Sara entró en clase cabizbaja, quería pasar desapercibida. Se sentó en su silla sin apenas saludar; de todas formas, no le estaban prestando atención. Con un temblor en la mano abrió el libro por la página 66. Se atrevió a mirar de reojo a sus alumnos. Abrió el termo con café, aderezado con unas gotas de red bull, que esperaba le diera energía. Esa noche sólo había dormido tres horas. Recordaba el sueño terrible que había tenido. Apuró un trago de su bebida queriendo ahogar su pesadilla. Habían pasado diez minutos de clase cuando Sara comenzó a explicar la diferencia entre countables and uncountables nouns. ¿No le podría haber tocado otro tema más fácil?

Los trece añeros se habían acostumbrado a sus lapsus. Iker, que había estudiado en un colegio inglés, se había erigido en profesor y aclaraba a quien quisiera escucharle, todo lo que Sara no era capaz de explicar.

Se dejó caer en su asiento, tras pedirles que vieran un video y que realizaran una tarea. Y respiro con alivio. Miro por la ventana. Se acercaba una tormenta de arena. No las soportaba. Ya era la segunda en tres meses. Se apresuro a cerrar una ventana semiabierta.

– Hace calor, profe.

Sara desoyó las palabras de uno de sus alumnos. No recordaba su nombre. Cuando se dio la vuelta para mirarle, ya era demasiado tarde. Su pesadilla se estaba haciendo realidad.

«¿Por qué desobedecí a mi madre? Se preguntaba siempre Sara.»

Su madre siempre le decía que no recogiera nada de la calle, pero ella nunca le obedecía. Era una tarde lluviosa todo el mundo se apresuraba a guarecerse, pero a ella le encanta la lluvia así que sin prisas recorría los metros que le separaban de la estación a su piso. Después de las clases en el instituto se había ido con Angélica, su compañera, a comer y de tiendas. Sonreía, recordando todo lo que habían reído, cuando sus zapatillas tropezaron con algo que no distinguía a luz de la farola; se agachó, lo observó con detenimiento: era un objeto pequeño, color azabache y con muchos surcos. La voz grabada de su madre sonó en algún pliegue de su cerebro: no lo cojas.

Al tacto era suave, como mármol. Después de contemplarlo varias veces esa noche, lo colocó en una vitrina, donde guardaba sus mejores recuerdos (una figurita de tortuga, un trébol de buena suerte, un osito de peluche, un payaso, unos pétalos de rosa marchitos, unas libras de Inglaterra). Se acostó.

En mitad de la noche escuchó un silbido, se levantó e inspeccionó el piso de treinta metros cuadrados. No vio nada fuera de lo normal. El sueño la venció, pero cuando se despertó, el silbido seguía allí.

Fue muy cansada a trabajar. Pero el día transcurrió tranquilo con sus alumnos. Su vocación era la enseñanza y no se imaginaba otra vida mejor.

Escuchó la alarma para ir al gimnasio. Se sorprendió de haberse quedado dormida por la tarde. Nunca hacía siesta. Su mirada se topó con el objeto, que había encontrado la tarde anterior. Volvió a inspeccionarlo. Recordó que tenía que seguir corrigiendo exámenes o ir a correr, pero la pereza la embargó.

Esa noche se reprodujo la misma escena y en las sucesivas noches. Una tarde se percató que sus recuerdos en la vitrina estaban arrinconados. El objeto que había recogido hacía…¿cuántas semanas?, se preguntó, parecía haber crecido.

Rendida, no podía pensar con claridad, se fue a la cama. De nuevo ese siseo que ya habitaba dentro de sus tímpanos. Esta vez se dirigió al diminuto salón y con pavor encendió la luz, se acercó a la vitrina el objeto negro presidía y los demás estaban apilados contra la pared de cristal. Juraría que esa tarde los había colocado bien. Desde esa noche todo cambió empezó a dormir con la luz encendida y comenzaron sus pesadillas.

La vida de Sara había seguido unas rutinas inamovibles: trabajo, almuerzo, gimnasio, trabajo en casa y salir algunas noches con sus amigas y los fines de semana.

Alba se presentó la tarde de un sábado sin avisar y encontró a Sara con semblante pálido.

– Estaba preocupada. No contestas a los mensajes. ¿Qué te pasa? Tienes muy mal aspecto, ¿has ido al médico?

– No. No te preocupes. Es sólo insomnio. Será por el estrés.

– Voy a comprarle un regalo a Sofía por su cumple, ¿te vienes?

– No, no tengo ganas. Te doy dinero y lo compras tú.

– No, venga. Anímate. Tienes que salir a que te el aire. 

– ¡Que no!, gritó y empujó a su amiga con violencia.

La mirada de estupor de Alba al salir del piso, la salvó y decidió acabar con sus pesadillas.

Se acercó a la ventana, sintió el aire helado en su rostro; dejó caer el objeto que quemaba en sus manos.

Con rapidez colocó en su sitio y acarició todos sus recuerdos, cerró la vitrina.

Durmió con placer hasta que una pesadilla la despertó. Alba había tenido un accidente. Salió a la calle en mitad de la noche. Allí estaba otra vez en el suelo el objeto que ejercía un poder sobre su voluntad. Lo colocó en la vitrina.

Por fortuna, Alba sobrevivió a su accidente de tráfico.

En la biblioteca de la ciudad, que Sara frecuentaba algunas tardes, reptaban serpientes entre lectores y estudiantes. Empezaron a sucederse algunos incidentes: aliens que aparecían en el cine, durante la proyección de una comedia romántica. Los pocos cinéfilos abandonaban las salas, despavoridos. Pero sólo eran fenómenos que ocurrían en un breve espacio de tiempo. Así que eran considerados alucinaciones y dado que la mitad de la población tomaba alguna droga para la ansiedad u otras emociones insufribles, no era nada insólito.

«¿Por qué desobedecí a mi madre? Se preguntaba siempre Sara.»

Allí estaba su pesadilla. En medio de la clase entre How many y How much, irrumpió un dragón aterrorizando a todos los alumnos, que salieron a empujones de la clase. Sara se tiró al suelo, el dragón la sobrevoló; ella sabía que era una pesadilla y no le haría nada.

El señor Torre, el director, entró en la clase a ver qué pasaba. Las llamas abrasaron su cuerpo que se tambaleó por el estrecho pasillo, quemando todo lo que encontraba en su camino. Mientras tanto Sara se quedó dormida y el dragón desapareció.

En casa de Sara, en su vitrina, el objeto estaba solo.

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