La primera vez que escuché el rumor de las cartas, no había cielo ni tierra ni reloj. Solo un hilo de viento que se arrastraba entre sombras indecisas. La Carta del Lamento apareció primero, arrastrando un aroma a tinta húmeda y madera vieja. No habló; su presencia era un susurro que se clavaba en los huesos, recordándome que todo dolor puede convertirse en acertijo. Poco después flotó frente a mí la Carta del Olvido, insolente y ligera.
Su risa, apenas un crujido de papel, me provocó un escalofrío que mezclaba miedo y fascinación. “¿Quién sos?”, le pregunté, solo inclinó un ángulo de su borde, burlona. Allí entendí que algunas cosas existen para ser sentidas, no comprendidas.
Entre la neblina de un espacio que no era ciudad ni bosque ni río, comenzaron a aparecer otras cartas.
La Carta del Abismo dejó un hueco donde mis pies se sentían livianos y pesados a la vez. La Carta del Eco repetía cada pensamiento mío con un retraso divertido y terrible.
Y la Carta del Destino, altiva y elegante, cruzaba la escena como quien sabe que todos los caminos terminan en ella.
Decidí seguirlas sin rumbo. Perderse era la única forma de encontrarse. La Carta del Lamento me guió primero por un corredor de puertas infinitas, cada puerta tenía un número que cambiaba de sentido cuando intentaba leerlo. Mis dedos se hundían en un aire sólido, como si la realidad me gastara una broma privada.
«Esto es absurdo», murmuró la Carta del Olvido, y su risa me acompañó mientras saltaba de puerta en puerta. Cada vez que pensaba que estaba cerca de un portal verdadero, desaparecía. Era un juego cruel, pero no podía evitar reírme, había algo deliciosamente rebelde en este caos: la invitación a olvidar la lógica y abrazar la confusión.
En una de esas puertas apareció la Carta del Susurro, flotando entre cortinas de polvo inexistente. Me habló de secretos olvidados, de promesas que nunca hice, de mi infancia doblada entre pliegues invisibles. Sentí nostalgia, pero también un humor absurdo: ¿cómo podía un pedazo de papel saber tanto? Quizás porque aquí nada era simple, y cada carta era voz, gesto, broma de la eternidad.
El suelo tembló —o era mi corazón— cuando apareció la Carta del Engaño, su brillo iridiscente creaba patrones que confundían la vista y la mente. Intenté atraparla, pero se escabullía entre mis manos, dejándome frustrada y fascinada; entonces entendí las cartas no buscaban atraparme; buscaban enseñarme algo que yo no quería admitir. Que incluso en el caos y el humor hay verdad, y que la verdad duele.
La Carta de la Esperanza llegó tarde, como quien entra a una fiesta después de todas las risas y lágrimas. Tenía la calma de quien sabe que los finales son comienzos disfrazados: su luz tenue iluminó la escena y me recordó que, aunque todo parecía absurdo, había algo que valía la pena sostener. No alegría completa, no todavía. Solo una chispa que temblaba, pero no se extinguía.
Caminé entre cartas que hablaban en idiomas que no existían, entre sombras que se reían de mi sentido del tiempo y del espacio. La Carta del Abismo reapareció, extendiendo sus bordes como alas invisibles, sentí vértigo y risa al mismo tiempo y caí en un hueco que no era suelo ni aire, donde la realidad se doblaba como un origami roto. Allí, flotando, supe que todas las cartas eran yo, y yo era todas las cartas. Cada miedo, cada broma, cada dolor, cada instante que creí perdido.
La Carta del Eco me acompañó, repitiendo mis pensamientos con un retraso que me permitió escucharme desde fuera.
«Todo esto… es mío y no mío», dije, la carta rió, como un aplauso de un público que nunca existió. Entonces comprendí que el humor rebelde de este espacio no era capricho: era supervivencia.
Reír en medio del caos es un acto de valentía, y cada carta, aunque temible, era un maestro disfrazado de juego.
El aire se llenó de notas sin nombre, la Carta del Destino se acercó, sus bordes resplandecientes cortando la penumbra, y señaló un camino que parecía abrirse entre la nada. No era un camino de tierra ni piedra, sino de instantes alineados como constelaciones incompletas.
Avanzar aquí no era moverse: era aceptar, elegir, soltar.
Finalmente, la Carta del Lamento se inclinó hacia mí, con respeto, y dejó escapar un suspiro que olía a tinta mojada y hojas secas. Era melancolía, la primera que sentía de verdad en este lugar atemporal, y su peso me abrazó suavemente. Todas las cartas se detuvieron, como esperando que entendiera algo que hasta ahora había ignorado: que la melancolía no es derrota, sino memoria y cuidado, reflejo de lo que se pierde y se guarda en secreto.
La risa de la Carta del Olvido volvió, más baja y cálida, recordándome que la vida —o lo que fuera esto— no debía tomarse demasiado en serio. Mientras las cartas desaparecían una a una, dejándome sola en un espacio vacío pero lleno, entendí algo; el año sin primavera no era un calendario roto. Era la evidencia de que los ciclos no siempre se alinean, que el humor y la tristeza pueden bailar juntos, que la melancolía puede llegar al final y aún así dejar un destello de esperanza.
La rebelión, la confusión, los juegos de cartas y los ecos absurdos eran formas de sobrevivir a lo imposible.
Miré el espacio, vacío pero lleno, y sonreí , las cartas no habían desaparecido: estaban dentro mío, tatuadas en la memoria y la piel, y no había nada que pudieran enseñarme que no supiera ya. Cerré los ojos y sentí la brisa que no era brisa, pensando: «No hay primavera que valga si no se aprende a bailar bajo el invierno.»
Entre la risa de sombras y los susurros de cartas que nunca se fueron, me sentí completa, rebelde y melancólica, exactamente como debía ser. Que se quede la primavera con su calendario… yo sigo bailando sobre los cadáveres del tiempo…
Y aquí estoy, < entre cartas y sombras, y ninguno de ustedes me dicta pasos… ni siquiera la muerte >
Porque si el mundo no florece, que tiemble < mi jardín crece entre ruinas >.
El año sin primavera
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