo lo necesario para coger el coche y emprender cuatro horas en las que, por suerte, no me topé con nada. Tan solo unos pocos coches desplazándose a vete-tú-a-saber-dónde.

Durante aquel viaje, una sensación poderosa se fue abriendo paso. La tranquilidad permitió que, la intuición y otras emociones afloraran. Y fue así como sentí que mi hermano no se había ido del todo. Y tuve la certeza porque percibí su pena. Y era tan real como el cielo azul que divisaba.

Al llegar a la casa de la playa, mis padres me esperaban en la puerta. Nos abrazamos. Nos besamos. Lloramos. No fui capaz de decirles lo que me pasaba por dentro. Era una intuición. Tan solo eso y no quería abrumarles con algo que era de todo menos tangible. No les haría bien.

Hablamos de todo un poco, del Madrid «a cachos» que se había quedado, de su casa: tranquilos, está todo bien. Tiré comida y cerré todo, gas y agua incluidos. Gracias, hija, me dijeron. No fui capaz de contarles que Miguel, el del quinto b, también había desaparecido mientras paseaba al perro. Ni que de Paquita, la del kiosco, nadie sabía nada desde el quince de agosto. Tampoco quise decirles que a Mayte, la vecina con la que yo solía jugar de pequeña en el patio, la dichosa tormenta le había sorprendido en el hospital dónde trabajaba. Volatilizado. En su lugar cuatro encinas donde antes todo eran pasillos, tubos, camillas y batas blancas.

A la tarde, llamaron al telefonillo.

—Hola, ¿Eva?

—¿Mario?

—Si, soy yo. ¿Qué pasa, tía? ¿Bajas o qué?

—Eh…si, si, ahora mismo.

Me puse las chanclas y agarré la puerta. Y allí, fuera, estaba Mario. Esperándome. Dando vueltas en torno a sí mismo. Nervioso y tierno a partes iguales. Nos miramos. Me abrazó. Tan fuerte que sentí que me ahogaba.

—Mario, para, que no puedo respirar.

Nos echamos a reír.

—Qué quieres, te echaba de menos.

Le guiñé el ojo.

—¿Cómo has sabido que venía?

—Tu madre se lo dijo a mi madre.

—Ah, claro. Qué tontería de pregunta. Disculpa, es que el cerebro no me funciona muy bien últimamente.

—¿Últimamente solo?

Nos reímos otra vez. Así era Mario. Tenía una facilidad innata para sacarme una sonrisa. Y en ese momento aquello era más valioso que cinco loterías juntas.

En el camino a la playa le conté lo que me pasaba. Mis sensaciones. Esa percepción mía de que mi hermano no estaba muerto.

No dijo nada, solo apretó mi mano, sonrió, me agarró por los hombros atrayéndome hacia él y revolvió mi pelo.

Y yo le agradecí. Sin palabras. No eran necesarias.

Aquel verano extraño no parecía tener punto final. Y así, continué con las rutinas estivales propias. Solo que con menos gente. Comía con mis padres y, en general, pasaba el día con ellos. Bajábamos a la piscina comunal con el resto de los vecinos, de la edad de mis padres en su mayoría y a la caída de la tarde me acercaba con Mario a la playa. Rai se había marchado ya a Barcelona e Isa a Valencia. Sabíamos que se encontraban bien. La universidad había retrasado el inicio de clases, por lo que Mario permanecía en la playa con sus padres. Y también conmigo.

Una tarde, nos quedamos sentados en la playa, en la orilla, mirando el horizonte. Mario me miraba de reojo, supongo que para cerciorarse de que estaba bien, todo lo bien que se podía estar. Y, de pronto, otra vez, la tormenta. Roja y majestuosa. Solo que esta vez mucho mas cerca, tan cerca que casi la teníamos encima.

No puedo explicar qué me impulsó a levantarme, pero así lo hice. Recuerdo a Mario gritándome, ¡Eva! ¡Eva!, y sosteniendo mi mano, aferrándome a este mundo, con él. No te vayas, Eva, no te vayas, Eva, suplicaba. Yo no le escuchaba, o no quería escucharle. Algo poderoso hacía que me dirigiese hacia aquella cortina de agua, viento y oscuridad. Y le vi. Juro que le vi. Allí estaba, de pie, llorando frente a mi. Mi hermano, mi querido hermano, alzando la palma de su mano, como si estuviese al otro lado de una extraña ventana, tratando de tocarme. De decirme, estoy bien, os echo de menos. Yo le lancé un beso y comprendí.

La tormenta se disipó. Mario me atrajo hacia él. Tan fuerte que ambos salimos despedidos y caímos sobre la arena.

—¡Le he visto!, ¡Mario, le he visto!

—¿Cómo que le has visto? ¿a quien?

—A Manu, ¡está vivo!

—Pero ¿dónde está? No entiendo nada.

—Yo tampoco, Mario, pero no estoy loca, se que le he visto.

Supongo que para Mario todo era demasiado extraño. Pero jamás dejó de estar ahí. No se si me creía, o pensaba que alucinaba. Si es así, nunca lo mostró.

Al regresar a casa, busqué el contacto de la agencia espacial europea. No se me ocurrió nada mejor. Tenía que contar lo que había vivido. Tal vez me tomaran por loca. O tal vez no. Quizá podría servir de algo. Mandé un email. Y esperé.

A los dos días me contactaron. Me llamaron diversas personas a las que tuve que relatar una y otra vez mi experiencia. Preguntaron y preguntaron y jamás dieron respuesta a mis cuestiones.

Al mismo tiempo, las tormentas seguían sucediendo. Con más intensidad y mayor frecuencia. Nuestro mundo se desintegraba y no podíamos hacer otra cosa que esperar.

Me consolaba saber que mi hermano estaba vivo. Porque yo estaba convencida de ello.

A finales de septiembre, habían desaparecido una cuarta parte de las poblaciones, casi al completo. Ciudades tan grandes como Viena o Miami habían sido completamente devoradas. En la playa, solo algunos edificios se habían visto afectados. Afortunadamente, la devastación en la zona no había sido tan feroz hasta el momento. Pero éramos conscientes de que sucedería.

A mediados de octubre, experiencias como la mía empezaron a salir a la luz. Historias de gente que había visto el otro lado.

A finales de año, un estudio publicado por la ONU en colaboración con diferentes agencias y organizaciones, se hizo público.

Y supimos la verdad.

Nuestro mundo, tal y como lo habíamos conocido, se había desdoblado. Era como si la Tierra se estuviese purgando, deshaciéndose de elementos ajenos, lanzándolos poco a poco hacia otra dimensión, donde esa parte artificial, creada por el hombre, persistía. La foto de la Tierra, en ese momento, era la de un puzle, donde las dos dimensiones unidas se complementaban. La mitad del mundo habitaba en la dimensión antigua. La otra mitad en la dimensión nueva. Y allí estaba mi hermano.

El estudio no determinaba si el proceso pararía antes de la migración final, si esta iba finalmente a culminar, y, de hacerlo, cuanto duraría. Porque, entre otras cosas, nadie era capaz de determinar el motivo de este desdoblamiento.

Nada podíamos hacer, salvo esperar. Y así hicimos. La reunión o la disolución eterna.

Ha pasado mucho tiempo de aquello. Nunca supe realmente lo que sucedió. Un día desperté y mi hermano estaba en la casa de la playa. Con nosotros. De nuevo. Nos explicó que se encontró solo. En la misma ciudad de siempre. Que intuyó que las tormentas algo tenían que ver, porque cada día aparecían antiguos edificios en lo que antes parecían ser solares. Que nos llamó y nos llamó, pero no conseguía localizarnos. Que, desesperado, regresó a la playa y no estábamos. Que, en una ocasión, a la caída de la tarde, me vio, tan solo unos segundos. Y entendió. Y de pronto, volvíamos a estar allí. Todos juntos. A la vez y en el mismo sitio.

Jamás me moví de esta localidad costera. A los dos años me casé con Mario y ahora tenemos dos niños preciosos con los que bajamos por las tardes a la playa, como entonces. No supe nada mas de mucha gente que desapareció. Nada de mi querido Fer, ni de mi vecina con la que jugaba tantas tardes a la vuelta del cole. Tampoco supe más de Rai y de Isa. Espero que les haya ido bien. Que sean felices donde estén. Cada tarde, cuando cae el sol, me acuerdo de ellos y de aquellos maravillosos ocasos de verano, que ya no son malvas, ni violetas, sino rojos, tan rojos como aquellas misteriosas tormentas que todo lo cambiaron.

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