(des)Encuentro o la garantía de una nevera ·

(des)Encuentro o la garantía de una nevera ·

Ana Arasanz

02/12/2020

Te voy a contar cómo fue el día en que dejé de quererte. Era un miércoles, lo recuerdo bien. Los miércoles son duros, llego a casa a eso de las once de la noche y no hay nada que me detenga desde la boca del metro a mi calle. Camino casi corriendo, como si amenazara tormenta. Un caldo y un baño caliente son mis únicas ambiciones en un miércoles por la noche. Pero el día en que dejé de quererte sentí un deseo enorme de comer helado de chocolate. Era febrero, así que resultaba extraño que el cuerpo me pidiera precisamente entonces helado de chocolate. Pero el hecho es que cambié de camino. Me desvié al Opencor, dispuesta a comer helado a enormes cucharadas y después sumergirme en la bañera ardiendo. Pensarás que es algo extraño en mí, poco dada a los impulsos.

«Rotunda», así me llamabas. Aquella noche no fui rotunda ni ordenada, seguí el impulso de un capricho orgánico. Recorrí los pasillos del supermercado lentamente, como quien mira un escaparate, abierta a todas las posibilidades que se me abrían al momento: galletas de mantequilla holandesas, patatas gourmet, vinos africanos y papel higiénico de miles de capas. Ya con mi helado en la mano me detuve en uno de los pasillos. Fue entonces cuando te vi. Estabas con tu mirada atenta a la estantería, escogiendo con cuidado algún producto enlatado. Puede que un paté de esos que recuerdan a los recreos, porque a veces te brotaba la adolescencia en ese cuerpo que a mí siempre me pareció tan grande. Me di la vuelta sin demasiada prisa porque sé que nunca puedes contemplar dos cosas a la vez.

No te veía en meses. No sabes —o quizá sí lo sepas —cuánto pensaba en ti hasta entonces. Cuántas veces había salido de casa con la esperanza de un encuentro casual. No sé qué esperaba de ese momento, no había ensayado nada ante el espejo. ¿Lo ves? Aquí también improviso. Pero lo cierto es que me aterraba no tener nada interesante que contarte.

Me hubiera encantado decirte que me había comprado una nevera nueva. No te lo conté, pero el día que nos conocimos se me estropeó y cuando esa noche abrí la puerta de mi cocina, vi la mezcla de líquidos descompuestos en el suelo y tuve que tirar toda la comida que guardaba. Yo no entendía nada, era una Balay buena. Supuse que iba a durar mucho tiempo. No me parecía muy complejo el funcionamiento de un frigorífico.

Diferencias de temperatura, me dijo el técnico. No conviene abrir y cerrar tanto la nevera. Si lo haces, acabas por estropearlo todo.

La arregló en cinco minutos. No les gusta a los técnicos que mires cómo lo hacen. Porque temen que sepas lo fácil que es todo en el fondo. Lo complicado fue tomar una decisión en pleno agosto. Me preguntaba si merecía la pena pagar doscientos euros para salvar a mi nevera. Quizá por tozudez, o por compasión, me quedé con la pobre vieja. Cuánto tienen que durar las cosas.

Desde luego, no iba a contarte esto.

Como no iba a decirte todo lo que echaba de menos de ti. Tu caos, tus besos, pasar la noche escuchando a Los Burros, o leyéndonos cuentos de Levrero en voz alta. O el sabor de tus lentejas, cocinadas con la delicadeza de aquellos que sólo guisan los domingos. Sí, tus lentejas guardaban todo el calor de nuestras sobremesas encerrados en la habitación.

No me hubiera atrevido a confesarte que también añoraba tu coche desordenado y lleno de polvo o recordarte el día de la semana que era.

Claro que tampoco te hubiera dicho las cosas que no echaba en falta. ¿Recuerdas cuando íbamos a cenar y no te gustaba la comida, pero siempre le decías al camarero que todo había sido maravilloso?

Sí, tu forma de decir «maravilloso» a todo, algo que me hacía imposible distinguir entre tu satisfacción y tus rechazos.

Igual que en la cena de mi cumpleaños. El arroz te había sentado mal. Pero dijiste «maravilloso». Porque siempre te dejabas llevar por la poesía de los nombres de los platos en el menú y luego tu estómago se decepcionaba. Arroz con esencias de lágrimas rojas de primavera.

Maravilloso, como mis piernas.

El postre era muy pesado. Princesa crujiente. Pero maravilloso como mis labios, me dijiste.

Siempre pagabas la cuenta y maravilloso. Chupito no, gracias. Muy buenas noches. No buenas noches, muy buenas noches. Porque de todas las opciones posibles siempre escogías la más larga.

Me confundías. Pero hasta esto me resultaba a veces enternecedor, como si fueras un niño que aún no supiera distinguir entre la buena educación y la honestidad. Como si llevaras en el bolsillo un poemario de instituto. Yo procuraba sentirme como esos camareros, contenta de que mis ingredientes te parecieran perfectos.

En algún lugar debe de existir un guion para situaciones como estas, los encuentros, digo. Siempre hay alguien que intenta evadirlo: el fuerte y el débil; el que quiere que el otro permanezca y el que prefiere que el saludo se acabe lo antes posible.

Me temblaban tanto las piernas que pensé que no sería capaz de saludarte, pero ya era tarde. No pudimos evitar ser civilizados haciendo cola en la caja. ¿Cuántas veces nos repetimos el «hey» y el «¿entonces todo bien? Qué bien, yo también muy bien». Hubiera intentado retenerte unos minutos más, pero no supe cómo. Hasta que decidiste romper el bucle del «hey».

—A ver cuándo nos tomamos un café para ponernos al día—.

¿Quién hablaba ahora, el honesto o el educado? Y volví a mirarte. La verdad es que no eras tan alto como recordaba. Y tu mirada ya no era embaucadora, me resultaba ahora demasiado perdida. Y todas esas latas de conserva que llevabas en la mochila… Me preguntaba qué caducidad tendrían todas esas cosas. Yo miraba como ida tu bolsa. Sí, seguro que llevabas foie gras.

Ponernos al día. Tu forma de ofrecer café era una manera de poner punto y final al encuentro a la salida del supermercado. Y entonces lo vi claro y te contesté, como si en realidad estuviera hablando por tus labios, ayudándote.

—Claro, café. Me parece maravilloso.

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