La nieve en Praga no caía: se suicidaba. Caía con desgano, como si también ella hubiera perdido la fe en el invierno. En una esquina de Malá Strana, frente a una estatua que siempre le había parecido sospechosamente optimista, Alberto Gallo encendió un cigarrillo con la lentitud de quien firma su renuncia a la esperanza. Tenía sesenta años, una bufanda ridículamente cara, una cuenta bancaria insultantemente abundante, y un alma en bancarrota.
“Has ganado, Alberto. Eres el ejemplo perfecto de lo que nadie debería querer ser”, se dijo mientras exhalaba el humo.
Su voz interior —a la que llamaba “La Sombra”, porque sonaba como él, pero con la ironía multiplicada por diez— respondió sin demora:
—Sí, pero míralo por el lado positivo: si existiera un premio a la inutilidad elegante, lo tendrías asegurado.
—Qué consuelo más estúpido.
—Oh, no lo subestimes. La estupidez es el único consuelo que no decepciona.
Alberto giró sobre sus talones. Frente a él, el escaparate de una pastelería mostraba tartas perfectas, ordenadas con la simetría de una vida que él jamás tuvo. Adentro, una pareja reía mientras compartía una porción de strudel. Aquello lo irritó profundamente.
—¿Por qué se ríen? —murmuró.
—Porque todavía no tienen un testamento redactado —replicó La Sombra.
Caminó por la calle empedrada, los zapatos de cuero resbalando apenas sobre el hielo. Praga, pensó, era una ciudad diseñada para el arrepentimiento: iglesias, estatuas que lo miraban con desaprobación, puentes que invitaban a arrojarse y escapar del turismo simultáneamente.
Llegó al Puente de Carlos. Se detuvo frente a la barandilla y apoyó los codos. Miró el Moldava, que avanzaba con esa calma de río que ya ha visto demasiados cadáveres metafóricos.
—¿Y si saltara? —preguntó con la naturalidad de quien se pregunta si debería pedir postre.
—Por fin algo interesante —aplaudió La Sombra—. Pero antes de hacerlo, asegúrate de avisar al banco. No vaya a ser que te sobreviva el dinero.
Alberto suspiró. Era lo peor del invierno: te congelaba incluso los pensamientos.
—Todo esto… —dijo, mirando el horizonte con gesto dramático— todo esto me parece inútil.
—Entonces encajas perfectamente —respondió su voz interior—. La inutilidad es el nuevo sentido de la existencia.
Decidió caminar hacia el Café Slavia, ese viejo refugio de artistas y funcionarios desencantados. Entró y se sentó junto a la ventana. El mozo lo reconoció y le trajo su habitual sin preguntar: espresso doble, vaso de agua, sonrisa profesional.
—Gracias, Jan —dijo Alberto.
—¿Todo bien, señor Gallo?
—Lo de siempre: demasiado éxito para disfrutarlo y demasiado tiempo para lamentarlo.
Jan sonrió con la resignación de quien ya ha escuchado todas las tragedias humanas resumidas en frases ingeniosas.
La Sombra volvió a hablar.
—¿Te das cuenta de que el mozo te tiene más lástima que tus ex esposas juntas?
—Mis ex esposas me tenían lástima mientras aún me amaban.
—No, te tenían cariño mientras aún te servías para algo.
Alberto bebió un sorbo del café.
—No sé por qué hablo contigo —dijo entre dientes.
—Porque nadie más te soporta.
Se miró en el reflejo del cristal. Su rostro seguía siendo el de un hombre que podía inspirar respeto en una junta directiva y bostezos en una conversación. El tipo de hombre que había logrado todo lo que se proponía… sin proponerse nunca vivir.
—¿Recuerdas cuando creías que el dinero te haría libre? —preguntó La Sombra.
—Sí.
—Bueno, al menos no te mintieron: eres libre para aburrirte donde quieras.
Afuera, una mujer sin techo pasó envuelta en una manta de colores, empujando un carrito de supermercado lleno de cosas inútiles. Alberto la observó con cierta envidia. Al menos ella tenía una excusa visible para su desamparo.
—Quizá debería regalarle mi abrigo —dijo.
—Hazlo. Pero cuidado: si se lo pones tú mismo, tal vez te robe la cartera. Y con ella, tu última ilusión de decencia.
Rió, casi sin querer. Hacía meses que no reía de verdad. La ironía era lo único que aún podía sacarlo de su letargo.
—¿Sabes? —dijo mientras encendía otro cigarrillo—. Tal vez debería reinventarme.
—Oh, excelente idea. ¿Como qué? ¿Gurú espiritual? ¿Influencer del nihilismo? ¿Consultor de fracasos existenciales?
—Podría escribir un libro.
—Por supuesto. “Cómo tenerlo todo y aún así querer morir”. Un éxito asegurado.
La carcajada le salió sincera esta vez. El mozo lo miró sorprendido. Nadie se reía así en ese café desde hacía años.
—¿Qué te pasa, Alberto? —preguntó La Sombra.
—Creo que… estoy empezando a disfrutar de mi miseria.
—Ah, el primer síntoma de la cordura.
El reloj del café marcaba las tres de la tarde. A esa hora, la luz de invierno se volvía casi azul. Afuera, la nieve persistía, indiferente a las crisis humanas. Alberto observó su taza vacía, y en ella creyó ver un pequeño abismo doméstico.
Recordó su juventud, cuando dormía en un colchón prestado y soñaba con tener un auto. Luego quiso una oficina, una casa, una esposa, luego otra, luego otra. Cada logro venía con su propia factura existencial. Y ahora, que lo tenía todo, no quedaba más que pagar intereses sobre la nada.
—¿Y si desapareciera? —preguntó.
—¿Otra vez? —ironizó La Sombra—. Ya lo hiciste, solo que tu cuerpo aún no se ha enterado.
Se levantó, dejó dinero en la mesa y salió a la calle. Caminó sin rumbo. Las luces empezaban a encenderse, amarillas y frías, sobre los tejados nevados. Un grupo de turistas se sacaba fotos frente al Teatro Nacional. Los escuchó reír en varios idiomas y se preguntó si la felicidad era un dialecto que él había olvidado.
“Podría mudarme”, pensó. “A Lisboa. O Buenos Aires. Una ciudad con sol”.
—Y te aburrirías con más luz —replicó La Sombra—. No es el clima, es tu alma la que está nublada.
En un impulso, entró a una tienda de música antigua. El dueño, un anciano con gafas redondas, lo saludó con un leve movimiento de cabeza. Entre los discos y partituras, Alberto sintió algo parecido a nostalgia.
—Busco algo que me recuerde que estoy vivo —dijo.
—Le puedo vender un disco de Bach —contestó el anciano—, pero la vitalidad no viene incluida.
Pagó sin discutir. Caminó un rato más hasta llegar al Cementerio de Vyšehrad. Le fascinaban los cementerios: eran los únicos lugares donde la gente no fingía tener prisa. Las tumbas estaban cubiertas de nieve, y sobre una de ellas, alguien había dejado una botella de vino abierta.
—Bonito gesto —dijo Alberto.
—Tal vez el muerto bebía mejor que tú —comentó La Sombra.
Se sentó en un banco. El silencio era total. Se sintió, por primera vez en mucho tiempo, en paz. Tal vez porque, rodeado de muertos, no se sentía tan diferente.
—¿Sabes qué me molesta? —preguntó.
—¿Solo una cosa?
—Que la gente crea que tener éxito es ganar.
—Cuando en realidad es dejar de jugar.
Un cuervo se posó en la cruz de una tumba cercana. Lo miró con descaro, ladeando la cabeza. Alberto levantó su cigarrillo a modo de brindis.
—A tu salud, amigo negro.
—Por fin uno de tu especie que te entiende —dijo La Sombra.
Se quedaron así un rato, hombre y cuervo, compartiendo un silencio cargado de complicidad y humo. Luego Alberto se levantó y comenzó a caminar hacia la salida.
—No está tan mal, ¿sabes? —dijo.
—¿Qué cosa?
—El vacío. Es… coherente.
—Claro. Es la única cosa en tu vida que no pretende ser otra.
Al llegar a su edificio, se detuvo frente a la puerta. En el buzón había una carta. La abrió: una invitación al aniversario de su empresa. “Cena de gala. Discurso de agradecimiento de nuestro fundador.”
—Perfecto —dijo—, un homenaje a mi propia inutilidad.
—Podrías enviar un discurso póstumo —sugirió La Sombra.
—O aparecer en bata.
—Sería tu primer acto honesto en décadas.
Subió las escaleras riendo. En su apartamento, encendió las luces, puso el disco de Bach y sirvió vino. La música llenó el aire con una solemnidad que le resultaba divertida.
—Eres ridículo —le dijo La Sombra.
—Sí, pero ahora lo disfruto.
—Entonces felicidades: acabas de alcanzar el sentido de la vida.
Brindó consigo mismo frente al espejo. Por primera vez, su reflejo le devolvió una mueca que se parecía a una sonrisa.
—A mí —dijo—, por haber sobrevivido a mí mismo.
—Y por seguir sin saber para qué —añadió la voz.
El teléfono sonó. Era el banco, recordándole una reunión para el día siguiente. Lo apagó. Se recostó en el sofá y observó cómo la nieve seguía cayendo sobre Praga. Afuera, todo era blanco; adentro, una música perfecta lo acompañaba en su derrota gloriosa.
Y entonces, justo antes de dormirse, pensó algo que lo hizo reír a carcajadas:
—Si mañana no me despierto, que alguien al menos me cobre intereses por los sueños.
—Hecho —dijo La Sombra—. Pero te advierto: el alma también genera deuda.
Y mientras Bach seguía sonando, Alberto Gallo se durmió por primera vez sin miedo.
Consciente, al fin, de que no había nada más liberador que reírse de uno mismo justo antes del fin.
El año sin primavera
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