El mármol que susurra

El mármol que susurra

Hilda Braque

03/11/2025

Roma no duerme. Nunca lo hizo.

Hay noches en que las piedras parecen respirar, y uno puede oír —si presta el oído lo suficiente— cómo murmuran los nombres de los muertos.
Yo los oí por primera vez cuando el mármol del Palazzo Venezia comenzó a agrietarse.

Mi nombre es Aurelio di Montese, restaurador de esculturas y, en otros tiempos, creyente en la razón. Ahora sé que la razón no es más que una linterna frágil frente al abismo que acecha en los muros de esta ciudad.

Todo comenzó una tarde de junio. El sol caía con un brillo de oro viejo sobre las ruinas del Foro, y el aire olía a piedra caliente y a miedo. Me habían llamado desde el Ministerio de Cultura —una voz engolada, marcial, sin espacio para preguntas— para inspeccionar una estatua recién hallada bajo la Piazza Venezia, durante unas excavaciones “de interés nacional”.

La voz había insistido:
—Usted debe trabajar solo, signore. Nadie más debe ver lo que hay ahí abajo.

Acepté, como todos aceptábamos entonces: por inercia o por miedo.
Cuando llegué, la excavación estaba desierta. El aire olía a cal húmeda. En el centro del pozo, una figura envuelta en lonas yacía bajo una lámpara débil.

Al retirar las telas, sentí que el tiempo se detenía.
Era un busto colosal de mármol negro, de un rostro masculino sin nombre. La expresión, sin embargo, era de una serenidad imposible. Los ojos, vacíos, parecían mirar algo más allá del mundo.

En la base, una inscripción apenas visible:
“Ego sum vox sub terra.”
Yo soy la voz bajo la tierra.

No sé qué me impulsó a tocarla. Quizá fue la textura del mármol, tibia como piel viva. O quizá fue esa sensación absurda de que el rostro me observaba.

Esa noche soñé con una Roma sumergida bajo agua espesa. Columnas inclinadas, templos invertidos, y un ejército de sombras marchando sin pies sobre el fondo del Tíber. En el cielo, flotaba el mismo rostro del busto, repitiendo con un eco húmedo:
“Obedece al silencio.”

Al día siguiente, cuando regresé, el busto había sido trasladado.
Un guardia con uniforme nuevo y mirada hueca me recibió.
—Las órdenes cambiaron, signore —dijo—. Su trabajo termina aquí.

Intenté protestar.
—Soy el restaurador designado por el ministerio.
El hombre sonrió, pero sus labios no se movieron. La sonrisa fue solo en los ojos, vacía, como si alguien más la hubiera dibujado.
—Las órdenes vienen de más arriba.

Esa noche, el mármol empezó a hablarme desde las paredes de mi taller.
Primero fue un murmullo bajo, luego frases enteras, siempre en latín antiguo: “Corpus meus Romae, anima mea in silentio.”
Mi cuerpo está en Roma, mi alma en el silencio.

Intenté huir del taller, pero las calles estaban vacías, y en cada esquina hombres con rostros idénticos vigilaban en silencio, con brazaletes sin insignias, pero con la misma mirada obediente.

Comprendí que la ciudad estaba siendo devorada por algo invisible.

Busqué respuestas en los archivos del Vaticano.
Un monje viejo, ciego y encorvado, me habló con voz temblorosa:
—Esa estatua… fue mencionada una vez en los códices prohibidos del siglo V. Decían que era un tributo a un dios que los romanos no comprendieron. Lo llamaban Dominus Vox, el Señor de la Voz.
—¿Un dios? —pregunté—. ¿De qué?
—Del poder de mandar sin hablar. Del dominio absoluto.

El monje sonrió con amargura.
—Los hombres siempre confunden autoridad con verdad.

Al regresar, Roma ya no era la misma.
Las paredes estaban cubiertas con retratos del “Líder Supremo” —nunca supe su nombre, ni quise saberlo—. En los balcones, la gente gritaba palabras que no entendía.
Vi a un niño levantar el brazo con gesto mecánico, sin expresión, y sentí el mismo frío que me había tocado el día que encontré la estatua.

En las noches siguientes, comencé a escuchar cantos subterráneos, como procesiones bajo el pavimento. A veces, en el silencio, oía el sonido de pasos marchando dentro de mi propia casa.

Una madrugada, los vi.

Cinco hombres vestidos de gris, entrando sin ruido, arrastrando una caja de madera. Me escondí tras un biombo.

Abrieron la caja: dentro estaba el busto.

Lo colocaron sobre mi mesa y comenzaron a recitar en latín:

«Omnes servimus sub terra. Vox una, voluntas una.»


Todos servimos bajo la tierra. Una sola voz, una sola voluntad.

Y entonces vi lo imposible: el mármol abrió los ojos. No eran de piedra, sino de carne.

Uno de los hombres cayó de rodillas. El busto habló sin mover los labios:
—La ciudad está casi lista. Falta el eco.

Los demás asintieron, en trance. Uno de ellos me vio, pero su rostro no mostró sorpresa. Me hizo un gesto con la mano: el saludo del régimen.

Desde ese día, los sueños y la vigilia se mezclaron.

Veía las estatuas moverse en las plazas, girar lentamente hacia los balcones del poder.

En la Fontana di Trevi, una mujer me susurró:
—El mármol no está muerto, Aurelio. Son las voces de los que obedecieron.

Intenté escapar de Roma, pero los trenes ya no salían. En la estación, soldados con rostros idénticos patrullaban los andenes, recitando frases sin sentido.

Finalmente, regresé al túnel donde todo comenzó.

El aire olía a hierro y sudor.

El busto estaba ahí, erguido sobre un altar de huesos.
—¿Qué querés de mí? —pregunté.
El mármol sonrió.
—No quiero nada. Ya estás hecho.

Entonces entendí: yo también había comenzado a hablar en sueños, en latín, sin darme cuenta. Había llevado la voz conmigo, la había propagado, como un virus antiguo.

Ahora escribo estas líneas desde una celda.

Afuera, la ciudad canta con una sola garganta.

Dicen que el nuevo orden ha traído paz, disciplina, unidad.
Pero yo sé que no hay unidad sin sacrificio, ni silencio sin cadáveres.

El mármol se alza en cada plaza, mirando hacia el horizonte, con su sonrisa tranquila, inmutable.
Yo lo tallé con mis manos, pero ya no me pertenece.

Cuando cierre los ojos, sé que escucharé su voz una vez más:
“Ego sum Roma. Et Roma sum ego.”
Yo soy Roma. Y Roma soy yo.

Y entonces entenderé que el horror no estaba en los dioses antiguos, sino en nosotros, los que aún creemos que obedecer es una forma de amor.

Puntúalo

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS