Donald Trump yacía en aquella cuneta con las tripas esparcidas por el asfalto. Un camión le había pasado por encima y le había aplastado el abdomen. El chico que le había bautizado con ese nombre estaba a su lado, tocando con un palo sus patas inertes, observando cómo el característico pelo rubio iba perdiendo brillo. Era el gato con el que mejor se llevaba en el pueblo. El único que se dejaba coger. Aún así, no sentía nada al ver su cadáver tirado como una cosa con las tripas púrpuras y grises secándose al sol, mientras los coches seguían pasando por la carretera, pero sin pararse.

Pocos paraban en aquél pueblo de las montañas de León.

Escuchó en la torre de la iglesia cómo daban las once, soltó el palo y atravesó la carretera sin mirar y a todo correr, camino de su casa. Estaba haciendo un tiempo espléndido, para estar a finales de febrero. Le saludó el Tío Lobo, al pasar por su puerta, con la quietud de una estatua de mármol. La perra del Tío Lobo le gruñó y le ladró con desesperación y espuma entre los dientes, pues el chico olía a gato. La cigüeña picaba el ajo cuando entró por la puerta de su casa. En la cocina, la abuela estaba separando las lentejas, agachada sobre el hule, con aquellas gafas que le hacían los ojos enormes, como los de una lechuza. “Venía a desayunar, abuela”, dijo el chico, abriendo el cajón y cogiendo una cuchara. “Tienes las sopas de ajo sobre la trébede”. Y siguió separando las lentejas con las yemas de los dedos.

El chico comía aprisa, pues el pastor estaría a punto de devolver las ovejas a la majada y no quería perdérselo. Al acabar, soltó la escudilla sin cuidado en la pila y corrió hacia el portalón. “Cuidado con el pantalón, no le hagas ningún ocho, que es nuevo”, le amenazó la abuela. Pero el chico apenas escuchó la advertencia, pues estaba feliz ese día, el día de su cumpleaños. El día real, el 29 de febrero, pues no todos los años podía celebrarlo el mismo día en que nació. Por eso le llamaban “el Bisiesto”.

Las ovejas ya estaban entrando cuando llegó, empujándose unas a otras, cabeceando para encontrar su hueco. “Ningún contratiempo”, dijo el pastor portugués sin mirarle, haciéndose el paisano mayor. Alguna casi se me pierde en la encrucijada, pero a lo que más temo es al lobo”. Estaba negro por el sol y era unos años mayor que él. “Ya casi no quedan lobos, menos mal”. Y escupió en la paja. El Bisiesto le imitó, pero se escupió en lo pantalones. “¿No han llamado tus padres?”, preguntó el portugués, con cierta malicia. Bisiesto no respondió. No le gustaba hablar de sus padres cuando estaba en el pueblo. Prefería pensar que vivía allí, como el portugués, y que la ciudad no existía. “¿Sabes qué? Esta mañana un camión ha atropellado al Donald Trump”, dijo Bisiesto para cambiar de tema. “Normal, ese gato estaba muy gordo”, y volvió a escupir. A Bisiesto no le sentó muy bien el comentario y se fue sin mediar palabra.

Al llegar a la plaza, junto al depósito de agua, escuchó los pitidos del Grajo, que llegaba con el pescado en su berlina. Se paseaba por las calles anunciando su mercancía y paraba allí mismo, en el centro de la plaza. Montaba su puesto y sacaba las cajas repletas de hielo. Todas las señoras salían a comprarle merluzas, gallos y bacalao. El congrio lo traía muy bueno, escuchó decir a Toña, su vecina. Ya hacía un par de meses que el Grajo venía con un ayudante, un chaval de unos dieciocho años de muy buen ver. Claro, el Grajo se hacía viejo, ya no veía bien y no podía sacarles las entrañas con la debida pericia a los peces.

“Ese bacalao es por lo menos del año del Imperio Austrohúngaro”, dijo la Faraona, una de las señoras más ancianas y quisquillosas del pueblo, dirigiéndose a la Marisa, la señora ecuatoriana que la cuidaba. El Grajo se rió y siguió despachando. Le perdonó los céntimos de más para compensar que el pescado no era del todo fresco. “¿Dónde tienes al ayudante?”, preguntó otra señora. “Por ahí andará”, dijo el Grajo entre las toses graves por el tabaco. Los médicos le habían dado poco tiempo de vida, mascullaban entre ellas las viejas clientas. El Grajo hacía como que no las oía, alargaba la gruesa mano, moteada por escamas y mugre gelatinosa, y las mujeres depositaban en ella los billetes.

El Bisiesto volvió a su casa, pasando la mano por las tapias de adobe. Entró y no vio a su abuela. Escuchó pisadas en el piso de arriba. Parecía que había dos personas. Subió las escaleras con cautela, imitando a un gato, para que no le escuchasen. Oía la voz de su abuela, pero no entendía bien sus palabras. Se escondió detrás del gran arcón donde estaba la ropa de su abuelo muerto y observó la escena.

Al otro lado del sombrado, en la vieja cama, estaba sentada su abuela. Se había desnudado completamente. Sus pechos caían como dos botas de vino vacías sobre su vientre azulado. Los pezones negros tiraban de ellos hacia el suelo. Se había soltado el pelo y lo tenía extremadamente largo. Se terminó de recostar en aquellas sábanas amarillentas, desplegó sus brazos y ordenó a alguien que se acercara. La cama estaba rodeada de velas y había dibujado con tiza extraños signos en el suelo. Al otro lado de la estancia, el ayudante del Grajo estaba desnudo, tímido, con la cabeza gacha y tapándose sus partes. “Vamos, tu jefe y yo hicimos un pacto”, insistió la abuela. El joven se acercó con resignación, se encaramó encima de  la cama y se apoyó entre sus piernas. Se dio varias sacudidas al pene y se lo metió a la abuela, que exhaló un canto en un lenguaje extraño.

El Bisiesto intentaba pasar desapercibido desde su escondite, intentando calmar su agitada respiración y evitar así que lo vieran. El joven arremetía sus embestidas con progresiva fuerza, y su torso se bañó en sudor. El olor a pescado llegaba hasta la mente enturbiada del niño. Después de un rato, la abuela se colocó a cuatro patas y se pusieron a hacerlo como los perros. Todas sus carnes pálidas se bamboleaban sin límites ante el ritmo que marcaban las caderas del joven. La piel fláccida de los brazos, las estrías en los muslos, los pliegues del estómago… Todo se movía en una especie de maquinaria orgánica de carne y piel caída. Mientras, la canción de la abuela se hacía más y más densa, como una vibración que entumecía los tímpanos del Bisiesto.

El ambiente se iba solidificando y un sonido grave empezó a complementar el canto de la abuela. Era como un instrumento de cuerda, pero si se concentraba, el Bisiesto podía empezar a distinguir voces en ese acompañamiento. Eran sonidos de animales, todos al unísono, chillando y berreando como si les persiguiera un cazador. El ayudante del Grajo gritaba también, la abuela cantaba con todas sus fuerzas y se relamía los labios. Se oía el chapoteo del sexo como una trifulca arcana, como una pelea en el barro. A su alrededor, el Bisiesto empezó a notar presencias. Miró a su lado y vio la cabeza de un mulo que lo observaba en silencio. Arriba, una bandada de cuervos revoloteaba en círculos alrededor de la cama de los amantes, sin inmutar el cimbrear arrítmico de las velas. Varias liebres correteaban por el sombrado, persiguiéndose unas a otras. Los gatos se colaban por la superficie de los armarios, y observaban en silencio con sus brillantes ojos. Varios perros negros de tamaño superlativo esperaban afuera, en la puerta de la casa, aullando hasta desgañitarse. Un caballo azabache estaba subiendo las escaleras, con un trote parsimonioso pero persistente.

De repente, el sol se oscureció, tapado por la luna, y se hizo momentáneamente de noche. Las velas ardieron con más fulgor y los ojos del ayudante se pusieron en blanco. Percutía el lomo de su abuela con salvajismo, le revoloteaban los cuervos alrededor de la cabeza, las liebres en sus pies y el caballo le soplaba la espalda. El joven gritó con fuerza y los animales le secundaron en pertinente coro. Le temblaron las piernas y el vientre en espasmos y se derrumbó sobre la espalda de la abuela, que seguía cantando. Se hizo el silencio. Poco a poco, los animales se fueron retirando y el sol volvió a brillar. Solo se oía la respiración nerviosa del Bisiesto, que se había tapado la nariz y la boca con sus manos.

Tras unos instantes, la abuela se quitó de encima al joven como si fuera una presencia impertinente. Se vistieron en silencio, de espaldas. “Dile a tu jefe que si esto no funciona, está en manos de algo más poderoso que yo”, le dijo con calma, mientras se recogía el pelo en su habitual moño. Como si fuera su santo, la abuela apagó las velas con un solo soplido.

Los dos adultos bajaron del sombrado sin percatarse de la presencia del Bisiesto. Después de unos minutos que le parecieron eternos, el niño se atrevió a salir de su escondite. Necesitaba tomar el aire.

Salió a la calle y allí estaba, frente a él, Donald Trump, vivo, sano, sin signos de la rueda que lo había abierto en canal aquella mañana. Le miraba, con su pelo brillante y rubio, ronroneando. Se acercó a él, le llamó, “Mis, mis”. Con pasos torpes, haciendo como que tenía algo en su mano. Pero el gato se asustó, pegó un bufido y se fue.

Ya nunca más se dejaría coger.

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