Primavera en el hogar ·

Primavera en el hogar ·

El señor Tanaka abrió los ojos temprano. Vio salir el sol desde la ventana de su habitación, se levantó y se vistió despacio. Después salió al jardín y se inclinó doblándose hasta la cintura, en un gesto respetuoso y mudo de saludo al sol.

Se movió en silencio, sintiendo en la cara el frescor de aquella mañana de primavera. El frío, sin ser helador, le provocó un estremecimiento y al contacto con la brisa se le erizó el vello de los brazos.

Cuando llegó a la parte trasera de su casa, se subió al tocón de lo que en su día fue un majestuoso pino y cerró los ojos. Aún con ellos cerrados podía sentir el verde intenso de la pradera y los brillantes puntos amarillos de las velloritas. La naturaleza desperezándose y saliendo de su letargo era una visión que alegraba su corazón, pero no podía permitir que le apartaran de su concentración. Tenía toda una vida para contemplar los fugaces instantes de belleza.

Levantó pausadamente una pierna con el cuerpo en alerta y dosificó la respiración. Estiró los hombros y encorvó la espalda. Subió los brazos hacia el cielo y sintió la tensión en los muslos, en los glúteos, en el cuello.

Contó mentalmente hasta cien y repitió los ejercicios según le había enseñado el venerable maestro Oshido Taniguchi.

Después se acercó a la terraza y se sentó sobre una estera de cáñamo trenzado, desgastada y descolorida por el uso. Redujo la línea de su pensamiento a un suave murmullo, mientras fijaba la vista en la lejanía, en los puntos brillantes y borrosos que dibujaba la luz del sol naciente sobre el fondo oscuro del mar. Le acompañaba el rumor de las olas, y a ellas acompasó el ritmo de su respiración, sintiendo como entraba el aire hasta su bajo vientre.

Cuando el sol llegó a media altura en el horizonte, el señor Tanaka finalizó su meditación y entró de nuevo en su casa. Se dirigió hacia la sala donde la criada había dispuesto su desayuno.

Sobre la mesa baja de cedro se encontraban ordenados los cuencos de cerámica azul que contenían arroz cocido cubierto con atún seco y algas aderezadas con vinagre de grosellas.

El señor Tanaka se sentó sobre sus talones y tomó el cuenco de arroz entre sus manos. Comprobó con satisfacción que estaba caliente. Las láminas de atún estaban cortadas tan finas que se retorcían en un movimiento ondulante por el calor que desprendía el alimento. Parecían bailar una misteriosa danza con la gracia seductora de una mujer. El señor Tanaka tenía hambre, pero esperó a que aquellas fibras incoloras y casi insípidas finalizaran su danza para alimentarse. Hubiera sido una falta de respeto romper aquella armonía con la que quería obsequiarle el universo.

Más tarde, con el pincel de caligrafía en la mano, el señor Tanaka trató de plasmar en un haiku los sentimientos que le embargaban. Había preparado amorosamente la tinta, machacando despacio y a conciencia un trozo de carbón. Según lo reducía a polvo, sintió que la esencia de ese carbón, traído por encargo del templo sintoísta de Fushimi Inari, de alguna manera se le impregnaba entre los dedos, inspirándole e insuflando en su alma las ideas que quería aprisionar sobre el papel de arroz, blanco y leve como un suspiro. Mezcló el polvo negro con resina de ciprés oloroso y aceite de lino y lo dispuso en el tintero.

Primavera en el hogar.

No hay nada

y aun así hay de todo.

Satisfecho con el resultado, el señor Tanaka recogió los útiles de escritura y volvió a salir al jardín. Sentía su llamada, y era ya el momento del día para dedicarle su atención.

Se acercó a los parterres de crisantemos, y comprobó satisfecho que no había aparecido el temible pulgón. Si el tiempo continuaba tan benévolo, podría librarse de esa plaga y cuando llegara el tiempo y brotaran sus delicados pétalos, despeinados como colegiales, podría mostrar sus flores con orgullo en el concurso Kiku de otoño.

Después se dirigió hacia el otro extremo del jardín, donde se entremezclaban los tonos rosas de las camelias con el blanco de los cosmos. Las vio cimbrearse bajo la tenue brisa y sintió una felicidad doméstica y calmada. Con cada respiración era consciente de que pertenecía a aquella tierra y que era uno con ella.

Cuando se acercó más observó que en las yemas tiernas de las camelias había algunos gusanos. Con la ayuda de una diminuta rasqueta, el señor Tanaka fue quitando uno a uno a aquellos monstruos de voraz apetito y fue depositándolos en unas hojas de repollo gigante para que calmaran su hambre con otra cosa que no fueran sus flores.

Estaba enfrascado en la tarea cuando le interrumpió la criada, informándole que acababa de llegar un mensajero de palacio, y le aguardaba en el salón principal. Encontró al mensajero admirando los hermosos muebles que vestían la sala. Estaban fabricados a la manera japonesa, sin clavos ni cola, ensamblados solamente. La habilidad del artesano era tal que no se podían ver las uniones de la madera, y en eso residía la magia de aquellos muebles de líneas rectas y depuradas.

Emitió un ligero carraspeo para llamar la atención del recién llegado. Cuando se encontraron de frente, le fue entregada una carta, que fue leída en medio del silencio más absoluto, como si se hubiera congelado el tiempo.

El señor Tanaka no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza, y con un gesto de la mano indicó a la criada que acompañara al mensajero, que lo condujo a la cocina para darle arroz y sake.

Después dio orden de ensillar a su caballo y se dirigió a su dormitorio. Cuando acabó de vestirse con su ropa ceremonial, se acercó a una habitación que permanecía con las puertas cerradas.

El señor Tanaka contempló las tres espadas que estaban expuestas en la pared principal. Tras una meditación de varios minutos, decidió que su wakizashi o espada corta, de la que se decía que estaba fabricada por el mismísimo Amakuni, sería la adecuada para la tarea.

Estiró los brazos, la cogió con su funda y la extrajo de su interior con cuidado, observando con detenimiento si el filo estaba desgastado.

La llevó luego sobre una piedra de amolar que estaba situada sobre la mesa, y echando aceite de ciprés sobre la hoja, procedió a afilarla en un ritual de limpieza.

Después montó su caballo y descendió por el camino que bajaba de su casa a la playa, hasta dar con el sendero que bordeaba la costa. Avanzó por él, mientras escuchaba el ruido de los cascos del caballo retumbar en su cabeza, por encima del bramido del mar.

Tras una hora de marcha, el señor Tanaka se separó del camino de la costa y se dirigió hacia el camino del Tokaido, la senda principal que conducía hacia el palacio.

La ruta serpenteaba acompañando al río. Unas veces descendía hasta las mismas orillas y otras se separaba, dirigiéndose colinas arriba, entre bosquecillos de pinos y cipreses con los troncos retorcidos y cubiertos de liquen.

El señor Tanaka se cruzó en su camino con otros viajeros, y los saludaba en silencio con un breve pero cortés gesto de cabeza. Sin embargo, los caminantes, en su mayoría campesinos apresurados, no sólo no le correspondían, sino que se apartaban agachando la cabeza, con temor de que se vieran sus ojos hostiles.

Siguió avanzando, internándose en los bosques de cerezos, un mar de árboles con las copas estallando en flores infinitas de un tenue color rosado. Era tal la belleza de aquel lugar que los ojos del señor Tanaka se humedecieron, mientras pensaba en el consuelo y en la paz que inundaba su espíritu. Kwanyin, la diosa de la misericordia, parecía haber anidado allí.

Tras varias horas de viaje, en las que hubo de cambiar de caballo un par de veces, llegó al palacio, y fue conducido sin pérdida de tiempo ante la presencia del primer ministro, que le aguardaba paseando entre los jardines.

El señor Tanaka bajó respetuoso la mirada al encontrarse cara a cara con el emisario de la emperatriz, la encarnación viva del sol naciente.

‒Hacía tiempo que no me mandaban llamar ‒comentó, sin más sentido que el de destacar un hecho.

‒Se trata del joven príncipe Nakamaro, ‒dijo con pesar el alto funcionario, mientras caminaba presuroso entre los cipreses y pinos centenarios que poblaban el jardín. El señor Tanaka le seguía, manteniendo respetuoso los tres pasos de distancia, admirando al pasar la simetría y la tallada perfección de aquellos árboles. Recorrieron después los pasillos y los vastos espacios del recinto palaciego hasta llegar al salón de los tristes pasos, que estaba vacío.

El señor Tanaka aguardó en silencio, concentrado e inmóvil durante varias horas. Durante este tiempo la sala se fue poblando con una multitud silenciosa, formada por los funcionarios y las cortesanas de palacio, que se movían con sus kimonos y sus zuecos de madera de forma tan sigilosa que parecía que flotaban.

Si apenas se entreoían los tenues murmullos que mantenían entre ellos, cuando entró la emperatriz se produjo el silencio más absoluto, tanto, que resonaron sobre la tarima de madera los orgullosos pasos del príncipe Nakamaro, que se acercó desafiante hacia el palanquín en el que se encontraba su augusta abuela.

A una señal de la mujer que encarnaba a la diosa Amaterasu, el señor Tanaka se aproximó al soberbio príncipe y se inclinó ante él doblándose por la cintura, tanto que casi rozó el suelo.

Después tomó su espada de la mesa baja en la que estaba depositada, mientras la multitud agolpada en la sala contenía el aliento.

Dio un solo golpe limpio, un tajo certero. La cabeza del príncipe Nakamaro dio tres botes en el suelo, chorreando sangre en una danza demente y circular, mientras el tronco se mantenía erguido unos instantes más, hasta que se desplomó con pesadez sobre las pulidas tablas de madera.

El señor Tanaka cogió la cabeza y se la mostró a la mujer, que la miró con ojos duros e inexpresivos. Tan solo un leve temblor de la barbilla revelaba las soterradas emociones que atenazaban el corazón de aquella anciana obligada a elegir.

‒El verdugo Tanaka llevará la cabeza del rebelde hasta Kioto, en señal de triunfo. Es la voluntad de la emperatriz, ‒gritó el primer ministro. ‒Los sublevados sabrán así lo que les espera si persisten en su actitud. No nos tiembla la mano ante nadie, por muy alta que sea su cuna.

El señor Tanaka montó de nuevo su caballo, de camino a la ciudad eterna. Sobre el equipaje que llevaba en la grupa se empezaban a agolpar las moscas, pero a él parecía no importarle mientras se internaba en los bosques de cerezos, buscando que la paz inundara de nuevo su espíritu.

Primavera en el hogar.

No hay nada

y aun así hay de todo.

 

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