La noche en Rávena olía a agua detenida y a incienso viejo. El Palacio de Teodorico, iluminado por antorchas indecisas, parecía un sueño mal conservado.
En el centro del salón, sobre mármoles que reflejaban la luna como si quisieran devolverla al cielo, cinco figuras se materializaron como un mal chiste de la eternidad.
El primero en hablar fue Nerón, porque la eternidad —decía él— debía comenzar con espectáculo.
—¡Ah, Roma! —gritó, levantando los brazos—. ¿Dónde están mis aplausos? ¿Dónde mi lira? ¿Dónde el fuego purificador?
Marco Aurelio, sentado con calma, respondió sin levantar la mirada:
—Donde dejaste tu razón, probablemente.
Platón, observando la escena con esa sonrisa entre pedagógica y compasiva, intervino:
—Amigos, el tiempo nos ha reunido no para repetir nuestras glorias, sino para examinar nuestras sombras.
—¿Sombras? —rió Cómodo, afilando un cuchillo que había tomado de una mesa—. ¡Por fin algo práctico!
Adriano, el más sereno, observaba a todos con una mezcla de melancolía y fastidio. Su túnica estaba impecable, su barba cuidadosamente trazada, y su voz sonaba como un mármol hablando:
—Platón, si vas a iniciar otro de tus diálogos sobre el alma inmortal, te advierto que yo ya he tenido suficiente de eternidad. Y de metáforas.
Platón asintió con suavidad.
—No hablaré de eternidad, sino de vacío.
Nerón rió, teatral:
—¡El vacío! ¡El mejor escenario para un emperador incomprendido!
Marco Aurelio suspiró.
—El vacío es lo único que no necesita gobierno.
Cómodo: —Entonces no sirve para nada.
Adriano: —Exacto, hijo. Como casi todo lo que gobernamos.
Platón los miró uno a uno.
—Os propongo algo —dijo—: que cada uno explique qué aprendió del poder.
Nerón: —Aprendí que la belleza muere si no la incendias a tiempo.
Marco Aurelio: —Aprendí que el poder sin virtud es solo ruido.
Cómodo: —Aprendí que el poder es divertido hasta que deja de serlo.
Adriano: —Aprendí que hasta el mármol se cansa de ser tocado.
Platón: —Y yo, que el poder nunca es sobre los otros, sino sobre uno mismo.
Hubo un silencio denso. Afuera, el Adriático golpeaba las piedras con un sonido cansado. Nerón, aburrido, comenzó a tocar una cuerda imaginaria.
—Querido Platón —dijo—, tú hablas del alma como si fuera un ciudadano que aún paga impuestos. ¿No ves que el alma ya no se usa?
—El alma —respondió Platón— no necesita estar de moda.
Cómodo bufó.
—El alma es para los que tienen tiempo de pensar. Yo tenía gladiadores que me mantenían distraído.
Marco Aurelio lo miró con ternura, casi paternal.
—Y sin embargo, en tus ratos de descanso, ¿no pensabas en el fin de todo eso?
—No —contestó Cómodo—. Pensaba en tigres.
Nerón alzó una ceja.
—Admiro tu sinceridad, pequeño bruto. Yo también pensaba en fuego.
Adriano: —Y yo en Antínoo.
Platón sonrió apenas.
—Cada uno ama lo que teme perder.
Marco Aurelio: —Y pierde lo que ama por aferrarse demasiado.
Nerón, dando un golpe teatral con el pie:
—¡Oh, qué aburridos son los filósofos cuando no hay un coro que los acompañe!
Adriano: —El coro está muerto, Nerón. Como nosotros.
—No, Adriano —corrigió Platón con suavidad—. La muerte solo calla a quienes nunca supieron hablar con el alma.
Cómodo se levantó.
—¿Y tú qué sabes de alma, viejo griego? Jamás tuviste que administrar una legión, ni mandar a ejecutar a un senador que se burló de ti.
—El alma —dijo Platón— es la única legión que nadie controla.
Marco Aurelio cerró los ojos, murmurando como quien medita en su propio epitafio:
—Gobernarse a sí mismo es más difícil que gobernar Roma.
Nerón, riendo:
—¡Por eso preferí incendiarla! ¡Mucho más simple!
Adriano se sirvió vino.
—Yo intenté reconstruirla. Y aún así, el tiempo la redujo a polvo. Todo lo que edificamos es ruina antes de empezar.
Platón: —No el alma.
Nerón: —Otra vez con el alma… Platón, ¿alguna vez te emborrachaste?
Platón: —El vino embriaga el cuerpo. La idea embriaga al espíritu.
Nerón: —Pues brindaré por tus ideas. Si sobrevivo a ellas, quizás me ilumine.
Cómodo: —O te aburras hasta la inmortalidad.
El fuego chispeó. Las sombras de los cinco se alargaban en el mármol como si quisieran escapar de sus dueños.
Marco Aurelio observó las brasas.
—¿No os parece curioso que el fuego, que destruye, también sea lo único que da calor?
Adriano: —Como el amor.
Nerón: —O el poder.
Platón: —O el pensamiento.
Cómodo: —O el cuchillo.
El filósofo lo miró con calma.
—Tú, Cómodo, ves la vida como un combate perpetuo. Pero dime: ¿quién gana cuando uno se mata a sí mismo todos los días?
Cómodo se encogió de hombros.
—El público, quizá.
Nerón aplaudió.
—¡Brillante! ¡Te lo juro, me caes bien! ¡Tú y yo habríamos hecho una tragedia inolvidable!
Marco Aurelio: —Vosotros sois la tragedia.
Adriano, casi en un susurro:
—Y nosotros, su público.
Platón se levantó. Caminó hasta la ventana, donde la luna bañaba los mosaicos de oro y azul.
—Mirad eso —dijo—. En los mosaicos, las figuras no envejecen. Son eternas, sí, pero también están condenadas a no moverse jamás.
Adriano: —Una metáfora perfecta de nuestros imperios.
Nerón: —O de nuestras biografías.
Marco Aurelio: —O de nuestros remordimientos.
Cómodo: —O de tus diálogos, viejo filósofo.
Platón sonrió sin ofenderse.
—Quizá, Cómodo. Pero incluso la piedra guarda su pensamiento si alguien la contempla.
Entonces Nerón propuso un juego.
—Hablemos del sentido de la vida. Pero sin filosofía. Como hombres cansados, como muertos que aún no se resignan.
Marco Aurelio: —El sentido de la vida es aceptar su falta de sentido.
Adriano: —El sentido de la vida es construir belleza antes de que el polvo te reclame.
Cómodo: —El sentido de la vida es sobrevivir al aburrimiento.
Nerón: —El sentido de la vida es dejar espectáculo suficiente para que no te olviden.
Platón: —El sentido de la vida es buscar el bien, aunque nadie te aplauda.
Nerón: —Qué triste, Platón. Tu bien no vende entradas.
Adriano: —Pero quizá compre paz.
Marco Aurelio: —Y eso, Nerón, es más raro que el oro.
Nerón bebió del vino, hizo una mueca exagerada.
—¡Bah! Prefiero el fuego. El fuego no filosofa.
Platón: —El fuego no necesita hacerlo: es la idea visible del cambio.
Cómodo: —Tú y tus ideas. ¿Acaso una idea puede detener una espada?
—Sí —dijo Platón—. La de no usarla.
El silencio se volvió espeso. Incluso el mar parecía contener la respiración.
Marco Aurelio se levantó, tomó una antorcha y la sostuvo frente a todos.
—Mirad esta llama —dijo—. Vive en equilibrio perfecto entre materia y aire. Si uno de los dos falta, muere. Así también el alma necesita virtud y propósito. Si pierde alguno, se apaga.
Nerón: —Y sin embargo, arde mejor cuando se le da combustible.
Adriano: —Hasta que se consume.
Cómodo: —Por eso nunca me gustaron las metáforas. Siempre terminan muertas.
Platón, casi divertido:
—Y tú, Cómodo, siempre tan literal. Quizá la eternidad te quede grande.
Cómodo lo miró con una sonrisa peligrosa.
—La eternidad, viejo, es solo un combate sin sangre.
Nerón: —Pues entonces, ¡brindemos por ella!
Levantaron las copas. El vino tenía un sabor metálico, como si hubiera sido extraído de alguna estatua antigua.
Adriano habló entonces, con voz baja:
—¿Sabéis qué me obsesiona? Que nuestros nombres sigan vivos, pero nuestras vidas estén petrificadas. Nadie recuerda nuestros miedos. Solo nuestros bustos.
Marco Aurelio: —Quizá sea justo. Los hombres aman el mármol porque no envejece.
Platón: —Pero el mármol no piensa.
Nerón: —Ni se queja. Una ventaja considerable.
Cómodo: —Yo preferiría que mi estatua hablara. Diría: “No fui tan malo como dijeron”.
Adriano: —Y mentiría.
Todos rieron, incluso Platón, que rara vez concedía humor.
Marco Aurelio, aún riendo, añadió:
—Quizá eso sea lo más divino que nos queda: la risa. La risa frente al absurdo.
Nerón: —Entonces somos dioses de comedia.
Platón: —No, Nerón. Solo hombres que por fin entienden su tragedia.
El fuego menguó. El vino se acabó. Afuera, Rávena seguía envuelta en silencio, como si también escuchara el diálogo de los muertos.
Adriano miró a Platón.
—Dime la verdad. ¿Crees que hay algo después de esto?
—Depende —respondió el filósofo—. ¿De qué parte del alma hayas alimentado en vida?
Nerón: —La mía se alimentaba de aplausos.
Marco Aurelio: —La mía, de reflexión.
Cómodo: —La mía, de carne.
Adriano: —La mía, de amor.
Platón: —Entonces cada uno sigue vivo donde puso su fe. Tú, Nerón, en los teatros; tú, Marco, en los libros; tú, Cómodo, en los mitos; tú, Adriano, en los corazones que aún aman sin esperanza.
Nerón, con un brillo de falsa modestia:
—¿Y tú, Platón?
—Yo… en las preguntas que aún no tienen respuesta.
El silencio se volvió respetuoso.
Marco Aurelio se levantó.
—Entonces que esta noche quede como testimonio: incluso los emperadores deben aprender a callar ante un filósofo.
Nerón: —¡Bah! Si nos callamos, nadie recordará que alguna vez tuvimos razón.
Adriano: —Tal vez no la tuvimos.
Cómodo: —Tal vez da igual.
Platón: —Y tal vez, justamente ahí, empiece la sabiduría.
El fuego se extinguió. Las sombras se disolvieron lentamente, devueltas a la oscuridad del tiempo. Solo Platón permaneció un instante más, mirando los mosaicos.
—El alma —susurró— es el único imperio que no cae.
Y desapareció también, dejando a Rávena envuelta en una noche donde hasta los muertos parecían pensar.
El año sin primavera
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