Esta mañana me he levantado temprano. Vivo con mi abuela. Me ha dado la noche, pero en ese momento roncaba tranquilamente en su cama; qué gusto da oírla. No quería despertarla, así que me he tomado un ibuprofeno antirresaca con un vaso de agua y me he lanzado a la calle. Tenía cosas que hacer.

A las diez ya estaba tomándome un colacao con unos churros en el bar de Toño. A él no le pregunté nada porque me daría la bronca y no estoy por la labor. He llamado a Manuchao. No cogía el teléfono, así que he tenido que esperarle. El cabrón ha llegado a las doce. Le he preguntado. Que estaba seco, que la cosa está jodida por no sé qué de los mejicanos. Que quizás Buey. Cuando me ha dado ese nombre le he mirado como si me hubiera pisado un pie. Que perdone, que no se acordaba de mi pelea con él. ¿Mi pelea? Casi me mata, el hijo puta. Mi cojera viene de ahí. Mal tipo. Y ya está, eso era todo lo que podía hacer por mí: nada. La mañana perdida.

Ya me iba hacia la puerta cuando vi entrar a Kevin. Le hice una seña, pero no me vio. Le pillé antes de que se enrollara con Toño y lo llevé a un rincón. Kevin estaba igual de seco que el Manu. ¿Pero qué pasa, que aquí mandan ahora los mejicanos?, le dije. Que eso es una chorrada, que la semana del orgullo gay había arrasado con todo y que en unos días estaría solucionado. Me despedí y esta vez sí salí a la calle.

Manda huevos, unos días. Ni que estuviéramos hablando de comprar un libro. La única solución que me quedaba era irme a Embajadores, pillar una cunda y acercarme a Cerro Pedroñeros o a la Cañada. Me toca los cojones tener que ir a uno de esos sitios. Una vez fui con el Mili porque le daba un poco de canguelo ir solo. Buen tío el Mili, me cae muy bien, pero lleva una vida equivocada. Le acompañé, y desde entonces no he vuelto… Pero, joder, estoy gilipollas. ¡El Mili! ¡El Mili podía ser la solución!

Fue al coger el móvil para llamarle cuando me acordé de que el cabrón no tiene. ¿Será posible, sin móvil en el siglo XXI? Y todo porque un día leyó en un periódico que encontró en un asiento del bus una historia que mezclaba espías, policías, tecnología y gobiernos en la sombra para llegar a la conclusión de que llevar un móvil era como llevar una cámara de vídeo con micro enfocándote a la cara. Otra de sus paranoias, como cuando me dijo que no estaba en feisbuk.

—Yo no estoy en feisbuk porque no quiero que la CIA sepa todo lo que hago —me dijo.

—¿La CIA? ¿Crees que la CIA está interesada en ti?

—Nunca se sabe.

Ese es el Mili. Pero, a pesar de su paranoia, o quizás por su paranoia, controla. Si hay forma de conseguir algo sin tener que ir al Cerro o a la Cañada, el Mili se la sabe. Entré en el metro y cogí la 10 hasta Móstoles. No había rastro de él. Que si tenía que hacer no sé qué, me dijo Charly, que fuera al Rey de Móstoles a ver, o quizás en donde su hermano… Hacia allá me fui y allí lo encontré, gorroneando una birra. Y es que su hermano es un santo. Comimos los tres unas alubias que había dejado hechas la parienta —otra santa; estaban cojonudas— y cuando terminamos nos fuimos Mili y yo a dar una vuelta. Lo único que le saqué en limpio es que el Piqui quizás tuviera. Pero el Piqui no es un díler, tendría que pedirle el favor.

Cuando llegué a casa de Piqui ya había anochecido. La puerta estaba abierta. Pasé adentro sin cerrarla por si esperaban a alguien. Allí estaban todos: Piqui, Juancho, Ericlapton, Leandro el Pollas y Viviana, y un tipo que no pude ver bien debido a la nube de marihuana que parecía haberse posado sobre su cabeza. No estaban para nada, iba a tener que esperar. Me fui a la cocina a coger una birra. Habría necesitado un bulldozer para llegar hasta la nevera, así que decidí bajar al chino de la esquina a pillar unas cuantas maus bien frías. Siempre compro de las verdes, pero había cobrado una chapuza y me agencié unas rojas especiales y, ya puestos, una botella de ginebra de las que no tienen tapón irrellenable; odio los tapones irrellenables. Yo soy más de la priva, de vez en cuando farlopa o espid para aguantar; no me va quedarme tirado en un sofá a verlas venir. Pero todos somos criaturas de Dios, no soy quién para ponerme a arreglar su estropicio.

Subí de nuevo al piso. Dejé las birras en una esquina libre de la mesa y me senté en una mecedora que Juancho había mangado a su padre. La verdad es que no sé para qué porque con lo colocado que suele ir no le conviene mecerse mucho a no ser que quiera echar la pota. Abrí una lata y al oír el ruido resucitaron y se lanzaron a coger la suya. Tras el primer buche de cerveza me metí un buen trago de ginebra. Todos me imitaron.

—¿Cómo has entrado? ¿Quién te abrió la puerta?

—Estaba abierta.

—Ciérrala, joder, no me gusta tener la puerta abierta, puede entrar alguien.

Era Piqui. Piqui manda mucho y los demás le dejamos hacer porque es colega y porque siempre lleva algo encima. Y porque tiene una casa para él solo, el cabrón. Sus padres son de Valladolid y deben de tener pasta por un tubo porque al tío no le falta de nada. Deben de ser unos perfectos gilipollas porque si no no se entiende que envíen pasta a un hijo que no da un palo al agua y que se la gasta en putas y en veneno. Allá ellos, cuando se descubra el pastel no van a dar crédito.

—Oye, Piqui —le dije—, ¿tienes algo de jaco o de morfina? La necesito. Te la pago, claro.

—¿Pero quién te has creído que soy yo, un puto camello? Si quieres darte un homenaje, toma de esta papelina. Pero yo no vendo, joder, no he caído tan bajo…

—No quiero faltarte al respeto, Piqui, pero es que la necesito para un tema, ya sabes que yo no le doy a esa droga.

Piqui se me quedó mirando como si yo llevara traje y corbata y el pelo engominado.

—¿Habéis oído, esa droga? Oye, Viví, vete al cuarto que ahora voy yo, a ver si esta vez se me pone dura. Y tú, Álex, no me vengas con mierdas, o te la tomas aquí o te largas, siempre con ese aire de obispo. La droga. Hay que ser bobo.

—Oye, Piqui, que yo no te he faltado. Y no voy a pedírtela más, si vale vale y si no me las piro.

Piqui me hizo un gesto con la mano.

—Bueno, Álex, no te me mosquees. Estás entre amigos, joder. Mira, te voy a dar medio gramo por el detalle de las birras y la ginebra, pero antes tienes que hacerme un favor.

—Gracias, Piqui. ¿Qué clase de favor?

—Te vienes al dormitorio, te sientas enfrente de la cama y miras cómo follamos la Viví y yo. Pero no intentes nada con la Viví, y no digo conmigo, no me va ese rollo. Te puedes hacer una paja sin problemas, tampoco soy un sádico. Pero no manches la alfombra, me la limpiaron la semana pasada.

La Viví está buenísima, me la he follado alguna vez y en la cama es la hostia, pero aun así me daba no sé qué. Pero Piqui hablaba en serio, era lo tomas o lo dejas, y lo tomé. Nos fuimos los dos al dormitorio donde ya estaba la Viví en pelotas encima de la cama. Puso cara de sorpresa, pero en cuanto Piqui le aclaró de qué iba la cosa se olvidó de mí. Intenté no hacer nada, solo mirar, pero al final la Viví se puso en plan ametralladora y yo me puse a meneármela a lo bestia. Nos corrimos los tres a la vez; bueno, los cuatro porque Leandro el Pollas se había apuntado a la fiesta desde el pasillo.

Salí del dormitorio y me senté otra vez en la mecedora. Ya no quedaban birras y la botella de ginebra estaba en las últimas, pero yo había conseguido mi objetivo. Al rato salió Piqui y me dio el medio gramo.

—Que te aproveche, Álex.

—Gracias, Piqui. Nos vemos.

Ahora estoy de vuelta en casa. Entre la artritis y la cadera operada por la pública mi abuela está realmente jodida, la pobre. Le acabo de meter una dosis y se la ve en la gloria ahí, en su sillón, delante de la tele. Hay material para un par de semanas y mientras tanto quizás consiga que le receten esos parches que los cabrones solo dan cuando la cosa está ya muy chunga. Capullos de mierda.

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Crítica del jurado

I. Estamos ante un gran retrato de una forma de vida, o de una forma de subsistencia. Ir de colega en colega, de bar en bar, de borrachera en orgía, buscando siempre ese gramo de jaco o de morfina que tan difícil resulta encontrar en algunas épocas, justo cuando alguien lo necesita de verdad. Ni que estuviéramos hablando de comprar un libro.

Aquí todos se conocen, aunque no todos tienen nombre: Allí estaban todos: Piqui, Juancho, Ericlapton, Leandro el Pollas y Viviana, y un tipo que no pude ver bien debido a la nube de marihuana que parecía haberse posado sobre su cabeza.

Son individuos que viven esclavizados a sus vicios, a sus substancias, pero por otra parte están libres de prejuicios, gente que se respeta tal y como son, sin moralismos: al final la Viví se puso en plan ametralladora y yo me puse a meneármela a lo bestia. Nos corrimos los tres a la vez; bueno, los cuatro porque Leandro el Pollas se había apuntado a la fiesta desde el pasillo. Personas un tanto paranoicas porque saben de qué va la cosa, que temen a una vigilancia de la CIA, sin ni siquiera imaginarse lo insignificantes que son para el sistema.

Solo eché de menos en el relato que hubiera una evolución en la forma de narrar, ya que en todo momento el narrador mantiene el mismo tono. Las cantidades de alcohol y porros que va acumulando bien podrían modificar su lenguaje, su punto de vista o su percepción de la realidad. El relato sería más potente si el viaje en busca de la droga también fuera un viaje al encuentro de su sombra.

Pero el final que nos propone el autor es una redención en toda línea, no hay egoísmo en Alex, ni siquiera está poseído por la adición. Al final resulta que es un buen chico que ayuda a su abuela a sobrellevar los dolores de su enfermedad. Algo que no hace por ella la Seguridad Social.

En definitiva, un segundo puesto bien merecido.

II. La verdad es que me han sorprendido bastante la calidad de los comentarios a los cuentos, por eso, mis palabras casi van a repetir las cosas que unos y otros habéis ido poniendo tras la lectura.

El cuento Morfina tiene muchos aciertos, en mi opinión. Y uno de ellos es quizá la sorpresa final, que el autor ha sabido ir preparando, desde la aparición de esa abuela al comienzo del cuento, situación bastante natural en tantas familias rotas, en las que los abuelos han de ejercer de padres, y los nietos, de hijos. A lo largo del texto vamos siguiendo el rastro de esa búsqueda, cuyo objetivo pronto descubrimos. Dos expresiones: “me tomé un ibuprofeno anti resaca” y “Qué gusto da oírla” se reparten el peso de ese objetivo.

Quizá el mundo sórdido que el narrador nos muestra nos hace pensar que es él mismo el beneficiario de lo que busca pillar. Y ahí la sorpresa.

Me gusta bastante cómo el autor se acerca a esos personajes, casi estereotipos del mundo marginal. Me gusta porque lo hace sin miedo y ese gesto de valentía tiene su recompensa.

Pero no quito la razón a algún comentario que señala que se ve al autor tras esa voz. Es complicado hablar desde dentro de un mundo que no hemos habitado. Leyendo los cuentos de Dennis Johnson, Hijo de Jesús, podemos ver lo que es transmitir desde dentro. Esa verdad, esa autoridad del narrador, es lo que en algún momento me ha faltado un poco. Pero de todos modos el cuento está muy bien. Felicidades.

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