El secreto del señor Torre

El secreto del señor Torre

Aarseth

02/11/2025

La campana anunció el final de las clases y el comienzo del ansiado fin de semana. Los estudiantes del instituto de Usora recogieron sus libros entre risas y suspiros de alivio. Asomaba una tarde de ocio y dos días libres de madrugones; la recompensa a una mañana tortuosa.

Leo reaccionó al tintineo con ánimo diferente al de sus compañeros. Los nervios le arañaron el estómago, apremiándole a reaccionar. De un manotazo, el libro de matemáticas se deslizó por la superficie garabateada del pupitre y se precipitó hacia el interior de la mochila con estampado de diminutas calaveras. La cerró de un tiro de cremallera, se la echó al hombro y abandonó el aula antes que los demás. Desde hacía dos años, aquello se había convertido en su rutina al terminar las clases. Una coreografía que en cuestión de días logró dominar. Cada segundo que transcurría al finalizar las clases jugaba en su contra.

Leo voló por los pasillos del instituto. Los de la clase de enfrente aún no habían salido. Cuando alcanzó las escaleras escuchó cómo el pasillo se anegaba de risas y voces a su espalda. Bajó las cuatro plantas de salto en salto. El suelo bajo sus pies retumbaba con cada aterrizaje. Antes de abandonar el edificio por la puerta principal, levantó la mano a modo de saludo hacia el conserje Venancio. Un buen hombre que le había librado de más de una paliza.

Nubes grises se apiñaban en el cielo y debilitaban la luz solar de primera hora de la tarde. Leo recorrió la callejuela como si el asfalto se estuviera hundiendo tras él. El aire pesaba al descender por su garganta hasta asentarse con aplomo en los pulmones. Habrá lluvia pronto.

Dobló la esquina y tomó la avenida del Arcipreste. Su hombro chocó contra un hombre que venía en la otra dirección. Este farfulló algo a lo que Leo no le dio mayor importancia cuando le reconoció por los ojos de sapo y el rostro sudoroso: Samuel, el borracho, en otra de sus interminables vueltas por Usora. En ocasiones, Leo se lo había encontrado alguna mañana al ir a clase. También al regresar o incluso al anochecer si se le había hecho tarde con los recados. Siempre iba balbuceando y maldiciendo, como si de verdad alguien le estuviera escuchando. Había quienes afirmaban haberle visto vagando durante la noche. ¿Acaso duerme en algún momento?

Ya en la amplia avenida, las piernas de Leo aminoraron el ritmo de su frenética carrera. Existe la creencia de que si un lugar es concurrido, a uno no le pueden hacer nada. ¿Quién se atrevería a robar cuando hay decenas de personas mirando? ¿O a agredir a alguien? Leo estaba convencido de que entre todos los transeúntes, alguno intervendría en su auxilio si eso ocurría. Su casa se encontraba a siete bloques de distancia, continuando la avenida del Arciprestre en dirección norte. Los gemelos de sus piernas se quejaron con martilleos sordos, como si una bocina los hubiera arrancado de una siesta reparadora.

El resto del camino anduvo sosegado, deteniéndose incluso frente al escaparate de la tienda de bicicletas. ¡Lo bien que me vendría una!, se dijo. Así seguro que Marci y sus compinches jamás me volverían a atrapar en el callejón. Marci, apodado el Brazos en el instituto porque, al dejarlos caer a los costados, los dedos le llegaban a la parte superior de sus rodillas. A los matones como Marci les gustaban las fechorías sencillas, una demostración de quién mandaba. Como quien pisa hormigas por diversión, pero si ve una araña, se aleja a aniquilar otro hormiguero.

Leo se encontraba a dos bloques de tomar el giro hacia su casa cuando unas gotas le humedecieron los párpados y la nariz. Pintaba a tarde de lectura con sonido de lluvia. Pasó frente a la tienda de antigüedades. En ese momento, el señor Torre le dio la vuelta al cartelito de la puerta. Cerrado. Por encima del letrero, los ojos de Leo se encontraron con la mirada pétrea del señor Torre. Al igual que el letrero, esta también anunciaba que el establecimiento permanecería cerrado hasta después de comer. No es que en aquel momento Leo tuviera interés alguno en curiosear antiguallas ni cachivaches enmohecidos. Tan solo había entrado en dos ocasiones a la tienda del señor Torre: una para venderle una pulsera que había encontrado entre los cajones de la cómoda de su difunta abuela cuando su madre le ordenó vaciarla; y otra para hacer tiempo, algo que al señor Torre no le hizo demasiada gracia por los gruñidos que emitía, mientras Leo fingía interés por la cacharrería desordenada en los estantes de la tienda.

—¡Vaya, vaya!

Leo volvió la cabeza en un giro brusco, y su cuello crujió con el movimiento.

—¿Os lo dije o no? ¿Eh, Marci? Os dije que vendría por aquí.

Imposible.

Leo estaba completamente convencido de que no le habían seguido. De hecho, Marci y sus dos inseparables compinches habían aparecido frente a él, no por detrás. Como si rebobinara una película, revivió en su cabeza aquella mañana de instituto. Durante la media hora de recreo, Marci no había aparecido para acosarlo con su charlatanería y sus peticiones absurdas, las cuales, si no satisfacía, acarreaban una sesión de collejas y puñetazos en el estómago. Entonces, se figuró que Marci habría pasado la media hora de descanso en su rincón preferido, detrás del gimnasio, donde ningún profesor le pillaría fumando.

—Hoy no hemos podido saludarte en el patio, carapálida —soltó Marci con sorna. Su voz gastada, probablemente por una larga sesión de nicotina, le hizo parecer mayor de lo que era.

Los dos amigos de Marci rieron entre dientes. Terry, cuyas yemas amarillentas se frotaban continuamente la nariz, y Vidal, un chaval de huesos grandes y cerebro diminuto. 

Marci tendió la mano a Leo. Los labios en una sonrisa que parecía tener la sola intención de mostrar con orgullo las manchas amarillentas de cigarro en los labios. Terry y Vidal observaron ansiosos, como si estuvieran viendo por enésima vez su escena favorita.

Leo decidió ignorarles. Continuó caminando con la vaga esperanza de que ellos hicieran lo mismo. Al intentar sortear a Vidal, este lo sujetó de la chaqueta con un sólido agarre, tirando hacia arriba de ella. La piel lechosa de su abdomen quedó al descubierto.

—¿Me vas a negar el saludo, carapálida? —increpó Marci.

Vidal pegó un tirón de la chaqueta de Leo. La inercia cogió las piernas de Leo por sorpresa, trastabilló y cayó sobre Marci, quien respondió con un empujón que lo mandó al suelo. Como en otras ocasiones, Leo estiró los brazos para protegerse y apartó la mirada del matón.

Los fríos dedos de Marci se enrollaron en la muñeca derecha de Leo. Su abdomen se tensó, esperando recibir el golpe.  En ese momento, el señor Torre salió de la tienda.

—Si salpica una sola gota de sangre en mi acera, la limpiaré con tu lengua.

Leo, cuyos ojos eran incapaces de mirar a su agresor, se fijaron en el señor Torre. Desde la acera, observó que bajo la manga de su camisa, las venas palpitaban en una piel marchita, hundida en surcos, como si fuera un trozo de tela vieja.

—¿Ah, sí? —replicó Marci.

En ese momento Leo aprovechó para zafarse

—¿Y me vas a obligar tú, abuelo? —Marci esbozó una sonrisa burlona. Vidal y Terry rieron con ímpetu exagerado.

El señor Torre se llevó la mano a la cara. Se quitó las gafas. Las bolsas bajo las cuencas eran alargadas, como gotas de miel. Cinco segundos fue todo lo que necesitó. El cuerpo de Marci tembló. Su mandíbula inquieta sacudía los labios por los que se escapaba un gemido ahogado. Miró fugazmente a sus dos compinches y corrió calle abajo.

Terry y Vidal se miraron confusos. Luego, echaron a correr detrás de él.

El señor Torre volvió a colocarse las gafas y la apariencia de vendedor gruñón regresó.

—Ya puedes seguir tu camino. Ese no te volverá a molestar.

Las palabras se enredaron en la lengua de Leo, que farfulló un tímido agradecimiento.

—No permitas que te amedrenten, chico. Plántales cara.

Leo miró al señor Torre con esa expresión que se reserva a los que no son capaces de ver lo evidente aún teniéndolo delante de sus narices.

—Son mucho más grandes que yo —dijo finalmente.

Los labios del señor Torre se contrajeron en una mueca que imitó una sonrisa. Bajo la manga, las venas se tranquilizaron.

Leo se incorporó. Se sacudió la ropa y se arregló la chaqueta.

—Eso no importa, chico. Más grandes o más fuertes. Al final, a todos se les vence de la misma manera.

—¿Cómo?

El señor Torre sacó un reloj de bolsillo con la cubierta de plata. La descubrió con un movimiento de muñeca, echó un vistazo rápido y lo devolvió al pantalón.

—¿Cuánto dinero llevas encima?

Leo echó mano a sus bolsillos. Incluso a los de la chaqueta.

—Esto es todo lo que tengo.

El viejo gruñó.

—Está bien. A cambio, me comprarás una tetera.

—¿A cambio de qué?

El señor Torre le dio la espalda. Abrió la puerta de la tienda a modo de invitación.

—Del secreto para ahuyentar a cualquiera que se meta contigo.

El interior de la tienda de antigüedades del señor Torre no había cambiado un ápice desde la última vez que entró, hacía ya al menos un año. El mismo aspecto de almacén desidioso, el aroma a desván olvidado. Las estanterías estaban abarrotadas de bisutería que el polvo había reclamado como suya. En un rincón, a los pies de dos estantes, había cinco o seis pilas de libros, cuyos cantos, teñidos por el tiempo, anhelaban ser abiertos de nuevo.

Dos bombillas se encendieron sobre la cabeza de Leo. La luz cálida no alcanzaba a ahuyentar por completo la penumbra del lugar. Colgaban del techo, sostenidas por los cables de la luz.

—Toma. Tu tetera.

Leo no dudó de que, en su momento, pudo ser una buena tetera. Sin embargo, los arañazos y abolladuras por la superficie contaban historias de una existencia temeraria. A cualquiera le hubiera dolido desprenderse de tantas monedas por aquel pedazo de latón. Espero que el secreto del señor Torre merezca la pena. Introdujo su prescindible adquisición en la mochila.

El señor Torre se dirigió entonces hacia las pilas de libros. Al pasar junto a ellos, derribó con el muslo la torre más alta, y decenas de libros terminaron por el suelo entre remolinos de polvo. Luego se agachó, parcialmente oculto por los tomos que lograron mantenerse en pie.

Leo hizo un amago de acercarse, pero el dueño de la tienda le ordenó detenerse con un gesto rápido del brazo.

—¡Quédate donde estás!

Un destello púrpura nacido del suelo iluminó el rostro del señor Torre. Un chispazo fugaz que hizo a Leo dudar de si había ocurrido realmente. El viejo se incorporó. En su mano derecha cargaba con un libro de cubierta negra. Se acercó a Leo y se lo mostró. El cuero de la cubierta tenía un círculo grabado con diminutos símbolos en su interior.

—¿Qué libro es? —preguntó Leo, al no encontrar el título por ninguna parte.

El señor Torre esbozó una sonrisa taimada y se lo entregó.

Leo sintió en sus dedos la aspereza del cuero viejo. Deslizó las yemas sobre las hendiduras del grabado y lo abrió.

Un orbe de luz púrpura apareció frente a él, suspendido sobre los libros caídos al fondo de la tienda. Motas de polvo se desprendieron de su asiento para terminar engullidas por el orbe. Los soportes de las estanterías se doblaron, y las baldas cedieron en una serie de estallidos que hicieron saltar decenas de astillas. Leo se agachó, aunque el orbe las hizo desaparecer antes de que tuvieran oportunidad de clavarse en su cara.  Centenares de hojas se liberaron de la atadura de los libros que las encerraban, como un millar de esclavos cuyas cadenas se hubieran partido. La luz púrpura las tragó sin piedad. Después fue el turno de las paredes, resquebrajadas y hundidas por la fuerza de atracción de la esfera.

Leo se vio suspendido en el vacío. El orbe se había tragado la tienda y todo lo que contenía. Sospechó que, de algún modo, a él también.

El señor Torre emergió del interior del orbe con expresión furibunda, como si aquel fuera su refugio particular y Leo hubiera ido a incordiar. Los labios encogidos formaban arrugas alrededor de su boca. Tras las gafas, sus pupilas centelleaban como relámpagos en la noche. Se detuvo frente a Leo, a una distancia incalculable pero suficientemente cerca para discernir su marchito rostro. Entonces, al igual que hizo con Marci, se retiró las gafas.

Leo se vio transportado al mundo interior del señor Torre. Al espacio privado que encerraban sus ojos. Los relámpagos fragmentaban la oscuridad en silencio, como si se encontraran a una distancia ridículamente lejana, aunque los fogonazos aparecían justo a su lado. Un rayo se manifestó frente a su rostro. El fulgor, especialmente denso, reveló algo en el velo oscuro que le rodeaba. Varios puntos rojos aparecieron en la negrura, flotando por encima de él. Más relámpagos revelaron más motas rojas. El número aumentó con la rapidez con que el agua se cuela en una barca agujereada. Cuando Leo se vio completamente rodeado, estos se agrandaron.

Miles de ojos lo observaban desde todas direcciones. El fuego hacía las veces de pupila. El crepitar de las llamas le zumbó en los oídos; por un instante se sintió atrapado en un edificio en llamas. Los ojos se separaron como soldados que abren paso a su comandante. El espacio entre ellos se onduló al compás de una vibración que retumbó en los huesos de su cara. La secuencia se repitió en pulsos cortos, algunos tan breves como el chasquido de huesos. Un sonido gutural emergió desde las profundidades de un abismo insondable, viajando millares de kilómetros hasta estrellarse contra Leo en forma de ola monstruosa. El espantoso sonido venía acompañado del hedor de aguas estancadas, de un océano inmóvil y podrido.

Una decena de sombras emergió entonces de entre los ardientes ojos. Primero le rodearon con un roce amenazante. Luego, aprisionaron su cuerpo.

Lo que se presentó ante él saturó sus cinco sentidos.

* * *

La tienda de antigüedades apareció de nuevo a su alrededor. Leo todavía sostenía el libro, abierto por la última página. En un acto reflejo, lo dejó caer y el golpe desplazó el polvo hacia sus zapatillas.

—¡Chico, vuelve! ¡Vamos!

El señor Torre zarandeó al joven. La mirada de Leo se encontraba a cientos de kilómetros de allí. Le propinó un golpe en la mejilla. Como canicas, las pupilas ausentes del joven bailaron.

—¡Vuelve!

Otro tortazo.

Con el tercero, Leo pestañeó con fuerza y las pupilas se clavaron en el señor Torre.

—Pensé que te perdía, chico —exclamó—. ¿Y bien? ¿Te ha gustado el libro?

Leo observó el libro en el suelo. La última página solo mostraba garabatos. Nada que se pudiera leer.

—Ha sido como una pesadilla.

—Has viajado a los dominios del Horror. No todos regresan tan cuerdos como tú.

Aquellas palabras confundieron a Leo.

—¿A qué te refieres?

—¿Conoces a Samuel? Seguramente te hayas cruzado con él en más de una ocasión. Ese que da vueltas sin descanso, día y noche.

—¿El borracho?

El señor Torre dejó escapar una carcajada genuina que llenó la tienda.

—Desafortunadamente, la bebida no podrá borrar las vivencias de esa mente torturada. Él también leyó el libro —dijo, haciendo una pausa tras leyó—. A diferencia de ti, su mente no regresó y ahora vive encerrada donde habita el Horror.

Leo miró hacia la puerta.

—Puedes marcharte ya, si así lo deseas —indicó el señor Torre al percatarse de las intenciones del muchacho—. Pero aún no te he mostrado cómo espanté a ese chico.

Al quitarse las gafas, los ojos del señor Torre se encendieron, igual que los millares de ojos en su pesadilla.

—Los que nunca conocieron el Horror, lo harán ahora a través de nosotros. Compártelo con aquellos que te torturen. Mírales a los ojos y arrástrales hacia los dominios del Horror.

Leo abrió la puerta de un tirón y abandonó la tienda como una bala.

El lunes amaneció nublado, igual que todo el fin de semana de lluvia. En la puerta del instituto Leo no vio a Marci, pero sí a su fiel escudero Vidal, que avanzaba hacia él con gesto de indignación. Antes de que el matón tuviera oportunidad de articular palabra, Leo lo miró fijamente a los ojos. Vidal se paralizó. Su barbilla temblaba por el esfuerzo de volver a encajar la mandíbula. Una mancha oscura apareció en su entrepierna.

Leo mantuvo los párpados bien abiertos, ignorando el picor de ojos. A su alrededor, los estudiantes observaban la escena con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Los temblores de Vidal fueron en aumento. Espumarajos brotaron de la comisura de sus labios.

Leo cerró los ojos y Vidal cayó de bruces.

Entre lágrimas, con el rostro desfigurado por la locura, alzó la cabeza desde el suelo. Todos le observaban, sin comprender qué ocurría. Vidal se levantó con un respingo y, entre alaridos, se lanzó contra la pared. El crujido de la frente contra el ladrillo estremeció a estudiantes y profesores, que habían salido al ver el tumulto, llenando el aire de gritos, llantos y algún desmayo. Lograron sujetarlo después del cuarto impacto. Una máscara de sangre cubría su rostro y los huesos de la nariz se habían convertido en minúsculos granos de arroz.

Las venas del brazo de Leo palpitaron con furia, como brasas bajo su piel. Recordó al señor Torre y lo que vio bajo la manga de su camisa.

Esa misma tarde le haría una visita.

Puntúalo

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS